Tuesday, June 16, 2015

Los conceptos de realidad y materia en otra introducción al Neo-Marxismo

Por Ignacio T. Granados Herrera
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El espíritu y la carne serían nociones abstractas para comprender la realidad del ser humano, tal y como la forma y la materia para todo lo real; es decir, que como opuestos complementarios permiten la comprensión parcial de las cosas, que es la única posible; ya que en tanto el sujeto cognoscente participa de esa misma realidad de su objeto en tanto real, esta comprensión sólo es posible a través de su representación formal. Ya está claro —o debería estarlo— que la noción del espíritu como una entidad separable del cuerpo es un error platónico, originado por la tradición pitagórica; que lo habría importado de los complejos sistemas teológicos orientales al contexto filosófico griego, al que aportaría una unicidad sistemática, hasta entonces sólo incipiente en el mismo. Sería en este sentido que habría que entender el maniqueísmo religioso, como una priorización del desarrollo de lo espiritual en oposición funcional a lo material; que en y como principio será una oposición radical, reflejando la tensión crítica en que se relacionan ambas comprensiones de lo real, como objetos respectivamente contradictorios en su superposición.

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Esa relación es crítica además, al reflejar el problema de la subordinación funcional de un objeto al otro, en tanto es el que determina al otro; pero cuando este que ejerce esa determinación es de suyo abstracto y convencional, con un valor por tanto negativo y referencial respecto al otro. Esto se refiere a que independiente de que la materia y la forma se relacionen de modo intrínseco, la materia tiene una consistencia propia y evidente; que es lo que le confiere ese valor positivo contrario a la forma (espíritu), cuyo valor provendría de su afectación de la materia, siendo por ello convencional y sin consistencia propia, de valor negativo. De ahí también la otra recurrencia de su representación como referente moral, en la determinación y hasta la resolución de todas las funciones negativas; que así, en tanto se trata de la cultura como realidad artificial o tecnológica, queda asociado a todo lo que se oponga a esa realización apoteósica determinada en lo religioso; incluso cuando esa función es asumida por la subestructura económica, en substitución de la religiosa con el desarrollo mismo de la estructura política.

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Partiendo de ello además, por su oposición natural, un intento de comprender la realidad en otra forma que el idealismo tradicional sería materialista como principio; con la contradicción de que una vez abstraída a un concepto, ya perdería su consistencia propia, y por tanto toda efectividad de dicha comprensión. Esa habría sido la contradicción insuperable del Materialismo, por más que se resolviera en una adecuación, como histórico o dialéctico; y por lo que en últimas sólo se desarrolló como seudo realista, en la crítica sistemática del Idealismo, del que entonces derivaría su consistencia. El acercamiento más efectivo a la realidad sería entonces el Realismo, que ya contendría en sí esos valores de dialéctico e histórico; comprendiendo además esa complementariedad funcional en que se organizarían los fenómenos y objetos, por la relación de su materia y su forma; que en propiedad se daría como determinación formal de su materia o de esa materia suya en esa forma, bien sea esta determinación interna (ontológica) o externa (histórica); o bien, como sería más probable y lógico, proveniente de una relación entre ambos tipos de determinación,  en la realidad propia del objeto o fenómeno de que se trate, y que es por lo que su comprensión sería de suyo realista.

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La cuestión no sería entonces un concepto de materia, que el materialismo tradicional (marxista) provee muy bien; sino teniendo en cuenta que se trata solamente de un concepto, asumirlo en su valor únicamente referencial, complementario al de Espíritu o Idea que ejerce su determinación. Por otra parte, y comprendiendo que se trata de conceptos y por tanto de valores referenciales, tampoco habría que asumir esa separación entre ambos de modo efectivo; toda vez que en ambos casos se trataría de meras proyecciones formales de la realidad, que sería a su vez tan solo otra abstracción; ya que la misma realidad, tanto como la Materia y la Idea o el Espíritu serían convenciones formales para comprender los fenómenos y objetos concretos; incluso si a partir de principios generales, que sería en lo que su propia consistencia sea metafísica, en tanto determinación de esos objetos y fenómenos.

Parábola del fariseo y el publicano

Por Ignacio T. Granados Herrera
El poder obnubilante del ascetismo espiritual es que te regala constante con la visión beatífica, que quizás ni sea tanto de la grandeza de Dios como de la propia nimiedad; cuando descubres por ejemplo que ser anti algo no es ser moralmente superior a ser ese algo, porque en definitiva es un valor negativo. La misma necesidad de esclarecerlo en lo que sólo se tomará como un ditirambo es parte de esa paradoja, que te sume en la perplejidad de una visión estática; porque al ocurrir las cosas dentro de la cultura como naturaleza artificial de lo humano, estas son así convencionales; y su contradicción es simplemente funcional, como una derivación por la que pueden seguirse desarrollando en esa convencionalidad.

Esta sería entonces la paradoja que explique la parábola del fariseo y el publicano como una conseja bíblica efectiva; no como un imposible valor moral, que permanece en la vacía perfección del fariseo, sino en la mayor posibilidad del publicano de proyectarse funcionalmente dentro de la estructura corporativa de la que participa. La oposición al convencionalismo académico no es así moral, ni siquiera política;  sino que es funcional, como otra determinación, hasta probablemente mejor, de esa misma convención a la que critica.
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Sunday, June 14, 2015

Del arte postmoderno

Por Ignacio T. Granados Herrera
Del griego Tekné, Arte querrá decir técnica, y todo lo demás sería una nota al margen; pero la reducción de eso al mero virtuosismo formal —como hace la crítica postmoderna— es o sería una falacia, porque la tecnología no tiene su sentido nunca en sí misma; sino que lo tendría en el objeto que la refleja, y del que es por tanto una cualidad propia. De hecho, la técnica no es un objeto concreto sino abstracto, refiriéndose al conjunto de principios por el cual se crea el objeto; que sería por lo que se trate de una cualidad, que así sólo puede ser aprehendida a través de ese objeto que la refleja, como propiedad a su vez del sujeto del mismo. 

De ahí que el desdén antiformalista sea contraproducente, ya que la forma es el vehículo de expresión del contenido; es decir, es intrínseca al objeto como determinación de su materia, no importa la naturaleza de que participe. Quizás la mejor prueba sea la paradoja señalada por Octavio Paz en su prólogo a la antología poética Poesía en movimiento, y que es uno de los mejores tratados de estética moderna; cuando afirma, al margen de todo teoricismo escolástico, que la destrucción de las formas —en Pablo Picasso— era su mejor exaltación (¿decontructivismo?); lo que se podría ilustrar con el cuadro del violín, pero más que como teorema en la denuncia puntual de ese fraude en que ha devenido el arte contemporáneo, con la excusa débil de un subjetivismo imposible al valor transaccional (económico) de la cultura; que es cierto incluso si se camufla en la institucionalidad que respalda al arte postmoderno, en esa red de universidades y museos que lo que hacen es manipular al mercado con la redeterminación artificial de sus referencias teóricas.

Quedaría claro con eso que Picasso es un genio, pero difícilmente lo será Dalí, cuyos guiños con relojes derretidos se reducirían a sombras chinescas; sus animales de patas desmesuradas carecen de toda implicación metafísica, sus rompecabezas apelan al más recto sentido, y con una factura notable dentro de lo convencional se caracterizan por la agudeza mercantil, pero no por la genialidad intelectual. Al final, iría siendo hora de enterarse de que los grupos tienen valor político incluso si su perfil es estético, y se lideran según el carisma y ascendiente personal, no por parámetros de calidad; que aunque sean objetivos no dejan por eso de ser convencionales y relativos, asentados en se ascendiente de quien puede resultar una vedette en su vocación de liderazgo.

Curiosamente, mientras Picasso y Chirico militaban en cuanta vanguardia se les ponía enfrente, practicaban también cierto huraño solipsismo; que contrasta con la proyección gregaria de quienes terminarán como figuras de segundo orden, más conocidos por el divismo que por otros valores concretos. Nada de eso negaría valor al arte en tanto mercantil, si en definitiva el mercado es el que fija el nivel de realidad de fenómenos y objetos; que participan de la cultura como realidad de valor estrictamente humano justo por su valor transaccional, incluso si dicha transacción no es directamente monetaria sino política o referida al ego.
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Friday, June 12, 2015

De la muerte de Dios

Por Ignacio T. Granados Herrera
Con la misma certeza que los iluminados, Nietzsche postuló la muerte de Dios, pero a diferencia de estos su presupuesto era moral y no metafísico; pues para que ese presupuesto fuera metafísico y no únicamente referencial, Nietzsche tendría que haber creído en esa sobrenaturalidad en que Dios es inmortal. También en efecto, y como para explicarlo, se trataba del siglo XIX, en que comenzó su cúspide el capitalismo moderno con la revolución industrial; en un auge desde el que derivaría la naturaleza del mismo en un corporativismo progresivo, que significará la decadencia de esa misma modernidad. 

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Eso no es discutible, el auge moderno vendría ocurriendo desde el apogeo intelectualista del siglo XVII; es decir, ya llevaría dos siglos, durante los que permearía toda la época, hasta su expresión estética en la cultura Pop, que curiosamente sería la más elitista, justo por enaltecer con su intelectualismo… lo popular. Ese tipo de retorcedura sería lo que marque como indubitable esta decadencia, que es distinta del decadentismo en que se camufla; pues dicho decadentismo tendría un valor estilístico propio, mientras la decadencia se refiere más a la falta de consistencia del objeto, no a un amaneramiento suyo. Es en ese marco que habría que entender el desarrollo del Pop como última propuesta propiamente formal en el arte, en consonancia con el presupuesto moral de Nietzsche; pues en tanto referencia moral y no suceso metafísico,  la muerte de Dios significaría la de toda trascendencia en la determinación de lo humano.

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Será entonces también en ese marco que habría que entender los juegos del Surrealismo y las vanguardias en general, como neurosis lógica al infante huérfano; y por ello retorcer el rizo con que los vanguardistas se dieron a la epaté con sus narcisismos, disimulado en retórica ontologista, para dar pie a esa decadencia feroz que disfrazaron como decadentismo. Así, que Duchamps reconociera haberle hecho daño al arte con su majadería no lo redimiría aunque sí lo explique, como parte natural de su tiempo; después de todo se trataba del más puro oportunismo, y no en el mero sentido de oportunidad, sino en ese otro moral que mezcla arrogancia con narcisismo para entregarlo atado de pies y manos a su marchant. Esa sería la impronta del arte postmoderno, que sería por lo que es decadente y no decadentista; después de todo, si el arte es la expresión estética de un tiempo, este es el de ese interregno en que Dios está muerto como toda posibilidad de trascendencia. 

Wednesday, June 10, 2015

Leonardo Padura, premio Princesa de Asturias 2015!

Por Ignacio T. Granados
Foto: Café Fuerte
No importa las críticas que se le hagan por su literatura llorona, esta vez hay que felicitar a Leonardo Padura por alzarse con el premio Princesa de Asturias; primero porque no es poca cosa, y segundo por el sentido mismo de la distinción, que corona una tradición de fe y trabajo personal. También para comenzar, cualquier crítica de oportunismo al drama recurrente y de falso existencialismo de Padura es hipócrita; porque justo después de las grandes epopeyas antiguas —hace mucho tiempo—, lo único que da consistencia e impacto dramático a una obra es su consonancia con el entorno histórico; es decir, el difícil sentido de la oportunidad, con un fatalismo del que sólo se salva la pretensión del drama de ser metafísico, pero no el que se recrea en lo anecdótico. A la vez hay que reconocer que su literatura se resuelve muy bien, equilibrando la funcionalidad de la prosa —que no trascenderá por giros inusitados— con una magnífica dramaturgia; cuyo único fallo es el exceso lacrimógeno que lo hace falsamente existencial, en lo que por otra parte puede ser un virtuoso efecto teatral —cliché— si menos abusado, aunque pésimo en cinematografía.

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Sobre el premio mismo, significaría que —gustos aparte— Padura es de los pocos autores cubanos lo suficientemente maduro como para batirse solo en el ambiente desprotegido del mercado internacional; una cualidad que pocos autores cubanos pueden exhibir, justo por ese ambiente protegido del mercado nacional, que es la mejor ficción de esa literatura, más subvencionada que un estudiante con becas universitarias, y de un parasitismo atroz. Siempre al margen de gustos personales, Padura supo imponerse, incluso desde el margen; proviniendo del periodismo, como la mayoría de los autores contemporáneos de otra nacionalidad, y con una dramaturgia singular, de valor entonces crítico y vocación de futuro. El premio viene así a terminar con el excepcionalismo de la literatura cubana, más falso que ese existencialismo de Padura y más pernicioso también;  dejando claro que todo autor que se respete ha de enfrentarse al mundo en buena lid —Padura le narigueó el premio al notable Haruki Murakami—, lo mismo para perder dignamente que para triunfar en un mercado que no admite la dignidad, lo que es completamente secundario.

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Está claro que Padura optó desde un inicio por esta proyección, a diferencia del resto, que hasta en el supuesto exilio sigue optando por esa encerrona del mercado nacional con máscara de exterior; y le salió bien, supo hacerlo muy bien, como viene a corroborarlo este premio, uno de los más prestigiosos de su tipo. Este premio es también la prueba de que eltítulo en que quiere tener la sosa inconsistencia Paul Auster es muy poco afortunado, con lo bien que le quedan la más estridente de Pérez Reverte; lo que va quedando como esos vaivenes en que se desarrolla la veleidosa madurez, si en definitiva puede que aún no conozcamos su mejor literatura. Al fin y al cabo, El hombre que amaba los perros es un producto enteramente singular en su bibliografía, con la que comparte sólo el lacrimeo en forma tangencial; y cuyos pretensiones de epopeya histórica parece volver a explorar con Herejes —donde reaparece esa Incongruencia fatal de Mario Conde—, como pidiéndonos dos títulos más en el plazo para su mejor momento.

Thursday, June 4, 2015

El problema de Dios

Por Ignacio T. Granados Herrera
Impertérrito el teólogo se niega a la contradicción y se contradice, porque así son las paradojas del Dios que adora; no —repite—, Dios no puede no existir, y no es eso una negación de su omnipotencia. En efecto, no es gratuito que el problema de Dios perdiera relevancia; de hecho no fue nunca el problema de Dios, sino el de su comprensión por la soberbia que lo postulaba. La seguridad del teólogo descansa en la hierática belleza de la metafísica, que sin embargo camufla y no niega el drama en que se organizan las naturalezas; finta que pierde al teólogo, con la no vista obviedad de que el objeto de su meditación es sobrenatural. Nuevamente en efecto, la sobrenaturalidad de Dios es esa sobreposición en que es la determinación última y poderosa de lo natural; cómo entonces someterlo a esa regla que depende de él y no a la inversa, sólo por la necesidad de una lógica que desconoce en su potestad. La seguridad del teólogo es parmenídea, pero desconoce que el Ser al que se refiere no es al poder incomprendido de Dios; porque el Ser de Parménides, como el herácliteo, es uno de esos ensayos con los que el fisiologismo trató de contraer lo cognoscible a lo físico. 
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Claro que si impertérrito es el teólogo, impertérrita es también la hortera que llevando pan a la mesa del teólogo minuciosamente desconoce semejante complejidad; resaltando esa paradoja en que la divinidad se adensa en su propia trascendencia. Al final, la venganza de Zeus se diluye en la terquedad del fisiologista, que sirve sin embargo al teólogo para su adoración; mientras la hortera va a la misa por otro concepto más práctico y sutil en su utilitarismo, que en definitiva el problema de Dios es del teólogo y no de Dios. Al final, la sutileza que incomprende aunque intuye el teólogo sería el de esa misma suficiencia; tan magnífica y grandilocuente que no hay metáfora que la pueda contener, y que por tanto es el arrebato que sustrae a los místicos. Dios —ha susurrado el ángel al teólogo sin que este pueda entenderlo— puede no existir, su inmarcesible voluntad sin embargo es la de la existencia; que es por lo que lo que la ciencia comprende como imposibilidad lo es sólo en la voluntad misma de Dios, que cuando juega a contar los ángeles que cabe en un alfiler es un devastador de destinos por su apoteosis.

Monday, June 1, 2015

Patrística: Diálogo de San Cirilo y la divina Hipatia

Por Ignacio T. Granados Herrera
San Agustín concluye y resume la Patrística, que así establece la base dogmática del cristianismo católico como máxima organización de la cultura occidental; pero esto es valioso no porque signifique un avance político o en las prácticas del conocimiento, sino porque fue el factor que homogenizara a Occidente en este sentido. De hecho entonces, el valor antropológico de la Patrística habría sido la contracción que significara en medio del esplendor científico e intelectual con que concluye la antigüedad; que sin los graves crímenes del fanatismo religioso de entonces, habría segregado de modo inevitable una élite política de corte intelectual, que la débil estructura política de entonces probablemente no habría podido soportar. Se trata de que con el desarrollo de instituciones como la biblioteca de Alejandría —por ejemplo—, el elitismo intelectual pudo haber evolucionado a la tiranía platónica de la República;  un experimento que habría resultado antropológicamente costoso, como demostrara el intelectualismo moderno.

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De hecho entonces, la patrística habría corregido la anomalía griega de la cultura secular, con base en el comercio; que como principio permitió el desarrollo de la democracia, pero por defecto, sin fuerza ni consistencia para sobreponerse naturalmente a las tempranas derivaciones oligárquicas y tiránicas del mismo entorno platónico. En ese sentido también, quizás fuera hasta providencial que la tendencia predominante en el período patrístico fuera filoplatónico; porque eso habría sido un factor determinante en ese proceso de homogenización, demasiado refractario si hubiera incluido las referencias aristotélicas, relativamente radicales y contradictorias. Está claro que ese temprano cristianismo es criminal, pero se trata de que eso es lo que habría tenido de positivo; explicando, bien que de modo retorcido, esa paradoja de la santidad de San Cirilo, acosador y asesino irredento —incluso si sólo simbólicamente— de Hipatia de Alejandría.

Eso último del simbolismo es importante, para relativizar los hechos con alguna racionalidad y prurito histórico; pues aunque San Cirilo sea culpable del crimen sobre Hipatia, lo es por ser su instigador, que la sangre como siempre llueve sobre el pueblo innoble que ejecuta la historia. Al fin y al cabo, toda época tiene sus propios crímenes para avergonzarse, y sería hipócrita señalar a los de ayer sobre los de hoy; y aunque tampoco se trate de sancionar la criminalidad, sí se impone la necesidad de comprender su propia naturaleza antropológica como único modo de superarla. También al fin y al cabo, al Cristo en que se justificaron no lo asesinó el judaísmo que él mismo practicaba sino la humanidad; que es el mismo Cirilo inspirado como el sumo Caifás del sanedrín, dándole valor universal y renovándolo en la divina Hipatia, como arquetipo que es de la justicia como necesidad.
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