Sunday, September 13, 2015

Juan Carlos Cremata

Por Ignacio T. Granados Herrera
Por su carácter formal el arte tiene siempre valor reflexivo, y esta reflexión es además de corte antropomorfista; porque en su recreación dramática de la realidad, hasta la ficción (φαντασία) es siempre representación. Esto podría explicar hasta la recurrencia de las prácticas adivinatorias, que acuden siempre a la fábula; como comprensión en definitiva que es de la realidad, atrapando la dinámica de su resolución en un drama, que así es siempre formal. Por su parte, este mismo valor antropomorfista responderá a convenciones, cuyo origen aún si cultural se esconde en la noche de los tiempos; una de las cuales es la relación de una pareja protagónica, que es siempre de un hombre y una mujer como del Ser y la naturaleza en que se realiza. Pareciera que el origen de esta convención estaría en el inicio mismo de la cultura, porque respondería a la distribución de roles en la economía; resuelta en la memoria como una dialéctica, por su capacidad para resolver el tejido relacional en que se estructura la cultura como naturaleza específicamente humana. Es en todo caso la explicación de toda la ontología occidental, desde que el mito de la creación establece el nexo entre el acto de Dios; que siendo en Adán como el bien positivo (Eu), se expande en lo bueno (Eua) como su naturaleza o carácter peculiar.

Desde esa perspectiva, no es raro entonces que el difícil idilio neo realista del cine cubano se resolviera en esa dupla convencional del blanco y la mulata; que siendo un cliché tiene una razón de ser, como toda generalización, que es un acercamiento básico e indispensable en tanto primario a la realidad que se representa. En este esquema aún, esa figura de excelente sensualidad que fuera Mirta Ibarra, a todo lo largo del canon neo realista de Gutiérrez Alea; que sin embargo no encuentra continuidad coherente, desde esa extraña coincidencia de la muerte del cineasta y la de la estabilidad cosmológica de la revolución cubana. En efecto, muerto Alea en el 1996, pareciera el rito de pasaje de la cosmovisión del cine cubano hacia la nada; mejor aún, sin la figura de culto de Humberto Solá, pareciera el descampado donde por fin puede sobrevivir la flor silvestre de Juan Carlos Cremata, lejos del azadón de la autoridad. Su ópera prima, Nada, habría sido exactamente ese descorazonamiento de la más pura experimentación; pero Viva Cuba es ya un postulado en que él apuesta por la simbología fresca de los niños que simplemente huyen tratando de tener una vida simple y propia.

Más allá de sus propias pretensiones, la eficacia de Cremata provendría de esta naturaleza reflexiva del arte; que suele hundirse bajo una capacidad discursiva, pero bastando la simple retracción al drama mismo para que reluzca. Es fácil y recurrente un drama crítico sobre la situación cubana, más difícil es que sea eficaz y no discursiva o moralista; es lo que consigue este director con Crematorio, un corto que supera incluso el testimonio mudo y espeluznante de Utopía, por poner un ejemplo icónico. Este filme, como Utopía, lo hace acudiendo al humor que revela el nivel de absurdo de la vida cubana; pero mejor aún que esta, consigue ese diálogo exquisito entre el país y su dictador, por sobre la triste circunstancia del pueblo y sus mezquindades. Quizás esto sea lo mejor del filme, una Cuba que como naturaleza del Ser no es ya una mulata sensual; es por el contrario una mujer contrahecha, con deficiencias mentales reflejadas en su inhabilidad motora y de lenguaje.

Eso no es tan patético como la pobreza de todas esas historias que pululan alrededor de un cadáver que todos podemos reconocer como el gran dictador; más patético aún porque incluso muerto los convoca a todos a su alrededor, incapaces de vivir por sí mismos. Para más escarnio, esas historias que hormiguean en torno al cadáver incluyen al exilio, que —en chismes con la de vigilancia del CDR—postula su esquizofrenia en la ambigüedad de sus motivos; y que ni aun huyendo consigue salir del hoyo, como la reina blanca en aquella carrera inútil a la que arrastró a Alicia. Así de patética es la vida cubana, que sería lo que haga tan eficaz al planteamiento de Cremata; pero nada como ese parlamento final de la hija contrahecha, que declara su voluntad de vivir —con novio negro incluido— y le advierte al padre que simplemente no lo haga más. Está claro que esa advertencia al muerto es al próximo loco que se atreva, pero en verdad ni eso importa; ella se va con su andar dificultoso y llena de esperanzas, porque —a diferencia del resto— encontró el amor y puede buscar la paz.

Tuesday, September 1, 2015

Adversus poetica animae

Por fray Erasmo de la Cruz, OFMp
Una característica intrínseca a la naturaleza fatal e ineluctable del arte y la poesía, es que quien la postula obtiene algún beneficio de ella; no quien la disfruta, que simplemente la consume, sino quien generalmente la produce, como una justificación por hacerla. La justificación es comprensible, si ya en el hecho de escribir o hacer alguna forma de arte hay algo de impudicia;  al menos en ese creer que lo que se ha imaginado tan íntimamente tiene algún sentido más allá del que uno mismo le atribuye, o que este que uno le atribuye es igual válido para otra persona. Lo cierto es que quien hace poesía o arte termina por recurrir a esta naturaleza trascendente atribuida al mismo, como esa propia fatalidad suya; y que se originaría en ese carácter tan fuertemente compulsivo que lleva a la realización del arte o poema, como un arrebato místico.

Curiosamente sin embargo, esta naturaleza trascendente del arte y la poesía es un fenómeno estrictamente moderno; es decir, no es intrínseco al arte sino sólo atribuido al mismo a partir del período moderno de la cultura occidental. De ahí se entendería que dicha naturaleza es entonces de falsa trascendencia, como seudo religioso; en tanto sí proveería un sucedáneo necesario a esa experiencia trascendente antes provista por la religión, pero en crisis con la pérdida por esta última de su ascendiente político y social. Esto explicaría a su vez la extrema subjetividad de lo artístico y hasta la pérdida de sus requisitos formales, para entrar en lo meramente experiencial y performático; ya que sería el reflejo de esa pérdida de ascendiente social, que dependiendo del convencionalismo corporativo de la sociedad, lo habría requerido entonces pero ya no más.

Todo esto es comprensible, pero justo hasta que esa subjetividad seudo religiosa invierte la función formal de la experiencia trascendente; que del valor reflexivo intrínseco a la naturaleza formal del arte deviene en discursivo, como esa necesidad individual de expresión,  ya que entonces estaría apelando a un valor convencional. Por supuesto que eso sería exactamente lo que hace el arte contemporáneo, pero justo a costa de corromperse en sus propias contradicciones; ya que al acceder a esta nueva convencionalidad lo haría en detrimento de esa subjetividad que la legitima como experiencia seudo trascendente y en ello necesaria. Obviamente, eso explicaría a su vez que dicha naturaleza trascendente del arte sea postulada por quienes lo producen; no por quienes simplemente lo disfrutan sin una mayor necesidad de producirlo, y que en ello (paradójicamente) se asemejan a los artistas premodernos, que eran artesanos y no intelectuales. En definitiva, si ya la naturaleza es de falsa trascendencia no tiene que obedecer a una determinación necesaria, que entonces la resolvería en una realización funcional propia; no en una función sucedánea como la de la experiencia religiosa, que al no serle propia de algún modo le habrá de corromper.

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