Monday, March 25, 2019

(No) Soy Cuba


Soy Cuba ha devenido en una suerte de película de culto, aunque por esa oscura necesidad tan humana de tener algún culto; este encabezado por el sacerdocio indiscutible de Martin Scorsese, aunque eso no explique mucho la razón de tan aberrado culto. En rigor, no se puede desmentir nada de lo que dice Scorsese, porque es verdad; sólo que esa verdad se refiere exclusivamente a la originalidad de su fotografía, y ninguna película —y menos las de Scorsese— se compone sólo de fotografía. Además, esa misma fotografía puede haber sido asombrosa en su momento, con sus ojos de pescado antes de los drones FHD; e incluso en esta, ensucia una de sus imágenes más poderosas, cuando a media toma no puede ocultar las cuerdas que tramoyan la cámara.

Como ya está dicho, el problema es que ninguna película se reduce a su fotografía, no importa lo magnificente; una película lleva trama y subtramas, pendientes de un argumento que es el que aporta la solidez. Pero aquí se trata de una epopeya, y las epopeyas no tienen dramaturgia, que es por lo que el teatro surgió al margen de la épica; algo que evidentemente desconoce la estética socialista, de la que esta película es un ejemplo absoluto, como de laboratorio. Eso es lo que resulta perturbador en esta falsa conmoción levantada por ese bodrio elefantiásico, que nos recuerda por qué detestábamos el cine bolo; al que en justicia se le deben reconocer los méritos, pero no inflarlos, so pena de tapar lo que evidenciaban; esto es, la prepotente grosería en que se reduce el arte a la función propagandística, tan denostada al nazismo pero atractiva en el imperialismo ruso.

Por eso es perturbadora esta alaraca de parte de quienes no la vivieron y piensan que son tan inteligentes como para ir a su rescate; porque lo que está detrás es esa admiración por los discursos poderosos y los mesianismos, que son los únicos que pueden brindar semejantes epopeyas. En general, la película se compone de dos alegorías que sobran, muy a pesar de aportar gran parte de la belleza plástica; como abcesos azules que contrastan contra el albor de la piel traslúcida,y  que es la elipsis final a que se reduce la trama; demasiado lineal y simple por demás, pero que al menos es lo único que tiene sentido. Esta elipsis es la transición entre los personajes de Alberto (Sergio Corrieri) y Mariano (Salvador Wood); introducida por el sacrificio de Enrique, que —muy en la cuerda del seudo realismo socialista— es el Cristo como todos los héroes, que legitiman el porvenir. 

Como cine, no sólo tiene esa chapucería de mostrar la tramoya en su grandilocuencia; también está pésimamente actuada, con sólo las dos excepciones decentes de Salvador Wood y Sergio Corrieri, entre sus quinicientos actores. Especialmente patético el caso de los marines rusos haciendo de marines americanos en la peor de las reducciones al absurdo; porque desconocen en la tosquedad la sutileza de una cultura hedónica y abocada al culto y el cuidado del cuerpo y su belleza. Hay un problema teórico, que ya descarrila a todo el filme por cuanto afecta a las actuaciones, en la terquedad intelectualista del director; quien creía que el actor no tendría que ser profesional —aunque tuvo a los dos mejores para sostenerse— porque lo que importa sería la presencia humana y su golpe emocional. 

La diferencia con experimentos semejantes, que van de la nueva ola francesa al neorrealismo italiano, estriba en la seriedad; porque en todos los otros casos, a los actores, profesionales o no, se les exigió actuar bien, con parámetros altos y no sublimación poética, que para tanto no da la fe. Siquiera como material de estudio, las hordas de escritores y artistas graduados en Cuba deberían ver esta película; porque es una vindicación del rechazo visceral de toda una generación a la burda simplicidad de la cultura bola. Sin embargo, la superficialidad de semejantes hordas las va a salvar del martirio; porque con razón, en su superficialidad se negarán a la inhumana atrocidad de semejantes deberes.




Tarde, en el centro, con Alfredo Triff

Sólo Dios y Aristóteles deben conocer el oscuro engarce entre la música y la enseñanza de filosofía; pero cualquiera que sea el secreto, Miami se lo gasta como un medallón descascarado de una vieja dama de la Habana. Se trata de Alfredo Triff, un hombre finísimo y culto, que ejerce el magisterio doble de la música y la filosofía; y que como todo lo mejor de la ciudad, ocurre con un bajo perfil, muy a pesar de su comprobada popularidad y simpatía. Hay de hecho un gesto medio ingenuo o muy joven, de marcada modestia pero también seguridad, ante los aplausos; quizás porque sabe que los que van a verlo es porque lo conocen, saben a lo que van y él se los confirma dispendioso

Esta vez se trató de un disco, Midtrance, que presentó con un recital bajo el mismo nombre; quien lo conoce sabe de un fenómeno anterior, con el nombre esclarecedor de Dadason, y muchas otras cosas anteriores y paralelas. Alguien en el salón recordó que en el 2019 se cumple el centenario del movimiento Dadá, que el músico reverencia sin pudor; en realidad el movimiento surge en el 1916 y no en el 19, pero eso poco importa ante la dimensión de los ecos. Se trata en todo caso de resonancias, que son también los temas suyos, el tratamiento de objetos ajenos; una suerte de piezas (a la manera de… ) que hacen de él un manierista, no como estilo sino como propiedad del objeto mismo. 

Es difícil reseñar el disco desde el recital, porque la naturaleza de este último es ligera y humorística; de hecho incluyó números ajenos al disco y propios de la trayectoria del artista, que si bien lo explican también lo difuminan un poco. En el recital estuvo acompañado de la actriz Rosie Inguanzo, que es su compañera y el mejor partenaire que le puede deparar el mundo; con un ejemplo como una rosa en el penúltimo número, que recrea la música incidental de las radionovelas bajo el canon de Sara Bernard. No es que estuviera mal la variación humorística y ligera, sino que es una comedida invitación y no regala el disco; se trata de un hombre demasiado elegante —como una taza de té con arabescos dorados— para suplicar la contribución, prefiere la dignidad de vender su producto.

Tuesday, March 19, 2019

El extraño caso de Billy Elliot


Billy Eliot no pasa de ser un magnífico cliché, estupendamente realizado en su pretensión de biopic; lo que no es importante, porque en definitiva es una ficción absoluta, con una dramaturgia perfecta. Lo que le hace interesante es su devenir como ficción, que corre el camino inverso a la forma tradicional; en que una novela inspira un filme y quizás una obra de teatro, todo con más o menos suerte. En este caso, la ficción surge como un guión original de cine, por cuyo éxito es que se realiza una obra de teatro musical; después aún del éxito de esa obra, es que se plantea la realización de una novela, como un éxito casi seguro.

El caso de Billy Elliot es extraño porque descubre la naturaleza económica y empresarial del arte, a lo largo de todas sus formas; que es valioso y legítimo, porque va a contra pelo de la exaltación espiritual con que se ha distorsionado al arte. La contradicción proviene de los mismos artistas, que como clase se niegan a la propia evolución de la cultura; en el sentido de que asumen al arte como una función inamovible, que además se asume como dada en eses sentido espiritual en su subjetividad. La respectiva justificación y negación de esto llena tomos y salones de congresos interminables, nadie hurga en la razón; que ha de ser económica y política, puesto que se trata de arte, que es un fenómeno cultural, y la cultura es una estructura político económica.

Es de esta naturaleza política económica de la cultura que se desprende una razón de ese tipo en la contradicción alrededor del arte; que envuelve además a los curadores, como clase que se ha subordinado el trabajo de los artistas. Eso es además congruente con el desarrollo del capitalismo, que ha pasado de industrial a corporativo; determinando las relaciones políticas y económicas en el autoritarismo de una burocracia administrativa, relativa en arte al trabajo de curaduría; que así generaría una clase parasitaria, que consigue subordinarse la producción de arte, con la administración de los recursos artísticos. Estos recursos serían los dividendos, que típicos del capitalismo corporativo no son necesariamente materiales; sino que consistirían mayormente en intangibles, como el prestigio personal y la sensación de éxito.

Eso sería lo que explique propuestas estrambóticas en su extremo subjetivismo, como la serie del Dedo de Wei Wei; que se extiende en aberraciones como la del arte como producto final sería siempre legítimo, independiente de la estructura que lo produzca; pero siempre que responda a los valores formales que le son propios, así como a su propio sentido transaccional. Eso sería lo que se cumpla en un filme como Billy Elliot, una ficción que recorre los diversos. Eso sería lo que se cumpla en un filme como Billy Elliot, una ficción que recorre los diversos géneros por decisión empresarial; que sin embargo no contradice sus propios valores formales en tanto producto, en las formas más convencionales del cine.

Monday, March 11, 2019

Lady J


Como drama de época, que envuelve poder y engaños en la corte francesa, Lady J está condenada a la comparación con Dangerous Liasions; pero en realidad, fuera del tema común no hay nada más lejos de una que la otra. La diferencia puede ser siquiera el tiempo entre ellas, que marca la diferencia en los modos de hacer cine; con una película que basa su poder en una dramaturgia densa y complicada, y se resuelve en un elenco de primera; mientras la otra no pasa de una dramaturgia tan simple que parece a propósito para avergonzar a la honorable tradición francesa. No es que Lady J esté mal, sino que no alcanza para eso, más allá del bucolismo precioso de su fotografía; que contrarresta la debilidad del filme con una maestría digna de mejor empeño, y nada más.

Peor que eso, más que nada más, la película parece ir en su propia contra, con un elenco desigual; que va de lo anodino en la estelaridad innegable de Cécile de France, a los torpes movimientos de teatro escolar de Laure Calamy. Entre ambas hay todo el espectro de actuaciones, que va de lo regular a lo pésimo; con la sola excepción de la serena Alice Isaaz, de cuyos clichés hay que acusar al simplismo del director. La historia narra la venganza de Madame de la Pommeraye (Cécile de France) contra el Marqués de Arcis (Edouard Baer); que aprovechándose de su franqueza y amistoso liberalismo, la seduce para luego abandonarla en pos de otras aventuras. Para su venganza, la de Pommeraye usa a una aristócrata caída en desgracia y a su hija, a las que rescata de un burdel; tejiendo una red de ensueño y romanticismo alrededor del incontrolable marqués, que por supuesto caerá en su juego.

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El problema con esta trama es el simplismo casi ofensivo, que gasta los recursos del cine en una simple fábula moral; con un encuadre final más o menos ambiguo, en el que la despechada no está segura de haberse salido con la suya, mientras el marqués termina felizmente casado. En el entretanto, en alguna escena la despechada muestra la dureza de su determinación ante una mujer asombrada de su irracionalidad; pero no es suficiente para sacar al drama del pozo de su propia ingenuidad, que parece fatal. Por ningún lado asoma la humanidad de los personajes, mejor resuelta en la tradición de literatura juvenil como la de Víctor Hugo; que con El conde de Montecristo dejó sentenciada la pobreza de cualquier ánimo de venganza, con mucho menos recursos. Más desgraciadamente aún para este filme, no puede evitar la referencia a ese icono que es Dangerous Liasions; un drama de cuya retorcedura cuelgan las más complejas personalidades, como para mostrar por qué se habla hoy de decadencia en el arte.



Wednesday, March 6, 2019

Nuevamente, Condenados de Condado


Lo peor que se puede hacer con la literatura es reducirla a un valor testimonial, que no posee siquiera por su naturaleza reflexiva; ya que en la individualidad de la experiencia de que depende, pierde todo vínculo directo con la realidad a testimoniar. No obstante, es sin dudas un acercamiento a ella, cuyo valor en tanto reflexivo es también cognitivo; sólo que no hay que confundir el conocimiento —que siempre es concreto— con un discurso, que es ideológico y en ello genérico. Condenados de Condado tiene esa ambigüedad sin embargo de la literatura apologética, que adelanta un discurso; pero —y he ahí la maravilla— lo hace sin desbordarse de su propio sentido estético.

En eso reside el valor de ese libro, elogiado con razón por grandes, que vieron en este el trazo de una estética singular; no importa si esa singularidad se perdiera después, en los otros devaneos de su autor, que no es el primer autor que diluye su grandeza. Ese no es el tema aquí, sino el valor propio de Condenados de Condado, que puede perderse como su propio autor; porque por la sensibilidad del objeto concreto que toca, está destinado a esconderse en el estigma moral de su ideología. De evitar eso es de lo que se trata aquí, porque ese libro es un fenómeno valioso en su singularidad; como todo lo que lo acompañó en su tiempo, que era trágico y sangriento, esplendorosa y cruelmente épico.

El dilema es moral, y proviene de la ausencia de un experimento del mismo tipo en la contraparte; porque no hay que dudarlo nunca, Condenados de Condado es un libro apologético de la revolución cubana. De hecho, el trazo estético consiste en que equivale al fenómeno de la literatura de la revolución mexicana; reinando como un único ejemplar, de un esfuerzo multitudinario que se frustró en la mediocridad. Eso se debe a que, como el mismo autor afirma en su edición por Biblioteca Breve (2000) él encontró el tono; a diferencia de todos los otros esfuerzos en este sentido, que se diluyeron en el discurso; y de él mismo, que en su evolución posterior sucumbió al vedetismo de la anécdota fácil y cínica. En ese sentido, el libro exige cierto distanciamiento, puesto que los tiempos no son los mismos; ya la revolución cubana no es una épica sino un sin sentido, y disipó su gloria en la crueldad de sus modos.

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Eso ha permitido comprender a la otra parte, que emerge lastimada por la difamación y recupera su dignidad; pero a esa otra parte, precisamente por su extrema carnalidad, le falta ese fenómeno estético que le arme su propia épica. Que quede claro, el fenómeno en sí es histórico y por ello es pasado; es en esa pérdida de actualidad que la parte ultrajada no puede oponer una reflexividad estética, una épica propia a esa epopeya oficial. Se pueden alegar los casos, pero todos serán discursivos y no reflexivos, que es en lo que no son épicos sino panfletarios; porque ya esta contradicción a perpetuidad es moral y en ello política, de ningún modo estética.

Igual eso no debería ser grave, porque la epopeya es compartida, como siempre ha sido desde aqueos y troyanos; las víctimas están incluidas junto a los victimarios, y de hecho se confunden entre sí, por la complejidad del panorama, que lo hace profundo y dramático. Esos son los peligros que pueden perder la cualidad estética de este libro, agrandados por el ego de su autor; porque a la dificultad extrema de un mercado saturadísimo, se une la desagradable referencia de su autor. No obstante, como para monjes fervorosos —que no para estudiantes— está este libro del pasado; igual que las otras gemas que parió la confusión de su tiempo, cuyos autores como este degeneraron en la trampa de sus respectivas circunstancias.

Ver
Como en un consejo de vecinos —que no un concilio eclesiástico— todos ahora se vituperan y lanzan invectivas rebuscadas y neobarrocas; se lanzan la culpa unos a otros, en un inusitado partido de football —el de rugby— y se celebran el espíritu deportivo. El público desinteresado sabe que las escuelas han sobrepoblado los equipos con sus becas, ya nadie es un titán como los de aquellos tiempos; tampoco es que tenga que haberlos, son otros tiempos y no aquellos, aunque igual compitan como si los jueces no supieran lo de los esteroides.

Tuesday, March 5, 2019

Inguanzo, o del NeoModernismo


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Que el arte —y la literatura en él— esté en decadencia o no es discutible, no lo es la saturación de su mercado; razón por la que no importa el talento individual, ya nada asombra o comunica algo especial, puesto que se ha perdido la excepcionalidad. Eso es una pena, pues gracias a esa normalización, la reflexividad ha devenido inocua en el arte, que desfallece en fruslerías y banalidades; después de todo, sólo esa capacidad le habría comunicado la calidad estática de la profecía en que se sustentaba como un fenómeno seudo religioso. Doble pena esa saturación del mercado literario, que repercute en banalización de la reflexividad estética; porque es por esa declinación que pocos podrán gozar de la retorcida sutileza del Modernismo en Rosie Inguanzo.

Es obvio que se trata de un neo modernismo y no de modernismo, siquiera por el tiempo y la circunstancias que lo determinan; eso es lo que la hace interesante, aunque sólo para los muy especializados que van a la poesía por algo más que el talento personal de alguien. A Inguanzo le está negado el Modernismo, del mismo modo que a un contemporáneo le está negada la antigüedad; porque no es su circunstancia, aunque eso no le impida usarlo como su propio referente formal, para conseguir con ello las más inusitadas formas.

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Eso es lo que no es banal en modo alguno aunque sí un poco retorcido, como la estética jodida que ella misma reclama; distanciándose de aquella sublimidad artificial que nos diera florituras como las de Juana Borrero, Mercedes Matamoros o Nieves Xenes. No hay que llamarse a engaño, toda la literatura femenina es revolucionaria porque ocurre a contra pelo de la heteronormatividad occidental; incluso o más aún en el caso de las modernistas, que sentaron las bases para la violenta floración de las postmodernas, que ya son otra historia. Pero también es cierto que se trata de un acercamiento negociado, como de quien no quiere la cosa; son las postmodernas las que ya se distancian con un objeto propio del de esa heteronormatividad, y es a estas a las que es más cercana la poesía de Rosie Inguanzo.

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Sin embargo, el juego literario de Inguanzo es retorcido, porque su objeto poético no es ni siquiera postmoderno; sino que inevitablemente contemporánea, su poesía es sobre todo existencial y coloquialista. Eso, no obstante, lo hace desde una catarsis implosiva como la de las postmodernas, que se conocieron a sí mismas; y para esto, más retorcida aún, usa los objetos de la fruslería modernista, proponiéndose entonces desde un juego de espejos.

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Todo eso sería más fácil de comprender —y menos dramático— si no padeciera el prejuicio tópico con que los críticos vigilan el arte desde su erudición; como el de ese terror a la primera persona del singular, que entonces se camufla en la segunda y hasta en la tercera y en el plural; porque no hay nada más cómico que esa exigencia de la ley de que se la viole constantemente, para escondido éxtasis del sacerdote condenante. Los críticos, perdiéndose esta retorcida singularidad estética, se recrearán en lo que dice Inguanzo; que no es más interesante que lo que no dice, porque al final se trata sólo de una experiencia, incluso si existencial; y es en la forma en que lo dice que depara las sorpresas, con esos giros limpios y sus imágenes cerradas, que es como se hace la literatura.

Quizás le convenga a esta mujer —que niega estar en algún estado de madurez literaria— creerse la princesa de su cuento, como en definitiva lo es; porque son esas sus escaras y son esos sus miedos, y es a ella a quien mira el mundo con su cara de emperador chino asustador. Después de todo, no es un mero lugar común que un hombre sea todos los hombres, sino que lo afirma el indeterminismo cuántico; esa es la razón de que toda reflexión interior sea del exterior, con esos modos de la magia simpática del catolicismo, cuya apoteosis fue el Barroco y no la ingenuidad primitiva de los primeros cristianos. Entre los logros geniales de este poemario estaría la singularidad de que su neomodernismo no sea cubano, aunque contenga referencias en su propia base modernista; pero consigue en ese juego de espejos contrapuestos de la carga existencial, esa otra connotación de la universalidad del hombre; que no sólo es el hombre sino el mismo en la debilidad de su dasein, como una insólita caída de ojos de Dios.

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