Thursday, January 17, 2019

Performance


Cuando Beyoncé sacó su álbum Lemonade, se le relacionó con la posibilidad de una infidelidad de su esposo; se pasaron por alto los méritos artísticos tanto de la propuesta total como de esa canción en específico, y se concentró la reacción en el chisme. Lo cierto es que todo el álbum es una catarsis existencial, centrada en la raza como problema político; como queda en claro la reacción virulenta del público mismo a su actuación en el medio tiempo del Superbol de aquel año (2013), con Formation. En esa época la artista viaja a Cuba, y corren a los rumores de una iniciación en la Regla de Osha; su trabajo, en todo caso, cobra una textura étnica de la que al menos no había hecho gala hasta entonces; ni siquiera por el tremendo filón comercial que siempre significó, en un mercado manipulado por la tradición seudo liberal del intelectualismo norteamericano.

En la misma tradición de la Regla de Osha cubana, es habitual la referencia a esta catarsis en mujeres cantantes; que identificadas con la diosa Oshún derivan en una suerte de locura, no siempre en un sentido positivo o reivindicativo. Así, el nombre de Beyoncé se vería respaldado por el de divas cubanas como —entre otras— Celeste Mendoza y Rita Montaner; hecho respaldado por la participación en el álbum, siquiera en cameo, del dúo Ibeyi, de las hermanas Lisa y Naomi Díaz, también cubanas. Esto es interesante, porque Beyoncé proviene de la fuerte tradición de la música popular de los negros norteamericanos; precedida por Whitney Houston, en quien se inspira y cuyos pasos en principio sigue, como esa cantante negra exitosa para los blancos.

La misma Whitney es un caso parecido, sólo que sin esa catarsis que la haga derivar en un sentido étnico; más bien como una conclusión existencialmente estrepitosa, que con Beyoncé se redetermina a un nuevo nivel. En este sentido, más allá del propósito político, e incluso de la posible anécdota de infidelidad, lo importante es la performance misma; en una artista ya controversial en todos los sentidos, desde los dúos freak con Lady Gaga hasta las acusaciones de plagio, con coreografías claramente inspiradas en éxitos ajenos. Se trataría aquí de esa ambigüedad de la actuación, que se abre como una manifestación del espíritu; y que en este caso sería el de Oshún como una naturaleza, aunque normal y desgraciadamente confundida con mitos urbanos como los de los Iluminatis.

No se trata de si el mito de los Iluminatis es cierto o no, ni de su Beyoncé es una princesa de ellos o no; sino de la humanidad que se quiebra en el arte, dando lugar a la manifestación más pura del espíritu; y que incluso si extremadamente individual en la performance, es en ello que refleja una naturaleza y una dinámica, de valor absolutamente existencial. Sería en ello que resida la función reflexiva del arte, como comprensión de las determinaciones trascendentes de la realidad; inevitablemente en decadencia como práctica, debido a la suficiencia desarrollada por las ciencias convencionales al respecto, pero todavía pertinente.


Tuesday, January 15, 2019

Nymphomaniac


En La conjura de los necios, Ignatius J. Reilly afirmaba que los problemas se debían a la incomprensión de la teología y las matemáticas; lo que formaba parte de su carácter esperpéntico, pero era la postulación de la estética como explicación del mundo. Lars Von Trier es como Ignatius, un personaje esperpéntico, aunque en un sentido trágico de ese existencialismo trascendentalista; y Nymphomaniac sería su mejor tesis en esa dirección, con poder incluso para resumir con un discurso lógico su compresión tan abstrusa del mundo. Por supuesto, es Von Trier, el creador de Dogma 95, que es exactamente lo que se cumple en esta película; aunque ya planteado en la intuición de Dogville, con esa teatralidad que va siendo su signo peculiar.

Es curioso que de todo su cine, sea únicamente en este que se cumpla por completo el propósito de Dogma; de modo que todo lo anterior haya sido una simple progresión, conduciéndolo hasta esta apoteosis triunfal. Por supuesto, hay que tener este interés esteticista incluso para sólo consumir este filme; que es masivo y aplastante, elefantiásico, como todo su cine, que es así un cine de ensayo y no exactamente comercial. No hay que llamarse a error, todo producto —y todo cine lo es— es comercial, pero respondiendo a nichos especializados; algunos de los cuales, como este al que se dirige Von Trier, caen en el oxímoron por su extrema especialidad. Es debido a ese elitismo que su cine resulta controversial y difícil, sobre todo este filme; que con la polémica banal de su sexo explícito —y si se usaron o no prótesis y dobles— obvia esta peculiaridad suya.

Nymphomaniac es así el planteamiento del sexo como estética, en ese mismo sentido en que Ignatius postulaba a la teología y las matemáticas; lo que es un modo especialmente torcido de comprender al mundo, pero en esa misma proyección que él plantea en algún momento acerca del catolicismo. La metáfora es alucinante de tan eficiente y bella (teologal) en su exactitud matemática, para quien la pueda ver; con esa misma clave aludida, en que el cristiano progresa de la teología ortodoxa a la católica en su espiritualidad. Puede resultar así también ofensiva, de tanto elitismo que no se limita a la abstracción sino que también es heteronormativa y occidental (cristiana); con un final pasmoso pero igual de exacto y eficiente de tan desagradable, inesperado y moralmente decepcionante.

Aparte de la película misma como totalidad, podría separarse el guion que la sostiene, pero sería injusto con las actuaciones; desgraciadamente opacadas por la polémica acerca de lo explícito de las escenas sexuales. No obstante, debe quedar claro que este filme consiste en la concatenación de estas escenas; por lo que no habría podido hacerse con las mojigaterías contra las que protesta, no menos explícitamente por cierto. La protagonista lo dice, en la catarsis en que transparenta a su director, afirmando que no es adicta al sexo sino ninfomaníaca; una reivindicación propia como la que perdió a Lilit, aunque sólo sea según la parte judía —y más oscura— del espiritualismo cristiano.

Wednesday, January 9, 2019

Marguerite & Florence, las dos orillas del cine


Cuando un filme europeo triunfa, Hollywood compra los derechos para corromperlo estéticamente con su textura singular; ha pasado desde la dualidad de Roxanne (El bombero) Vs Cyrano de Bergerac, la de La cage aux folles (The bird cage) —que es probablemente la mejor— y la terrible de Three men and a baby Vs Trois hommes et un couffin. Esta vez se ha trenzado la cuerda a la inversa, y han sido los franceses los que se han inspirado en un drama norteamericano; se trata de la dupla de Florence Foster Jenkins Vs Marguerite, pero como un nuevo encuentro de titanes entre las dos cinematografías. 

Cuesta pensar que el elitismo francés se fijara en un drama anodino de los habituales en Hollywood, pero así fue; puede que porque ese drama hollywoodense, muy en su tónica de comedia ligera, mostrara su tremendo filón existencial. Lo cierto es que los franceses consiguen con este drama una metáfora de la naturaleza humana y su realidad; que no disminuye para nada la propuesta norteamericana, y hasta se distancia de ella con ese sentido propio que la hace trascendente. 

El filme norteamericano es una biografía, que recrea ese carácter freak de la cultura norteamericana; en un drama que sólo puede haber tenido lugar aquí, y que es el de Florence Foster Jenkins, la peor cantante del mundo. La factura es buena en todo sentido, con un libreto sin sorpresas y las actuaciones de Hugh Grant y Meryl Streep; ambos con esa monstruosidad de performances, él con más muecas de Jim Carrey y ella sobresaturándolo todo con su exceso. El filme francés expone en su virulencia el seco cinismo que nos ha llevado a donde estamos, con su fábula del rey desnudo; es actuado a la francesa, con comedimiento profesional, bajo la mano del director y no en función de los actores sino a la inversa.

Uno entiende por qué un filme es actuado por Meryl Streep y el otro por Catherine Frost, favoreciendo el elitismo francés; en todo caso, a los norteamericanos nunca le interesó el torcido poder de la imagen, en su seco sentido industrial. Eso no hace desmerecer a la propuesta gringa frente a la francesa, la singulariza, afirmándola en el carácter popular de su cultura; pero son dos filmes que es bueno ver por separado, no como en los otros casos, que de tan excluyentes se niegan entre sí.

Wednesday, January 2, 2019

Los inocentes (2016)


Sin las estridencias de Bird Box ni la arrogancia —justificada o no— de Roma, se ha colado en Netflix la película francesa Los inocentes; una suerte de mezcla entre el seco realismo del cine polaco, casi sinfónico, y el dramatismo un poco teatral del francés. Esa impronta del cine polaco es doblemente espectacular aquí, pues el drama se desarrolla allí y se inspira en un suceso local, pero es enteramente francés; de modo que esa estilización, que por momentos recuerda a Kawalerowicz, es de algún modo un homenaje a su propia referencia. Puede que sea casual, pero el drama es el conflicto de un convento polaco; y uno de los filmes más importantes de Kawalerowicz es precisamente Madre Juana de los Ángeles, para acudir al mismo marco.
En este filme, en todo caso, el relato es más concreto e inmediato en su sentido histórico; relata el drama de una doctora francesa, destacada en Polonia al final de la II Guerra Mundial. La doctora se ve envuelta en los conflictos de un convento, víctima de la violencia de la guerra; esta vez del salvajismo del ejército ruso, que sometió a las monjas a violaciones sistemáticas, dejando secuelas no sólo psicológicas sino también sociales. La película sirve no tanto para denunciar el salvajismo —que es lo de menos— como para revelar las complejidades y contradicciones de la vida; bien que de paso airea el profundo resentimiento nacionalista y conservador de la cultura polaca, ante el abuso de la hermandad soviética. 
También conocido como Agnes Dei, la película igual recuerda una aproximación parecida con el mismo título; cuando en 1985 Norman Jewison estrena Agnes of God con Jane Fonda, y confronta a una psiquiatra y a una madre superiora. En este caso la brutalidad de la historia no apela a una curiosidad más o menos esnob sobre la vida religiosa; sino que se concentra, con cierto distanciamiento, en los conflictos y contradicciones que genera la disciplina, como quizás la más torcida e inevitable de las pretensiones humanas. Retratada en puros retablos manieristas (¿Zurbarán?), es un prodigio de locaciones y ambientación; y es también uno de los acercamientos más sobrios y certeros a la femineidad, pero no como ideología sino como naturaleza.
El libreto mantiene la tensión en todo momento y es avaro en sus anticlímax, por lo que la tensión es intensa hasta el fin; y lo hace con diálogos parcos, que reflejan en mucho los caracteres que los emiten. Las actuaciones son sobrias pero espectaculares y bellas, manteniéndose en el límite tras el que se robarían el filme; pero es evidente que la directora (Anne Fontaine) sabe lo que hace, y lo mantiene todo bajo el puño. La película ofrece así una reflexión desencantada pero optimista en su modestia, sobre la vida en general; pero más específicamente sobre la vida de las mujeres, que no son sólo estas monjas perdidas sino toda naturaleza en sí. 

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