Wednesday, April 29, 2015

Regreso a Ítaca, entre Kavafis y la Mistral (La reseña)

Esta película prometió la catarsis reflexiva de una generación que reclama el derecho a llamarse perdida, y que es fiel al suprematismo ético —que es lo que entiende por poético— de Kavafis; su primera dificultad en este sentido estaría en el guion y la dramaturgia de Leonardo Padura, hábil en lamentaciones. Quizás la dificultad está en las mismas expectativas antes que en una incapacidad del autor, que es sin dudas talentoso; pero que a diferencia de Ulises no cuenta con los ardides protectores de un numen, y así tiene menos suerte que su personaje de Eddy, que al menos pretende el cinismo; aunque no lo consiga, por esa absurda manía de insistir en atribuirle un fondo bondadoso, que en verdad ya lo haría esquizoide. En realidad, Regreso a Ítaca enfrenta más dificultades dramáticas que la Odisea, con necesidades más perentorias que la poética del otro griego maravilloso; pero todas comenzando por ese protagonismo de un autor, que pretende la facultad del rapsoda, cuya función sin embargo era transitiva y no crítica. Técnicamente, la película aporta por fin una fotografía de sello al cine cubano, pero falla por muchas otras cosas; comenzando por unas actuaciones mediocres, que ni el gesto preciso de Isabel Santos ni la excelencia de Néstor Giménez pueden salvar; mucho menos el esfuerzo de un sobre explotado Jorge Perugorría, al que insisten en encasillarlo en papeles de tipo duro que le quedan grandes, porque se trata de un character y no del clishé de un perfil.

El problema de fondo, más allá de Perugorría, es que las actuaciones necesitan un drama que contar; es decir, una historia que aquí no existe,  porque la inmadurez cultural y el berrinche político de adolescente tardío no son una historia. Peor  aún esa manía de poner la sabiduría responsable del numen en la otra ambigüedad de un personaje de apariencia precaria pero fuerte personalidad, como el de la madre del pobre Aldo. Laurent Cantet, el director, aporta una dirección que a diferencia del guion y los personajes sabe lo que quiere; pero eso es más de lo mismo, byside unos encuadres perfectos y una gran dirección de actores, porque el problema sigue siendo de dramaturgia. En ese sentido, Cantet es hasta fiel a sí mismo, utilizando los lloriqueos de Padura para resolver sus propios problemas como utopista francés; aunque eso lo que signifique sea otra disección antropológica, en la que el eurocentrismo vuelve a sus experimentos con el buen salvaje; que para eso es quien tiene la plata que respalda todo suprematismo, y que es en lo que el resto de los involucrados se rebajan al mismo jineterismo que tanto lamentan. Con ese medio Olimpo en contra, Padura enfrenta la tarea de seguir llorando sus miserias generacionales; algo que se da mejor en la literatura escrita, porque el poder reflexivo de la imagen resultaría ralentizado en el proceso de la lectura; que no es únicamente visual, y que aun así ya puede perder eficacia por lo reiterativo, como es su caso.

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Esto es entonces una suerte de oportunismo dramático, cuyo defecto estaría en que se limita a redundar sobre sí mismo; a menos que la tan pretendida catarsis se esconda entre los vestidos de la cruel Paradoja, la de duros dedos, y consista en este hastío ante tanto quejica incapaz de lidiar con sus problemas. En verdad, y como oportunismo dramático, sería un fenómeno del que no escaparía ni el clasicista del cine cubano que fue Humberto Solás; cuando al iniciar su trilogía populista con Miel para Oshún, el mismo Perugorría —¡aún!— hiciera aquella falsa catarsis en un parque de pueblo pequeño, con la excelencia de —adivinen quien— Isabel Santos como partenaire. Como oportunismo en todo caso, es ya cansino además de ineficiente, pues ni los mismos judíos ortodoxos que son tan vigilantes y justificadamente obsesos lloran tanto; cuando lo de ellos no fue la frustración de no poder ser militantes del Nacional Socialismo que detestan, sino la saña del exterminio consciente y sistemático. Tratándose de sublimidad poética, antes que recurrir al lirismo de Kavafis pudieron decir Todas íbamos a ser reinas con la Mistral; eso le vendría mejor a tanta lloradera que sólo se basa en un excepcionalismo infundado, y que vuelve a escamotearse la realidad de que los hijos de puta de siempre tienen nombre; porque contra la ladina tesis del filme, todos fuimos y aún somos culpables y cómplices, algo que mientras no enfrentemos no nos dejará madurar en paz.

Sunday, April 26, 2015

Mario Vargas Llosa y los peligros de la imagen

Por Ignacio T. Granados Herrera

Foto: C. Rosillo (Reuters)
Una vez más, Mario Vargas Llosa hace gala de sus prerrogativas como el último de la era de los grandes y advierte del peligro de la palabra escrita; afirma, y obviamente con conocimiento de causa, que la desaparición de la palabra escrita reemplazada por la imagen compromete la libertad, la imaginación y otras instituciones como la democracia. Ya habría un contrasentido de inicio que le debería haber hecho enarcar las cejas ante su propia barbaridad y desvanecerse en un tartamudeo; pues es difícil concebir que la imagen sea lo que ponga en peligro la imaginación, que bien mirado es lo que la crea; y que justo por eso se llama imaginación, explicando que incluso los más áridos conceptos no pasan de ser meras imágenes de sentido convencionalmente atribuido. El problema es que como Mario Vargas llosa pertenece a una generación que se realiza precisamente en la cultura del libro impreso, sus temores son como los de los del fin del mundo maya; porque en realidad lo que se estaría comprometiendo es el estilo de vida que lo sostiene como al último patriarca, de una era de la que ya sólo quedan los recuerdos.

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Mario Vargas Llosa podría recordar, por ejemplo, que la democracia es un modelo político muy anterior al invento de Gütemberg; y que precisamente, además, su relativa eficacia está siempre comprometida por el elitismo innato a la cultura libresca de los modernos; incluso él mismo, que suele hacer gala de esa arrogancia que ya parece natural a los parámetros de excelencia intelectual modernos. De hecho, no sólo la democracia como modelo político es muy anterior a la cultura del libro, sino que ese elitismo que la amenaza constante proviene del autoritarismo moderno; que es tan viejo como la democracia, pero que en la Modernidad revistió los lauros librescos del despotismo ilustrado, poniendo los tomos a los pies de los tronos. Sin embargo, y más allá aún de eso mismo, la asombrosa omisión de Vargas Llosa es incluso de carácter antropológico; es decir, científica, teniendo en cuenta que se trata de los procesos en que ocurre la reflexión, que muy modernamente Vargas Llosa confunde con la potestad del discurso. En efecto, Vargas Llosa afirma que el libro ayuda a los procesos reflexivos, lo que es cierto sólo en principio; un principio constantemente distorsionado, por esa altanería con que los ilustres nos imponen sus discursos iluminados en razón de —¡no!— su elitismo.

El principio, de naturaleza antropológica, indica que el proceso reflexivo sufriría un desarrollo apoteósico a partir del alfabeto; que no es lo mismo que el libro, y sólo se refiere a la capacidad de
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elaborar ideas sobre un espectro referencial ya organizado, que admite formaciones más complejas y sutiles. Es decir, algo que ya se habría resuelto con la tradición oral en que se hicieron las grandes epopeyas, y no con farragosos discursos supremacistas; como esa manía de los modernos de andar enseñándole ética a la gente, dígase que Roseau con el Emilio o Voltaire con el Cándido, en una recurrencia que pareciera encubrir pasiones pederastas. Al fin y al cabo, su misma literatura —que es magnífica— es rica en sentido recto y no en las reflexiones analógicas de la parábola; que sería lo que explique esas filias y fobias con que dicta al mundo lo que debe hacer para seguir pagando los tributos y viáticos que le dan sentido de magister.

Vargas Llosa, como un dinosaurio, sólo estaría viendo remecerse la tierra bajo sus pies en lo que sin dudas es un proceso de extinción masiva; pero que no sería necesariamente el fin de la tierra o de la raza humana, sino sólo de esa generación que cumplió su propósito y que ya es hora de que deje los escenarios. No hay dudas de que la cultura se mueve en favor de la imagen, lo que no tiene que ser un retorno a la barbarie; esas alarmas más bien recuerdan las cautelas católicas ante la potestad de las gentes de tener una cultura secular, no sometida a los arbitrios de una élite iluminada. El retorno a la imagen bien podría significar una madurez de los procesos cognitivos, que les permitiría prescindir de los soportes sobre los que tuvo que desarrollarse; algo así como la iluminación del quinto sol mexica, que fue sin dudas oprobiosa pero permitió esta expansión de la excelencia tecnológica de Occidente, más grande que la tan ilustrada modernidad.
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Friday, April 24, 2015

La filosofía como meme

Un meme filosófico se burla de Fernando Savater, comparando su Ética para Amador con la Fenomenología del espíritu de Hegel; en una caricatura en la que una niña de dramática inocencia —acaso Sofía la del mundo— le dice a su padre que ya lee filosofía. La pueril crueldad del meme es contestada con la indignación no menos pueril de un comentarista, que defiende la simplicidad sintáctica del mexica ante la dificultad extrema del alemán; como si el problema fuera de estilos de redacción antes que relativo a la complejidad del objeto que los distancia, en una pugna ya iniciada al comienzo de estos tiempos de la contradicción occidental. En efecto, sería cierto que Savater y Hegel coinciden en la naturaleza filosófica de sus esfuerzos; pero no sería menos cierto que esta naturaleza —naturaleza al fin— es pródiga en objetos, tan propios como disímiles. En este caso, por ejemplo, el objeto del mexica es obviamente ético mientras el del
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germano es también obviamente metafísico; obviedad que no obstante su evidencia continúa enfrentando a críticos y apologetas, ya desde que uno calificara a las escuelas éticas de Atenas como menores; ante la magnificencia estructural y cosmológica de platónicos y aristotélicos, calificados con no poco orgullo de mayores, y por lo mismo igualmente denostados. 
Casos ha habido de tratar de disolver ese objeto metafísico, en el esfuerzo absurdo de democratizar las estructuras de pensamiento; como cuando los investigadores postularon que los libros de la metafísica de Aristóteles fueron llamados así en el interés filológico de su compilador, y no porque tuvieran un objeto propio. 

Más contemporáneamente, esa raza extraña de los postmodernos provocó una crisis, cuando en vistas de la insuficiencia de su estructuralismo devinieron en un poco más funcionalistas; pasando a llamarse posestructuralistas, para continuar increíblemente esa pueril perpetuidad del conflicto aparente, en vez de zanjarlo con mejor juicio; que al fin y al cabo, tanto el culturalismo antropológico como la evolución puntual de los fenómenos en su propia y respectiva diacronía habría respondido a esa naturaleza complementaria; por la que lo real, que sólo existe en los objetos concretos en que se realiza, lo haría
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justo en la funcionalidad estructural en que se organizarían los mismos. El conflicto sería entonces propio de las prácticas que lo enfrentan, no algo consistente en sí mismo sino la esencia misma de toda escolástica; cuyo objeto no es precisamente la solución de problemas reales sino la perpetuación de los ficticios, de los que derivar entonces un estilo de vida. Ingenuo el animal de costumbres, que se agita ante el señuelo que lo desafía sin percatarse de que es un señuelo; o peor aún, en la pretensión de que por su espíritu práctico no puede detenerse a reflexionar sobre la naturaleza diversionista del pañuelo rojo que ante él se agita.

Monday, April 20, 2015

Contra los dogmas del estilo

Por Ignacio T. Granados Herrera

Contra los dogmas del estilo se puede esgrimir su misma naturaleza teórica, lo precario de esa realidad que postulan; como cuando blanden a Hemingway —no hay muchos más—, olvidando que ya es imposible leerlo sin saber que se le está leyendo, probablemente gracias a ellos mismos. Lo mismo puede decirse de cualquier ícono, que lo es justo porque ha marcado un estilo y no porque pasara desapercibido; desde los retruécanos sintácticos de Borges —¡ah!—, que logra imponerse a la descorazonadora simpleza de sus escribas, y hasta el Lugones que se los legara como un guiño. Igual la despreocupación de Cervantes, que lo deja al buen hacer de sus técnicos de edición y se dedica a la vivacidad de sus personajes; o el Shakespeare que recogió la tradición homérica de inmortalizarse como adjetivo para justo marcar la diferencia, y así ad infinitum. Más aún en la objetividad prosopopéyica, en que los gerundios sí enfatizan los giros de la metáfora al darle textura fonética; o el encabalgamiento infinito del punto y coma, que redondea las imágenes más complejas, cómplice con la realidad del objeto antes que con la vagancia insuperable del lector.

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Es cierto que el efímero esplendor del periodismo norteamericano —que ya no es nuevo— ha conseguido determinar el mercado; pero el mercado no es lo mismo que el objeto de mercado, que tiene una realidad propia con independencia de su suerte, y con la que descubre a sus mercenarios. Los dogmas literarios son entonces respecto a la literatura lo que los teológicos respecto a Dios, un gesto apenas; pero un gesto que no sólo es patético —que el patetismo es dramático y con ello aporta significado a la metáfora,  sino que además es contrario a la naturaleza misma del arte; cuyo sentido no será nunca la banalidad de un discurso inútil por lo fáustico, sino la reflexión misma en que la realidad muestra impúdica sus paradojas. Paradiso, para el último ejemplo, es de cierto una novela horrible, pero por lo farragosa e inútil de una dramaturgia que se rebaja a sagas familiares del peor realismo mágico, entonces en boga;  y no por el estilo, que es en últimas el que le da sentido y rescata esa dramaturgia como el mejor ensayo de estética, narrando la crisis ontológica que no vio el bueno de Gombrowicz; por la que las contradicciones insolubles del pensamiento occidental —planteadas en el dicotomismo recurrente de Herman Hesse— encuentran solución, justo por el sinuosismo de su neo Barroco.
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Del Ser

Por Ignacio T. Granados Herrera

Una mujer se tatúa una serpiente o una tortuga —o un murciélago— en su muslo izquierdo o derecho, y cruza la pierna mostrando el tatuaje con descuido; un poeta la ve, se obnubila con la morbidez de esos muslos, incluso si decrépitos, y dice que Isis lo mira desde esas piernas, a cuya dueña nombra —sin que ella se entere— Ingrid. Un hombre aburrido recoge un papel desechado en la calle, piensa en la inconciencia ciudadana, y nota las letras temblorosas; lee la fijeza —que puede ser amenazadora o amante— de la diosa, cuyo busto le deslumbrara hace dos días en la tarjeta de un museo. En realidad el busto era de Cleopatra y se trataba de un dibujo que recreaba el estilo ptolemaico como decadencia del arte egipcio en la renovación helénica; pero el tipo, que es conserje en el museo, no sabe eso ni le importa, sólo asocia la postal con el nombre de Isis flascheando sobre alguna vitrina, y por eso comprende un misterio cosmológico.

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Decir que comprende para aludir al golpe intuitivo de la corazonada puede ser excesivo, pero en realidad eso tampoco importa; más grave sería la corrección necesaria que actualice las referencias para evitar problemas, aclarando que donde dice cosmológico debe decir epistémico. De modo que en su azarosa casualidad poco importa lo que de hecho sea nada, pues más allá de eso lo importante es que significa; y aún eso que significa tampoco es importante, de hecho también es casual y aleatorio, sino que lo importante es el hecho mismo de la significación, con ese dramatismo de la sinapsis que ocurre. 

No es que el hombre sea la neurona, porque tanto el trío de inocentes cómplices como el objeto del tatuaje y las referencias serían la sinapsis misma; el sujeto de conocimiento, el ante real al que le ocurren, tiene una vastedad más inmensa que la de Dios, que es una propiedad suya. Así de desmesurado y terrible es el Ser verdadero, que la divinidad terrible que a todos asombra con su potestad es apenas una propiedad suya; como el nicho que nos acoge y protege en la inmensidad de ese ser tan inconcebible que es inconcebible para el conocimiento mismo que es Dios, mirando sérpido desde unos muslos.

Tuesday, April 14, 2015

Acerca de la teoría del Caos y la naturaleza de Dios

Por Ignacio T. Granados Herrera

La gente se asombra ante las simetrías que le revelan una voluntad sobrenatural, cuando lo sobrenatural sería la formación asimétrica; porque es ley de la física —que es de la naturaleza— que toda formación ocurra de modo ordenado, y no hay orden más estricto que el de la simetría. No es que no exista la medida aurea, sino que su valor estaría precisamente en su estricta naturalidad; que es por lo que sería obviamente reducible a las formas matemáticas que en últimas también explican la música, sin que esta tenga otra divinidad que su misma naturaleza racional. En ese sentido, Dios puede ser —¿cómo si no?— la gran metáfora que condesciende a la parcialidad del conocimiento humano; no como algo que tenga que ser superado en alguna madurez, sino en esa forma natural en que el antropomorfismo es el modo también natural de reflexión.
Nada contra esa suprema exaltación en que el ser humano se integra al entorno, e intuye esta sistematicidad; en la que se engarza todo lo natural como una extensión, para conformarse como el objeto supremo de toda realidad. Intuición que ha de ser inevitablemente extática, porque se trata de un esfuerzo de conocimiento que sobrepasa al sujeto en la desmesura del objeto; y que se revela no sólo en esta desmesura sino incluso en el drama de su propia realización, es decir, las relaciones funcionales en que se organiza; resultando entonces en la comprensión del Cosmos como la saga en que todos los mitos se continúan a sí mismos, atravesando incluso las más disímiles civilizaciones, para reducir toda realidad a su antropología.
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En ese sentido, sobrenatural habría sido el esfuerzo de simplificación extrema en que eso natural se ha constreñido al sentido recto; pero como incluso una sobreposición sería imposible por principio, a menos que sea en esa forma gentil de la metáfora, ese esfuerzo resultaría entonces en antinatural. Eso sería lo que explique los desastres que se ha atraído el hombre con su fausticidad, en un drama encriptado ya en el mito de la pérdida del Edén; que habría sido el de la pérdida de nuestra animalidad, para en el intento de sobreposición a la naturaleza actuar en contra de ella; en un acto tan patético que sólo consiste en la mueca con que vemos sucumbir nuestras soberbias ciudades bajo la majestad con que extiende su sayo el mar, o cuando la montaña desfallecida se sienta en nuestros pavimentados caminos.

Monday, April 13, 2015

¡Eduardo Galeano, el último rapsoda!

Por Ignacio T. Granados Herrera

Con ese despiste alevoso del intelectual del siglo XX, Eduardo Galeano tuvo la mala pata de morir a la vez que el laureado Gunter Grass; lo que lo confirmaría en esa torpeza con que siempre estuvo en el lado erróneo de la sociología, militando por la izquierda cuando ya era demodé. No obstante este decadentismo revelaría la paradoja de su valor, que no por increíble sería menos eficiente; justo cuando en el más patético de los actos literarios, rescata la metáfora para resolver un drama ideológico,  en tiempos de basto didactismo. Justamente esta coincidencia con Grass ante la puerta de marfil se presta al juicio tendencioso, con toda la beatería perjurando el amor por la seca aridez del alemán; cuando lo cierto es que Grass era mucho más pobre y discursivo que el rico formalismo de Galeano, no importa su amaneramiento político. De hecho, de eso se habría tratado, de manierismos, si en definitiva el arte literario —arte al fin— tiene valor formal; y hasta la retorcida sencillez del germano aspiraba al giro imposible, en ese drama surreal y denso que se
gastaba, pero que desgraciadamente no contaba con un fraseo suficiente; en ese funcionalismo sintáctico de un realismo por carambola, que lo alejó en su canon criticista (¿afrancesado?) hasta de los gloriosos trágicos de que se vistió la germanía. Galeano pudo ser así el último rapsoda, que encriptara toda la metafísica en ese desfallecimiento de la dama esquilmada; mientras Gunter sería el gran historiador, Galeano era el poeta que en su inconciencia y su ceguera pulsaba el laúd sobre las miserias de la peste.

Galeano llegaría a afirmar que no volvería a escribir ese libro maldito que le granjeó la veneración absurda de la izquierda y las burlas incomprensivas de la derecha; no está claro si eso cuenta como arrepentimiento o como apoteosis de madurez —que no son lo mismo aunque suelan coincidir—, pero sin dudas sí es muestra de desfallecimiento y confusión, puede que ante la protesta obtusa de las convenciones a las que se opuso y que parecieran haberle vencido. Nada más hay que ver el oportunismo seudo intelectual con que el falso liberalismo postmoderno lo anatemizó; oponiendo a lo que calificara como Biblia de la izquierda (Las venas abiertas de América Latina) un burdo seudo Capital (Manual del perfecto idiota latinoamericano), justifica con sofismas reductivos las tropelías del capitalismo corporativo, sin fijarse en su reduccionismo que es distinto del industrial.
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La prueba al canto, esa finta con que el escriba le critica el antropomorfismo como una trampa ideológica, para luego apropiárselo (Las raíces torcidas de América Latina); sin los mismos resultados obviamente, porque el utilitarismo no entra en las funciones reflexivas de la parábola, que si intencional ya adquiere sentido recto y se rebaja a metáfora más o menos feliz. Hoy que el mundo se dará golpes de pecho en luto hipócrita por el intratable de Grass, es probablemente más auténtico y provechoso el rescate de este otro; que siendo menor consigue la trascendencia de su dramatismo político, siempre mejor que la obtusa arrogancia intelectualoide del falso liberalismo.

Tuesday, April 7, 2015

Pasión de Safo

Entrevista a Chely Lima acerca de la poesía femenina desde su perspectiva como transgénero
por Ignacio T. Granados Herrera



Monday, April 6, 2015

Tratado de la antipoética, una declaración de amor a Gombrowicz

Por Ignacio T. Granados Herrera

Afirmar que la poesía o la literatura en general sobrevivió a la plástica en el cataclismo formal, sería lo más poético que se diga nunca; es decir, lo más frívolo y engañoso del mundo, aún si la llamada muerte del arte es discutible. En efecto, muerto o no, lo cierto es que el arte atravesaría esa crisis del cataclismo formal; y teniendo en cuenta que la naturaleza misma del arte es formal, entonces dicho cataclismo sólo puede significar su decadencia, no importa cómo se le teorice. Así entonces, podría incluso concordarse que el último momento de esplendor del arte habría sido el primero de esta contradicción formal suya con los experimentos abstraccionistas; porque justo ese último esplendor consistiría en el dramatismo de la contradicción,  superado cuando esta se establece como otra convención formal en el canon de la vanguardia. Desde entonces, todos los poetas estarían condenados a la vacuidad del retruécano y la agudeza sintáctica; como el magnífico Borges, que resume en su excelencia el siglo de oro español y el romanticismo inglés,  y en cuya corte bufonea hasta el inteligentísimo de Octavio Paz; o escribirían frases de Paulo Coelho, a veces —pocas— con más suerte que el pretencioso carioca, como Neruda antes que lo avergonzaran por el bello candor de su modernismo, maduro y espléndido.

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Eso por no incluir precisamente a la vanguardia, sobre todo la surrealista, pues se trata al fin y al cabo de poesía; es decir, no de ese falso trascendentalismo que realiza la decadencia formal rebajando la función reflexiva del arte a la mera pretensión discursiva; con una sublimación ética que desemboca necesariamente en la hipocresía, lo mismo con tratados seudo psicoanalíticos que de un narcicismo atroz (que vienen siendo lo mismo. Curiosamente, si alguna posibilidad de salvación hay para la poesía en este sentido sería —¡horror!— en la femenina; y justo en tanto —¡no, no!— femenina, que es en lo que rehuiría ese racionalismo feroz de la híper abstracción que la rebaja de reflexión a discurso de falsa sublimación ética. Eso no es extraño,  lo que decae hoy día no es la poesía en sí sino su naturaleza formal, que nace de la fuerte metáfora de la epopeya clásica como ontología; pero cuya segunda vertiente, en el bucólico sentimentalismo lésbico, atravesaría intacta todo el patriarcado y la hetero normatividad — sí, madame de Beauvoir—; hasta florecer en el erotismo grácil del modernismo femenino, que rescataría hasta a la pobre masculinidad con esplendores como ese de Neruda antes de su vergüenza o el noble de José Ángel Buesa.

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En efecto, nada más patético que la fría retórica de la poesía masculina en los modernistas, que van del amaricamiento empolvado de Darío al de Martí o Casal; que distan mucho de esa femineidad lo mismo salvaje en las mujeres (Storni, Agostini, Ibarbouru) que recatada en los hombres, como los ya mentados Neruda y Buesa (¡oh, Nervo amado!). Para el contraste, tómese el heroísmo trasnochado de Martí o de Lugones, la retórica sacrificial y vacua en su teatralidad; cuando no el fraseo que anticipa con su moralismo fácil del carioca fatal, el Paulo Coelho que los abochorna a todos. Especialmente curioso el caso de Lugones, por lo ilustrativo de esa decadencia en el manierismo que ya no es estilo sino en el vicio; para un hombre que sostiene con la mano firme de la paradoja los cimientos de la mejor narrativa, traspasado a la gloria de Borges con ese imaginario febril y tan distinto en su eficiencia del amaneramiento poético. El caso específico de Lugones es quizás el más efectivo para la ilustración, puede que por esa tensa virilidad que recorre su poesía en un discurso de nacionalismo idealista; que por ello resaltaría las virtudes del erotismo femenino por su pragmatismo, ya evidente desde el inmanentismo en que más que complementar contradice de tan rotundo el trascendentalismo idealista; en el que se amaneran hasta el vicio contra natura los modernistas masculinos, tan trascendentes y vanos como la patrística que aún sostiene la belleza poética del catolicismo, irracional y vacuo.

Friday, April 3, 2015

Leonardo Padura quiere ser Paul Auster y se parece a Pérez Reverte


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Leonardo Padura es lo que puede decirse un escritor nice, con recursos sorprendentes y carisma innegable; que desde sus tiempos en el cool team de El caimán barbudo, asumió con confianza su brillante porvenir. Así debutaría con una espléndida noveleta llamada Fiebre de caballo, que hasta incluía el mito de estar inspirada en la pintora Zaida del Río; lo que es mucho, dado el estatus icónico de Zaida desde sus días de Todo lo que usted necesita es amor; pero además, con el otro valor propio de iniciar una suerte de temprano realismo vernacular, muy necesario para reflejar el declinar post revolucionario de la épica socialista.

Así las cosas, el cinismo dulzón del antihéroe Mario Conde fue una tenue pero sobre todo muy agradable sorpresa; y el arribo calmo del escritor a las playas de la novela histórica fue punto menos que apoteósico pero también lógico, en un pulso que gana madurez al mismo paso que su complicada circunstancia se sobrepone a sus propias contradicciones. De forma paralela, la editorial Verbum habría sido uno de los pocos proyectos literarios sólidos y fructíferos desarrollado en el exilio; y que razonablemente libre de sospechas, destapa hoy una estrategia de expansión, reclamando sus fueros en las dos costas cubanas que son Cuba misma y Miami.

Nada más lógico que una apuesta por el Pérez Reverte de las letras cubanas contemporáneas, que ya cuenta con un antecedente exitoso; nada más y nada menos que su debut miamense de la mano de la librería Universal, cuyo valor editorial en el exilio cubano es de extremos políticos y también icónico. La apuesta viene con la publicación por Verbum de un libro de ensayos de Padura, bajo el título de Yo quisiera ser Paul Auster; que es donde debieran comenzar las cautelas, porque la sobria banalidad escolástica de Paul Auster no tiene nada que ver con la histeria folclorista de Pérez Reverte, y la mezcla puede ser incongruente. 

Entiéndase, Padura es un tipo cool que no tiene nada que ver con el alardoso ibérico —It's a pleonasm, I know—; pero su carrera literaria y su modelo periodístico sí y mucho, porque Padura es sobre todas las cosas un periodista que evoluciona a la novela, no a la inversa; y eso es importante, afectando la capacidad de sistematización abstracta para que sea atendible en un género como el del ensayo literario, donde aún reinan los magíster ludicae Jorge Luis Borges y Octavio Paz; bien que en ese nebuloso limbo de los mitos fundacionales, donde debe haberlos recibido Alfonso Reyes, pero aún vigentes en el recuerdo de su propia generación. Incluso el clásico contemporáneo Umberto Eco,  a caballo entre el periodismo y la novela, tiene la otra densidad del epistemólogo; que le permite ese nivel de sistematización estructurada en agudezas sintácticas, cuyo fin no es atentar contra la paciencia del lector sino respetar la complejidad de sus objetos estéticos propios.

Padura dista mucho de eso, en la otra placidez de su magisterio para el drama existencial con trasfondo político; quejica pero eficiente en su sobresaturación, que explota los escondidos recursos de un patetismo compulsivo. Si él fuera consciente de eso tendría algo interesante que decir, pero no lo parece en su carrera como articulista y no como pensador; que ciertamente da para hilvanar tramas, pero no para explicarlas en esa complejidad, y que es en lo que se parecería a la bravuconería de Reverte en la Academia Española. 

El modelo literario entonces parece caer en ese género ambiguo y propio hasta casi la exclusividad del vernáculo cubano, consistente en el discurso mismo; y en el que con más o menos inteligencia, el autor reflexiona sobre lo humano y lo divino sin mas concierto que el spam attention syndrome del lector, dando por ensayos artículos de la más variada especie. El peligro entonces estaría en que la apuesta de Verbum sea por el nombre de Padura y su supuesto ascendiente, no por su literatura; peligro doble, primero porque la fama internacional de Padura no se revierte en un ascendiente sobre el estrambótico mercado nacional —que ni siquiera existe—, sino en cierto prestigio personal; pero además,  porque eso podría derivarlo a esta otra banalidad de las pasarelas, que con público cubano no son ciertamente las que se gasta Paul Auster —y el título es ya lamentable por demás!.

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Thursday, April 2, 2015

Realismos

Por Ignacio T. Granados

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Sólo Dios sabe qué reacciones habría provocado Homero de haber escrito la Ilíada sin la participación de los dioses; simplemente porque la comprensión de la realidad los incluía, aún como su determinación lógica,  habría sido entonces incomprensible sin su concurso. Se trataría de que en tanto representación,  en literatura la realidad no es nunca la realidad sino su comprensión;  y aún esta tampoco se basaría en la realidad misma, sino en una interpretación suya, no menos espuria. Será así que toda literatura conlleve en sí misma la pretensión y voluntad de realismo, siquiera formal como esa condición suya; la tuvo el Gilgamesh y toda la vasta epopeya de la India, como la de la inagotable Europa, como no podría ser de otro modo. Otra cosa es el realismo temático, que se diferencia de lo anterior porque hace de la realidad y no de su dramatismo su objeto; y que por eso mismo es imposible incluso al reducirse a la más pura interpretación, que en ello ya es distinta de su objeto, porque esta interpretación no deja de ser espuria,  y vuelve condenada a la representación simbólica.

Eso lo demostraría la épica moderna que fue o pretendió ser el realismo socialista, sustituyendo a los dioses por ideales; no menos arquetípicos que los dioses de los que se burlaba altanero, aunque sí más pintorescos en su propia irrealidad de abstracciones más radicales que toda determinación divina. Cuando Zeus alzó su propia prepotencia contra la de los titanes, estaba sentando las pautas de la cultura en nuestra representación de lo real; 
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esa oscura dinámica que como determinación se curva sobre sí misma y gira graciosa en la dialéctica histórica. Igual que la revolución de Akenatón en Egipto, porque se trataría de la imposición de los tiempos históricos sobre la prehistoria extensa; al menos de los primeros Intentos, siempre esforzados, para conseguir ese mínimo avance con que Fi sigue siendo la cláusula de Dios, su misterioso poder y significado.

Después de todo, los sumerios afirmarían que toda construcción debía llevar alguna imperfección para su propia sobrevivencia;  ya que una excelencia suya ofendería a la divinidad, como una expansión suya en asombrosa autonomía, ilógica en ello como una soberbia. Esto último podría ser apócrifo en su monoteísmo incluso blasfemo e insólito para el panteón sumerio, que antecede a la vocación abrahánica; pero no por eso será menos exacto y descriptivo, ya que sería por la falencia de la imperfección por donde se posibilitan los desarrollos. Así también,  el fisiologismo filosófico y el racionalismo, como el realismo literario, serían el mismo gesto en su idéntica función;  otro mínimo avance,  de poco más de grado y medio, en la esforzada organización de esa artificiosidad que es la cultura como el complejo sistemático en que se realiza la naturaleza artificial de lo humano. 


Wednesday, April 1, 2015

Ligam Writing

Por Ignacio T. Granados
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Afirmar que las culturas orientales ven con más naturalidad el sexo a causa de su adoración del pene, no sólo es una falacia abominable; de hecho es de un simplismo que llegaría a lo p\ofensivo, visto el nivel de énfasis con que se le trata, con hasta festivales y ritos de fertilidad. Natural sería que lo trataran con indiferencia y no con esa veneración exhibicionista, que de paso no se le dedica a los genitales femeninos; si prácticamente hubo que condensar a toda la heterosexualidad masculina de la vanguardia, para que un sólo Courbet protestara a nombre del origen del mundo; aunque hay que reconocer que en la India, el Lingam —del dios Shiva— se representa en conjunto con el Yoni de la diosa Shakti, que es su equivalente femenino. En cambio, esa exacerbación oriental del genital masculino sería perfectamente equiparable a la pacatería judeo cristiana contra la que la enarbolan, enhiesta como su propio fetiche en gloria; porque en definitiva se trataría de esa centralidad del objeto, que todo lo determina igual desde el ostentoso Lingam que desde el silicio monástico, que sólo Dios sabe el erotismo que sublima tántrico.
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Al fin y al cabo, es evidente que de la cultura oriental lo único comprensible es el orientalismo occidental; como esa falsa serenidad del disidentismo cristiano que se refugia en el budismo, siempre obnubilado por la femenil pasividad del Yang. Igual se ve en esa otra coincidencia con que todas las religiones convergen en el culto mistérico de la cabeza, lo mismo si la rapan parcial o totalmente; o como si la cubren en esa delicadeza con que a diferencia de monjes y santeros, obispos y judíos se tapan igual la mollera.


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