Acerca de la teoría del Caos y la naturaleza de Dios
Por Ignacio T. Granados Herrera
La gente se asombra ante las simetrías que le
revelan una voluntad sobrenatural, cuando lo sobrenatural sería la formación
asimétrica; porque es ley de la física —que es de la naturaleza— que toda
formación ocurra de modo ordenado, y no hay orden más estricto que el de la
simetría. No es que no exista la medida aurea, sino que su valor estaría
precisamente en su estricta naturalidad; que es por lo que sería obviamente
reducible a las formas matemáticas que en últimas también explican la música,
sin que esta tenga otra divinidad que su misma naturaleza racional. En ese
sentido, Dios puede ser —¿cómo si no?— la gran metáfora que condesciende a la
parcialidad del conocimiento humano; no como algo que tenga que ser superado en
alguna madurez, sino en esa forma natural en que el antropomorfismo es el modo
también natural de reflexión.
Nada contra esa suprema exaltación en que el
ser humano se integra al entorno, e intuye esta sistematicidad; en la que se
engarza todo lo natural como una extensión, para conformarse como el objeto
supremo de toda realidad. Intuición que ha de ser inevitablemente extática,
porque se trata de un esfuerzo de conocimiento que sobrepasa al sujeto en la
desmesura del objeto; y que se revela no sólo en esta desmesura sino incluso en
el drama de su propia realización, es decir, las relaciones funcionales en que
se organiza; resultando entonces en la comprensión del Cosmos como la saga en
que todos los mitos se continúan a sí mismos, atravesando incluso las más
disímiles civilizaciones, para reducir toda realidad a su antropología.
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En ese sentido, sobrenatural habría sido el
esfuerzo de simplificación extrema en que eso natural se ha constreñido al
sentido recto; pero como incluso una sobreposición sería imposible por
principio, a menos que sea en esa forma gentil de la metáfora, ese esfuerzo
resultaría entonces en antinatural. Eso sería lo que explique los desastres que
se ha atraído el hombre con su fausticidad, en un drama encriptado ya en el
mito de la pérdida del Edén; que habría sido el de la pérdida de nuestra animalidad,
para en el intento de sobreposición a la naturaleza actuar en contra de ella;
en un acto tan patético que sólo consiste en la mueca con que vemos sucumbir
nuestras soberbias ciudades bajo la majestad con que extiende su sayo el mar, o
cuando la montaña desfallecida se sienta en nuestros pavimentados caminos.
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