Tratado de la antipoética, una declaración de amor a Gombrowicz
Por Ignacio T. Granados Herrera
Afirmar que la poesía o la
literatura en general sobrevivió a la plástica en el cataclismo formal, sería
lo más poético que se diga nunca; es decir, lo más frívolo y engañoso del
mundo, aún si la llamada muerte del arte es discutible. En efecto, muerto o no,
lo cierto es que el arte atravesaría esa crisis del cataclismo formal; y
teniendo en cuenta que la naturaleza misma del arte es formal, entonces dicho cataclismo
sólo puede significar su decadencia, no importa cómo se le teorice. Así
entonces, podría incluso concordarse que el último momento de esplendor del
arte habría sido el primero de esta contradicción formal suya con los
experimentos abstraccionistas; porque justo ese último esplendor consistiría en
el dramatismo de la contradicción,
superado cuando esta se establece como otra convención formal en el
canon de la vanguardia. Desde entonces, todos los poetas estarían condenados a
la vacuidad del retruécano y la agudeza sintáctica; como el magnífico Borges,
que resume en su excelencia el siglo de oro español y el romanticismo
inglés, y en cuya corte bufonea hasta el
inteligentísimo de Octavio Paz; o escribirían frases de Paulo Coelho, a veces —pocas—
con más suerte que el pretencioso carioca, como Neruda antes que lo
avergonzaran por el bello candor de su modernismo, maduro y espléndido.
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Eso por no incluir precisamente a la
vanguardia, sobre todo la surrealista, pues se trata al fin y al cabo de
poesía; es decir, no de ese falso trascendentalismo que realiza la decadencia
formal rebajando la función reflexiva del arte a la mera pretensión discursiva;
con una sublimación ética que desemboca necesariamente en la hipocresía, lo
mismo con tratados seudo psicoanalíticos que de un narcicismo atroz (que vienen
siendo lo mismo. Curiosamente, si alguna posibilidad de salvación hay para la
poesía en este sentido sería —¡horror!— en la femenina; y justo en tanto —¡no,
no!— femenina, que es en lo que rehuiría ese racionalismo feroz de la híper
abstracción que la rebaja de reflexión a discurso de falsa sublimación ética.
Eso no es extraño, lo que decae hoy día
no es la poesía en sí sino su naturaleza formal, que nace de la fuerte metáfora
de la epopeya clásica como ontología; pero cuya segunda vertiente, en el
bucólico sentimentalismo lésbico, atravesaría intacta todo el patriarcado y la hetero
normatividad — sí, madame de Beauvoir—; hasta florecer en el erotismo grácil
del modernismo femenino, que rescataría hasta a la pobre masculinidad con
esplendores como ese de Neruda antes de su vergüenza o el noble de José Ángel
Buesa.
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En efecto, nada más patético que la
fría retórica de la poesía masculina en los modernistas, que van del
amaricamiento empolvado de Darío al de Martí o Casal; que distan mucho de esa
femineidad lo mismo salvaje en las mujeres (Storni, Agostini, Ibarbouru) que
recatada en los hombres, como los ya mentados Neruda y Buesa (¡oh, Nervo
amado!). Para el contraste, tómese el heroísmo trasnochado de Martí o de
Lugones, la retórica sacrificial y vacua en su teatralidad; cuando no el fraseo
que anticipa con su moralismo fácil del carioca fatal, el Paulo Coelho que los
abochorna a todos. Especialmente curioso el caso de Lugones, por lo ilustrativo
de esa decadencia en el manierismo que ya no es estilo sino en el vicio; para
un hombre que sostiene con la mano firme de la paradoja los cimientos de la
mejor narrativa, traspasado a la gloria de Borges con ese imaginario febril y
tan distinto en su eficiencia del amaneramiento poético. El caso específico de
Lugones es quizás el más efectivo para la ilustración, puede que por esa tensa
virilidad que recorre su poesía en un discurso de nacionalismo idealista; que
por ello resaltaría las virtudes del erotismo femenino por su pragmatismo, ya
evidente desde el inmanentismo en que más que complementar contradice de tan
rotundo el trascendentalismo idealista; en el que se amaneran hasta el vicio
contra natura los modernistas masculinos, tan trascendentes y vanos como la
patrística que aún sostiene la belleza poética del catolicismo, irracional y
vacuo.
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