Contra los dogmas del estilo
Por Ignacio T. Granados Herrera
Contra los dogmas del estilo se
puede esgrimir su misma naturaleza teórica, lo precario de esa realidad que
postulan; como cuando blanden a Hemingway —no hay muchos más—, olvidando que ya
es imposible leerlo sin saber que se le está leyendo, probablemente gracias a
ellos mismos. Lo mismo puede decirse de cualquier ícono, que lo es justo porque
ha marcado un estilo y no porque pasara desapercibido; desde los retruécanos
sintácticos de Borges —¡ah!—, que logra imponerse a la descorazonadora simpleza
de sus escribas, y hasta el Lugones que se los legara como un guiño. Igual la despreocupación de Cervantes, que lo deja al
buen hacer de sus técnicos de edición y se dedica a la vivacidad de sus personajes; o el
Shakespeare que recogió la tradición homérica de inmortalizarse como adjetivo
para justo marcar la diferencia, y así ad
infinitum. Más aún en la objetividad prosopopéyica, en que los gerundios sí
enfatizan los giros de la metáfora al darle textura fonética; o el
encabalgamiento infinito del punto y coma, que redondea las imágenes más
complejas, cómplice con la realidad del objeto antes que con la vagancia insuperable
del lector.
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Es cierto que el efímero
esplendor del periodismo norteamericano —que ya no es nuevo— ha conseguido
determinar el mercado; pero el mercado no es lo mismo que el objeto de mercado,
que tiene una realidad propia con independencia de su suerte, y con la que
descubre a sus mercenarios. Los dogmas literarios son entonces respecto a la
literatura lo que los teológicos respecto a Dios, un gesto apenas; pero un
gesto que no sólo es patético —que el patetismo es dramático y con ello aporta
significado a la metáfora, sino que
además es contrario a la naturaleza misma del arte; cuyo sentido no será nunca
la banalidad de un discurso inútil por lo fáustico, sino la reflexión misma en
que la realidad muestra impúdica sus paradojas. Paradiso, para el último ejemplo, es de cierto una novela horrible,
pero por lo farragosa e inútil de una dramaturgia que se rebaja a sagas
familiares del peor realismo mágico, entonces en boga; y no por el estilo, que es en últimas el que
le da sentido y rescata esa dramaturgia como el mejor ensayo de estética, narrando
la crisis ontológica que no vio el bueno de Gombrowicz; por la que las
contradicciones insolubles del pensamiento occidental —planteadas en el
dicotomismo recurrente de Herman Hesse— encuentran solución, justo por el
sinuosismo de su neo Barroco.
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