Monday, April 20, 2015

Contra los dogmas del estilo

Por Ignacio T. Granados Herrera

Contra los dogmas del estilo se puede esgrimir su misma naturaleza teórica, lo precario de esa realidad que postulan; como cuando blanden a Hemingway —no hay muchos más—, olvidando que ya es imposible leerlo sin saber que se le está leyendo, probablemente gracias a ellos mismos. Lo mismo puede decirse de cualquier ícono, que lo es justo porque ha marcado un estilo y no porque pasara desapercibido; desde los retruécanos sintácticos de Borges —¡ah!—, que logra imponerse a la descorazonadora simpleza de sus escribas, y hasta el Lugones que se los legara como un guiño. Igual la despreocupación de Cervantes, que lo deja al buen hacer de sus técnicos de edición y se dedica a la vivacidad de sus personajes; o el Shakespeare que recogió la tradición homérica de inmortalizarse como adjetivo para justo marcar la diferencia, y así ad infinitum. Más aún en la objetividad prosopopéyica, en que los gerundios sí enfatizan los giros de la metáfora al darle textura fonética; o el encabalgamiento infinito del punto y coma, que redondea las imágenes más complejas, cómplice con la realidad del objeto antes que con la vagancia insuperable del lector.

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Es cierto que el efímero esplendor del periodismo norteamericano —que ya no es nuevo— ha conseguido determinar el mercado; pero el mercado no es lo mismo que el objeto de mercado, que tiene una realidad propia con independencia de su suerte, y con la que descubre a sus mercenarios. Los dogmas literarios son entonces respecto a la literatura lo que los teológicos respecto a Dios, un gesto apenas; pero un gesto que no sólo es patético —que el patetismo es dramático y con ello aporta significado a la metáfora,  sino que además es contrario a la naturaleza misma del arte; cuyo sentido no será nunca la banalidad de un discurso inútil por lo fáustico, sino la reflexión misma en que la realidad muestra impúdica sus paradojas. Paradiso, para el último ejemplo, es de cierto una novela horrible, pero por lo farragosa e inútil de una dramaturgia que se rebaja a sagas familiares del peor realismo mágico, entonces en boga;  y no por el estilo, que es en últimas el que le da sentido y rescata esa dramaturgia como el mejor ensayo de estética, narrando la crisis ontológica que no vio el bueno de Gombrowicz; por la que las contradicciones insolubles del pensamiento occidental —planteadas en el dicotomismo recurrente de Herman Hesse— encuentran solución, justo por el sinuosismo de su neo Barroco.
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