Monday, April 20, 2015

Del Ser

Por Ignacio T. Granados Herrera

Una mujer se tatúa una serpiente o una tortuga —o un murciélago— en su muslo izquierdo o derecho, y cruza la pierna mostrando el tatuaje con descuido; un poeta la ve, se obnubila con la morbidez de esos muslos, incluso si decrépitos, y dice que Isis lo mira desde esas piernas, a cuya dueña nombra —sin que ella se entere— Ingrid. Un hombre aburrido recoge un papel desechado en la calle, piensa en la inconciencia ciudadana, y nota las letras temblorosas; lee la fijeza —que puede ser amenazadora o amante— de la diosa, cuyo busto le deslumbrara hace dos días en la tarjeta de un museo. En realidad el busto era de Cleopatra y se trataba de un dibujo que recreaba el estilo ptolemaico como decadencia del arte egipcio en la renovación helénica; pero el tipo, que es conserje en el museo, no sabe eso ni le importa, sólo asocia la postal con el nombre de Isis flascheando sobre alguna vitrina, y por eso comprende un misterio cosmológico.

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Decir que comprende para aludir al golpe intuitivo de la corazonada puede ser excesivo, pero en realidad eso tampoco importa; más grave sería la corrección necesaria que actualice las referencias para evitar problemas, aclarando que donde dice cosmológico debe decir epistémico. De modo que en su azarosa casualidad poco importa lo que de hecho sea nada, pues más allá de eso lo importante es que significa; y aún eso que significa tampoco es importante, de hecho también es casual y aleatorio, sino que lo importante es el hecho mismo de la significación, con ese dramatismo de la sinapsis que ocurre. 

No es que el hombre sea la neurona, porque tanto el trío de inocentes cómplices como el objeto del tatuaje y las referencias serían la sinapsis misma; el sujeto de conocimiento, el ante real al que le ocurren, tiene una vastedad más inmensa que la de Dios, que es una propiedad suya. Así de desmesurado y terrible es el Ser verdadero, que la divinidad terrible que a todos asombra con su potestad es apenas una propiedad suya; como el nicho que nos acoge y protege en la inmensidad de ese ser tan inconcebible que es inconcebible para el conocimiento mismo que es Dios, mirando sérpido desde unos muslos.

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