Regreso a Ítaca, entre Kavafis y la Mistral (La reseña)
Esta película prometió la
catarsis reflexiva de una generación que reclama el derecho a llamarse perdida,
y que es fiel al suprematismo ético —que es lo que entiende por poético— de Kavafis;
su primera dificultad en este sentido estaría en el guion y la dramaturgia de
Leonardo Padura, hábil en lamentaciones. Quizás la dificultad está en las
mismas expectativas antes que en una incapacidad del autor, que es sin dudas
talentoso; pero que a diferencia de Ulises no cuenta con los ardides
protectores de un numen, y así tiene menos suerte que su personaje de Eddy, que
al menos pretende el cinismo; aunque no lo consiga, por esa absurda manía de
insistir en atribuirle un fondo bondadoso, que en verdad ya lo haría
esquizoide. En realidad, Regreso a Ítaca
enfrenta más dificultades dramáticas que la Odisea,
con necesidades más perentorias que la poética del otro griego maravilloso;
pero todas comenzando por ese protagonismo de un autor, que pretende la
facultad del rapsoda, cuya función sin embargo era transitiva y no crítica. Técnicamente,
la película aporta por fin una fotografía de sello al cine cubano, pero falla
por muchas otras cosas; comenzando por unas actuaciones mediocres, que ni el
gesto preciso de Isabel Santos ni la excelencia de Néstor Giménez pueden
salvar; mucho menos el esfuerzo de un sobre explotado Jorge Perugorría, al que
insisten en encasillarlo en papeles de tipo duro que le quedan grandes, porque
se trata de un character y no del
clishé de un perfil.
El problema de fondo, más allá
de Perugorría, es que las actuaciones necesitan un drama que contar; es decir,
una historia que aquí no existe, porque
la inmadurez cultural y el berrinche político de adolescente tardío no son una
historia. Peor aún esa manía de poner la
sabiduría responsable del numen en la otra ambigüedad de un personaje de apariencia
precaria pero fuerte personalidad, como el de la madre del pobre Aldo. Laurent Cantet,
el director, aporta una dirección que a diferencia del guion y los personajes
sabe lo que quiere; pero eso es más de lo mismo, byside unos encuadres perfectos
y una gran dirección de actores, porque el problema sigue siendo de
dramaturgia. En ese sentido, Cantet es hasta fiel a sí mismo, utilizando los
lloriqueos de Padura para resolver sus propios problemas como utopista francés;
aunque eso lo que signifique sea otra disección antropológica, en la que el eurocentrismo
vuelve a sus experimentos con el buen salvaje; que para eso es quien tiene la
plata que respalda todo suprematismo, y que es en lo que el resto de los involucrados
se rebajan al mismo jineterismo que tanto lamentan. Con ese medio Olimpo en
contra, Padura enfrenta la tarea de seguir llorando sus miserias
generacionales; algo que se da mejor en la literatura escrita, porque el poder
reflexivo de la imagen resultaría ralentizado en el proceso de la lectura; que
no es únicamente visual, y que aun así ya puede perder eficacia por lo
reiterativo, como es su caso.
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Esto es entonces una suerte de oportunismo
dramático, cuyo defecto estaría en que se limita a redundar sobre sí mismo; a
menos que la tan pretendida catarsis se esconda entre los vestidos de la cruel
Paradoja, la de duros dedos, y consista en este hastío ante tanto quejica
incapaz de lidiar con sus problemas. En verdad, y como oportunismo dramático,
sería un fenómeno del que no escaparía ni el clasicista del cine cubano que fue
Humberto Solás; cuando al iniciar su trilogía populista con Miel para Oshún, el mismo Perugorría —¡aún!—
hiciera aquella falsa catarsis en un parque de pueblo pequeño, con la excelencia de —adivinen
quien— Isabel Santos como partenaire. Como oportunismo en todo caso, es ya
cansino además de ineficiente, pues ni los mismos judíos ortodoxos que son tan
vigilantes y justificadamente obsesos lloran tanto; cuando lo de ellos no fue
la frustración de no poder ser militantes del Nacional Socialismo que detestan,
sino la saña del exterminio consciente y sistemático. Tratándose de sublimidad
poética, antes que recurrir al lirismo de Kavafis pudieron decir Todas íbamos a ser reinas con la
Mistral; eso le vendría mejor a tanta lloradera que sólo se basa en un excepcionalismo
infundado, y que vuelve a escamotearse la realidad de que los hijos de puta de
siempre tienen nombre; porque contra la ladina tesis del filme, todos fuimos y
aún somos culpables y cómplices, algo que mientras no enfrentemos no nos dejará
madurar en paz.
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