¡Eduardo Galeano, el último rapsoda!
Por Ignacio T. Granados Herrera
Con ese despiste alevoso del intelectual
del siglo XX, Eduardo Galeano tuvo la mala pata de morir a la vez que el
laureado Gunter Grass; lo que lo confirmaría en esa torpeza con que siempre
estuvo en el lado erróneo de la sociología, militando por la izquierda cuando
ya era demodé. No obstante este decadentismo revelaría la paradoja de su valor,
que no por increíble sería menos eficiente; justo cuando en el más patético de
los actos literarios, rescata la metáfora para resolver un drama ideológico, en tiempos de basto didactismo. Justamente
esta coincidencia con Grass ante la puerta de marfil se presta al juicio
tendencioso, con toda la beatería perjurando el amor por la seca aridez del alemán;
cuando lo cierto es que Grass era mucho más pobre y discursivo que el rico
formalismo de Galeano, no importa su amaneramiento político. De hecho, de eso
se habría tratado, de manierismos, si en definitiva el arte literario —arte al
fin— tiene valor formal; y hasta la retorcida sencillez del germano aspiraba al
giro imposible, en ese drama surreal y denso que se
gastaba, pero que
desgraciadamente no contaba con un fraseo suficiente; en ese funcionalismo sintáctico
de un realismo por carambola, que lo alejó en su canon criticista (¿afrancesado?)
hasta de los gloriosos trágicos de que se vistió la germanía. Galeano pudo ser
así el último rapsoda, que encriptara toda la metafísica en ese desfallecimiento
de la dama esquilmada; mientras Gunter sería el gran historiador, Galeano era
el poeta que en su inconciencia y su ceguera pulsaba el laúd sobre las miserias
de la peste.
Galeano llegaría a afirmar que
no volvería a escribir ese libro maldito que le granjeó la veneración absurda de
la izquierda y las burlas incomprensivas de la derecha; no está claro si eso
cuenta como arrepentimiento o como apoteosis de madurez —que no son lo mismo
aunque suelan coincidir—, pero sin dudas sí es muestra de desfallecimiento y
confusión, puede que ante la protesta obtusa de las convenciones a las que se
opuso y que parecieran haberle vencido. Nada más hay que ver el oportunismo seudo
intelectual con que el falso liberalismo postmoderno lo anatemizó; oponiendo a
lo que calificara como Biblia de la izquierda (Las venas abiertas de América Latina) un burdo seudo Capital (Manual del perfecto idiota latinoamericano),
justifica con sofismas reductivos las tropelías del capitalismo corporativo, sin
fijarse en su reduccionismo que es distinto del industrial.
La prueba al canto,
esa finta con que el escriba le critica el antropomorfismo como una trampa ideológica,
para luego apropiárselo (Las raíces torcidas
de América Latina); sin los mismos resultados obviamente, porque el
utilitarismo no entra en las funciones reflexivas de la parábola, que si intencional
ya adquiere sentido recto y se rebaja a metáfora más o menos feliz. Hoy que el
mundo se dará golpes de pecho en luto hipócrita por el intratable de Grass, es
probablemente más auténtico y provechoso el rescate de este otro; que siendo
menor consigue la trascendencia de su dramatismo político, siempre mejor que la
obtusa arrogancia intelectualoide del falso liberalismo.
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