Tuesday, August 25, 2015

Silogismo

Por Ignacio T. Granados
Cualquiera que se acerque sin mucho cuidado a los sistemas religiosos corre el riesgo de ser atropellado por la extrema sutileza del sentido de sus mitos; lo que se podría deber a que incluso como narraciones, este sentido suyo es suscitar una impresión directamente traducible para los sentidos, que sería por lo que la forma del concepto en cuestión es justamente una imagen. En el caso de la regla de Osha que tejieron los negros en Cuba con lo que trajeron de África, este sistema de creencias borda incluso lo peligroso; ya que afectando las relaciones del creyente con dioses particulares, puede partir de imágenes francamente erróneas, como que Oshún es una mujer alegre o que Yemallá es la seria del grupo. En ese orden de cosas se inscribiría la enemistad perpetua entre Shangó y Oggún, los dos emblemas guerreros del panteón; y que si bien tiene sentido —y hasta justificación— se referiría más bien a funciones puntuales que de carácter estructural; sobre todo porque estructuralmente esta contradicción perenne se referiría a una capacidad complementaria, que por tanto y ni tan paradójicamente los relaciona más que enfrentarlos.

De hecho la constitución misma de estas divinidades los dibuja como los dos brazos de una cuerda que se tuerce en sí misma, dialéctica; no tanto en el hecho de la hermandad, que no es carnal, sino justo por esa misma diferencia, que sería en lo que se complementen. Así,  por ejemplo, Shangó, que es el único dios producto de la deificación de un rey, es en el mito sin embargo de origen divino; mientras que Oggún, una deidad tan absoluta que hasta en su formación es ctónico, es una representación de lo humano como naturaleza. El mito que explica esta extraña relación, lo hace haciendo a Shangó portador de la fertilidad de Yemallá,  como una condición suya; que al adoptar al divino niño —expulsado del cielo— queda por fin preñada de su esposo, un avatar humano de Obatalá; quien es a su vez, en un avatar femenino, la madre real de Shangó, a quien tiene con otro avatar —también propio— masculino, como Agayú Solá. Esta confluencia en Yemallá —que sería la tierra como naturaleza de lo real— sería lo que proyecte a Shangó y a Oggún en una relación complementaria; cuyo drama se hace vistoso en la rivalidad de ambos por el amor de Oyá y Oshún respectivamente, pero que surgiría en forma más dramática aún, en una transgresión tan grave que no se pude mentar en consideración de Yemallá.

Histórica y antropológicamente el mito sería más interesante aún, si se tiene en cuenta que ambos dioses provienen de culturas distintas; que resultan fundidas por la fuerza del sometimiento de una por otra, en un caso de sincretismo puramente africano, que se forma como mito de justificación. Así en realidad Shangó es una deidad yoruba, que es la cultura originaria de la actual Nigeria; mientras que Oggún encabezaba el panteón de un reino más pequeño y vecino, conquistado por el expansionismo imperial yoruba, y que era el antiguo Dahomey, en el actual Benín. Eso explica el trasiego de divinidades y hasta la ambigüedad del origen de algunas, que al cumplir funciones semejantes habrían resultado fusionadas; como la de Babalú Ayé, sólo comprensible como reincorporación yoruba, por una autoridad de Shangó, de una apropiación anterior por parte del Dahomey —Gangá—.

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En todo caso la simetría es perfecta y bella en sus correspondencias, como sólo la sofisticación intelectual del símbolo del Tao; con un Shangó divino de origen humano, complementado por un Oggún exactamente opuesto. El trazado es tan dialéctico —y con ello capaz de explicar la naturaleza del universo— que será emulado a su vez por una lógica tan perversa como la ley del silogismo; cuando reza que los contrarios y los contradictorios son conceptos diferentes, en que los primeros se relacionan mientras los segundos se anulan mutuamente. Sólo otro sistema igual de sincrético e increíble ha sido capaz de semejantes imágenes y sutilezas, y no precisamente las conciliaciones henoteístas y monolátricas de los monoteísmos; que de tan abstrusos en sus racionalizaciones han llegado a confundir a sus profetas y doctores, como el pobre Mahoma con sus versos satánicos y San Agustín con el problema de la trinidad; sino sólo un sistema de dioses terribles y fieros como el Budismo del extraño Tíbet, cuyo universo es la pura violencia sanguinolenta del sexo que es también una danza y figura siempre el triunfo de la muerte.

Thursday, August 20, 2015

De la decadencia del arte (Definición)

Por Ignacio T. Granados Herrera
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Contrario a lo que puede parecer, hablar de una decadencia del arte no significaría vaticinar su muerte;  sino que se trataría de un ajuste de su proyección funcional como elemento propio de esa estructura sistemática que es la cultura como naturaleza. En definitiva, su auge como propiamente moderno fue también artificial, como un fenómeno de falsa trascendencia; sólo posible con el otro auge del individualismo moderno, como opuesto natural del corporativismo político previo. De hecho esta cualidad de falsa trascendencia sería lo que haga al arte un elemento funcional dentro de este individualismo moderno; apelando a su capacidad residual para la reflexión dada su propia naturaleza formal, proveniente como práctica concreta de los estadios más primitivos de la cultura; en los que nace como expresión natural sobre la que se desarrollan los procesos cognitivos como reproducción de la realidad, en símbolos convencionales de valor analógico.

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Por su parte, la formación de la Modernidad respondería a un hito de un desarrollo paralelo, como madurez del mismo; que dada su mayor funcionalidad económica desplazaría a esa cultura premoderna con sus propias convenciones. Entre estas convenciones estaría la del sentido recto, proveniente del fisiologismo jónico, que marcaría la génesis de la Modernidad; sólo que como convención artificial sobre la cultura habría sido insuficiente en ese momento, dada su inevitable inmadurez; sólo alcanzada en su apoteosis singular a partir del siglo XV, por el respaldo y el propio desarrollo progresivo del capitalismo desde el siglo XIII, que contradiría al corporativismo medieval. Es este modernismo incipiente en el seno del Medievo el que imponga de modo definitivo al sentido recto como convención sobre el conocimiento, como se desprende de las controversias sobre la autoridad de la filosofía[i]; pero cuando esta convención es aún insuficiente, reproduciendo la misma inmadurez de su inicio en el fisiologismo jónico; dado el poco desarrollo de la ciencia, que así aún no podría proveer un alcance epistemológico capaz de recoger —a nivel popular— las complejas sutilezas de la realidad, como sí lo hace la reflexión estética desde un inicio, por su alcance analógico.

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No obstante, habrá que tener en cuenta que el mismo acto de conocimiento es un fenómeno cultural; y por ende sujeto al desarrollo de la cultura como naturaleza, sobre la base de esta convención artificial de la Razón como sentido recto. De ahí que cuando las ciencias alcancen su propia apoteosis al filo de la Postmodernidad, este desarrollo se traduzca en una mayor capacidad para comprender las complejas sutilezas lo real; pasando incluso a proveer sus propias redeterminaciones de lo real en nuevos elementos culturales, haciendo así innecesario el alcance analógico de la reflexión estética para su representación; y con esto también la pertinencia y relevancia del arte para el conjunto sistemático de la cultura, perdiendo incluso su valor económico real. Es curioso que al inicio mismo de este auge de la capacidad reflexiva del lenguaje científico, también el arte habría alcanzado su máxima madurez en este sentido;  proveyendo una sistematización última capaz de resolver de modo definitivo todos los problemas del conocimiento, que sin embargo permanece inapercibido en la hipermetafísica de Alfred Jarrys; como demostrando también la falsedad de aquella trascendencia del arte en la Modernidad, que al final se reduciría como siempre a una cuestión de status, destinado a la banalidad como juego de abalorios.



[i] obviamente la contradicción no es entre la filosofía y la teología, como se podría entender de las mismas contradicciones de Santo Tomás; pues toda la teología cristiana es de carácter filosófico, y dependiente directa incluso de la tradición filosófica greco romana, sobre todo en la Patrística como su máxima autoridad

Wednesday, August 19, 2015

Réquiem por Daguerre

Por Ignacio T. Granados Herrera
Un 19 de Agosto nació Louis Daguerre, y por eso esta fecha se celebra como el día de los fotógrafos y la fotografía; pero más importante quizás sea la contradicción flagrante, de que esta celebración marcaría al arte como ya convencional, puede que agotado. No se trataría de otra diatriba a propósito de la decadencia del arte, aunque la contenga; sino de cómo y por qué ocurre esa decadencia, respondiendo a la evolución natural de la cultura, como otra expresión suya que es. Difícil que algún fotógrafo acepte nunca esta decadencia de su arte, que es en definitiva su modo de vida; pero sería justo en este falso trascendentalismo —tan común al arte postmoderno— que se verifique el convencionalismo, haciéndola intrascendente como arte.

Ilustrativamente, la fotografía fue incorporada como arte desde la inclusión del cine como su sucedáneo natural; ya cuando culminando su propia apoteosis en el siglo XIX, la Modernidad se apresta a esta decadencia funcional suya; que en tanto era o etapa en un proceso, es así un objeto funcional en la estructura sistemática de la cultura como naturaleza. El mismo Daguerre habría usurpado las glorias de un verdadero inventor de lo que terminaría siendo el daguerrotipo, Joseph Nicéfore Niépce; puede que como marca de Caín, protegido del dios Mamón por esa muerte de Abel que fue la usurpación,  condenándolo al mercantilismo. Desde entonces ha sido también el arte más superficial, refocilado en la venialidad, y también más técnicamente accesible; lo que debió convertirlo en el arte más popular, apelando a la espontaneidad en que se realiza lo real como naturaleza; pero en cambio devino en populista y grandilocuente, como su propia época, a la que retrata en su banalidad de falso intelectualismo.

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Eso podría explicar cómo ese arte se agotaría a la altura de la mitad del siglo XX, justo cuando las otras artes comienzan su propia decadencia; pero encabezadas por esta, que siendo la más nueva no consigue encarnar el espíritu primigenio, como en aquellos misterios que explican la permanencia de Afrodita. La diosa, aclarando el contraste, pervive en todo panteón que se imponga por su funcionalidad; la fotografía en cambio sólo se repite a sí misma desde la justa mitad del siglo XX, como una vieja que insiste en sus afeites.

Wednesday, August 12, 2015

De los cultos de los dioses

Por Ignacio T. Granados Herrera
Hay dioses que por su evidente funcionalidad sobreviven a sus panteones, y se incorporan alegres y naturales a los nuevos; lo normal es lo contrario, teniendo cada panteón que crear los suyos, habitualmente exclusivos, dada la puntualidad de las devociones, que son locales. De ahí habría de entenderse entonces un alcance más o menos universal en ese funcionalismo o disfunción de los mismos; como Afrodita, que nace tía de Zeus y termina ajustándose a su paternidad, pero acompañándolo hasta el ocaso, y hasta asumiendo en ese momento funciones atenéicas; como cuando hacia el final del esplendor románico asume las armas de Marte. Eso es particularmente curioso, porque justo la dupla de Afrodita y Ares serán el opuesto de la de Apolo y Atenea; pero en un ajuste dado evidentemente por la volición asesina de Ares, como vínculo de la venérea con la raza olímpica, pues ella es de origen uránico. En definitiva no hay entre los titánidas un equivalente de Apolo, aunque sí de Atenea, en su madre, Metis; mientras que Afrodita no es ni siquiera exclusiva de los griegos, como una incorporación hasta del primitivo Sumer. Aunque es cierto que siendo así de extremadamente puntual, la figura de Apolo puede encontrarse en todas las culturas; bien que como príncipes a veces pero no siempre divinizados, como Akenatón, Nezaualtcoyolt, David o Shangó Oramyan, rey de Oyó.


Con esa misma complejidad evolucionarían los panteones literarios, como la experiencia seudo religiosa que concretan; en una función que sigue siendo reflexiva, si bien sobre la falsa trascendencia (estética) de su sacerdocio espurio. Así, quien tras los diez años que invirtió Odiseo en alejarse de su casa intente acercarse a Alejo Carpentier, descubrirá asombrado que necesita otra década para reasumir lo que antes fue espontáneo; como una Odisea —¿de ahí la universalidad de esta, dialéctica?—, en la que Hera y Neptuno suman dificultades de sentido común a la soberbia del ídolo. Igual incluso con Lezama Lima, a pesar de ser imprescindible para toda diagramación de la misma funcionalidad de la reflexión estética; pero no con Jorge Luis Borges, que como Shakespeare antepone el placer hasta a la realidad de que la décima vuelta sea predecible. No ciertamente Octavio Paz, si hablamos de su prosa y no de su poesía, cuya belleza y sublimidad es exactamente intrascendente; pero sí García Márquez, que se torna tan repetitivo que exige su expulsión hasta de los calendarios litúrgicos y los devocionarios.

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Es curioso que el Herman Hesse que funciona respecto a Lezama como Apolo a Atenea, retenga más vigencia que él; puede que por ese mismo alcance analógico, por el que es posible encontrar figuras apolíneas en todas las culturas, si bien de forma puntual y no a todo lo largo de la evolución de sus panteones. Cierto es que si bien el lenguaje de Cervantes es hoy farragoso, Borges llamaría la atención sobre la capacidad del Quijote para sobrevivir hasta a las traducciones espurias; contrario al preciosismo de Góngora, que no soportaría ni la omisión casual de una coma,  menos aún la fatalidad de la errata.  Eso situaría el problema en el alcance mismo del texto, por el poder reflexivo de su autor; no tanto por la calidad expresa de su prosa, que apelando al sentido recto carecería siquiera la pretensión reflexiva en su afán discursivo, por el contenidismo de su historia; sino a su agudeza para reflejar la oscura dialéctica en que se determina lo real, y que estando también en la historia se escurriría por entre las sutilezas de su hermenéutica.

Thursday, August 6, 2015

Don Hilarion desnudo

Por Ignacio T. Granados Herreras

Mucha gente se asombra cuando se entera del origen en que se inspiró Carpentier para escribir Los pasos perdidos; aquella expedición por el Orinoco que él no pero sí terminara Hilario González, a cuyas experiencias habría acudido. Las personas suelen tomar el dato con ojo crítico y experto, como otra revelación del supuesto carácter espurio del genio oficial; que así habría desplazado al genio más auténtico de aquel otro musicólogo enloquecido y real, al que pareciera haber manipulado. Sin embargo, semejante conclusión sería errónea, no ya meramente apresurada, desconociendo los meandros de la amistad entre genios; que siempre difieren en la extrema particularidad de sus intereses concretos, pero cuya autenticidad les permite el mutuo aprovechamiento de los vasos comunicantes. Algún giro elegante de Eliseo Diego cobra densidad metafísica y conceptual en Lezama Lima, como ese de la sobrenaturaleza manifiesta en un exceso climatológico; y eso sin que el trasiego repercuta en el crédito o descrédito de uno o del otro, que permanecen en ese enigma de la propia sobrenaturalidad de su genio.
 
Así mismo, Don Hilario hacía y repetía anécdotas que para Carpentier debieron carecer de significado en su índole personal, pero que para él le dieron sentido al viaje; porque lo importante es que se habría tratado de dos expediciones superpuestas, la que Don Hilario relató y la que Carpentier escuchó, y cada uno reteniendo la autoría absoluta de cada una. Del relato de Don Hilario especialmente jugoso el origen y la culminación, buscando y encontrando el teatro de la ópera de Manaos; descubierto al fin cuando en un descanso, los expedicionarios que quedaban escucharon una pieza de Stravinsky silbada por unos leñadores o mineros —puede que trabajadores del caucho—. En el entre actos, una pelea que revela un Hilario borracho y pendenciero además de culto e intelectual; con la mejor parte cuando los encuentra el alcalde local refrescando la mona, desnudos en el río y aterrados de lo que parecía alucinación. Contaba Hilario que preocupado por la pérdida de contacto —estaban perdidos—, Carpentier usó sus influencias para tratar de encontrarlos; movilizados los alcaldes a espulgar la intrincada selva, a uno se le ocurrió el expediente de atraer a los perdidos con el extrañamiento de música cubana. Fue así que se equiparon inmensas chalupas con orquestas enteras interpretando como mejor podían charangas y comparsas; que fue por lo que los pendencieros creyeron estar bajo los efectos de la locura de la selva, al ver aproximarse un lanchón ejecutando una danza cubana.
 
No menos jugoso el absurdo real, en que convencido de la importancia internacional del hallazgo, el alcalde insistió en ofrecerles un recibimiento oficial; que recibieron así, desnudos y medio borrachos, frotándose aún para quitarse los dolores por la paliza que dando recibieron. Si el cuento ya era interesante, deliciosa era la teatralidad de Hilario para contarlo espontáneo y divertido; y si alguna vez resintió un menoscabo, habrá sido sólo por lo que eso lo afectaba en la efectividad de su activismo. Aún así logró cosas increíbles, como aprovechar el filón comercial con que los Tres tenores repopularizaron la ópera en la década de 1990; creando unas falsas temporadas en la Biblioteca nacional con reproducciones alucinantes de verdad de puestas operísticas en video (VHS), que la gente iba a ver luciendo sus pobres galas como si fueran al teatro de verdad. Se trataba obviamente de un tipo que ignoraba toda frontera entre la ficción y la realidad, como si una fuera sólo extensión de la otra; esa habría sido la garantía de su genialidad, que igual llegaba a defender con vehemencia el indigenismo —llegaba a negar el holocausto indígena— arrobado por un esteticismo romántico inmune a toda argumentación.

Sunday, August 2, 2015

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