Thursday, August 6, 2015

Don Hilarion desnudo

Por Ignacio T. Granados Herreras

Mucha gente se asombra cuando se entera del origen en que se inspiró Carpentier para escribir Los pasos perdidos; aquella expedición por el Orinoco que él no pero sí terminara Hilario González, a cuyas experiencias habría acudido. Las personas suelen tomar el dato con ojo crítico y experto, como otra revelación del supuesto carácter espurio del genio oficial; que así habría desplazado al genio más auténtico de aquel otro musicólogo enloquecido y real, al que pareciera haber manipulado. Sin embargo, semejante conclusión sería errónea, no ya meramente apresurada, desconociendo los meandros de la amistad entre genios; que siempre difieren en la extrema particularidad de sus intereses concretos, pero cuya autenticidad les permite el mutuo aprovechamiento de los vasos comunicantes. Algún giro elegante de Eliseo Diego cobra densidad metafísica y conceptual en Lezama Lima, como ese de la sobrenaturaleza manifiesta en un exceso climatológico; y eso sin que el trasiego repercuta en el crédito o descrédito de uno o del otro, que permanecen en ese enigma de la propia sobrenaturalidad de su genio.
 
Así mismo, Don Hilario hacía y repetía anécdotas que para Carpentier debieron carecer de significado en su índole personal, pero que para él le dieron sentido al viaje; porque lo importante es que se habría tratado de dos expediciones superpuestas, la que Don Hilario relató y la que Carpentier escuchó, y cada uno reteniendo la autoría absoluta de cada una. Del relato de Don Hilario especialmente jugoso el origen y la culminación, buscando y encontrando el teatro de la ópera de Manaos; descubierto al fin cuando en un descanso, los expedicionarios que quedaban escucharon una pieza de Stravinsky silbada por unos leñadores o mineros —puede que trabajadores del caucho—. En el entre actos, una pelea que revela un Hilario borracho y pendenciero además de culto e intelectual; con la mejor parte cuando los encuentra el alcalde local refrescando la mona, desnudos en el río y aterrados de lo que parecía alucinación. Contaba Hilario que preocupado por la pérdida de contacto —estaban perdidos—, Carpentier usó sus influencias para tratar de encontrarlos; movilizados los alcaldes a espulgar la intrincada selva, a uno se le ocurrió el expediente de atraer a los perdidos con el extrañamiento de música cubana. Fue así que se equiparon inmensas chalupas con orquestas enteras interpretando como mejor podían charangas y comparsas; que fue por lo que los pendencieros creyeron estar bajo los efectos de la locura de la selva, al ver aproximarse un lanchón ejecutando una danza cubana.
 
No menos jugoso el absurdo real, en que convencido de la importancia internacional del hallazgo, el alcalde insistió en ofrecerles un recibimiento oficial; que recibieron así, desnudos y medio borrachos, frotándose aún para quitarse los dolores por la paliza que dando recibieron. Si el cuento ya era interesante, deliciosa era la teatralidad de Hilario para contarlo espontáneo y divertido; y si alguna vez resintió un menoscabo, habrá sido sólo por lo que eso lo afectaba en la efectividad de su activismo. Aún así logró cosas increíbles, como aprovechar el filón comercial con que los Tres tenores repopularizaron la ópera en la década de 1990; creando unas falsas temporadas en la Biblioteca nacional con reproducciones alucinantes de verdad de puestas operísticas en video (VHS), que la gente iba a ver luciendo sus pobres galas como si fueran al teatro de verdad. Se trataba obviamente de un tipo que ignoraba toda frontera entre la ficción y la realidad, como si una fuera sólo extensión de la otra; esa habría sido la garantía de su genialidad, que igual llegaba a defender con vehemencia el indigenismo —llegaba a negar el holocausto indígena— arrobado por un esteticismo romántico inmune a toda argumentación.

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