Don Hilarion desnudo
Por Ignacio T. Granados Herreras
Mucha gente se asombra
cuando se entera del origen en que se inspiró Carpentier para
escribir Los pasos perdidos; aquella expedición por el Orinoco que
él no pero sí terminara Hilario González, a cuyas experiencias
habría acudido. Las personas suelen tomar el dato con ojo crítico y
experto, como otra revelación del supuesto carácter espurio del
genio oficial; que así habría desplazado al genio más auténtico
de aquel otro musicólogo enloquecido y real, al que pareciera haber
manipulado. Sin embargo, semejante conclusión sería errónea, no ya
meramente apresurada, desconociendo los meandros de la amistad entre
genios; que siempre difieren en la extrema particularidad de sus
intereses concretos, pero cuya autenticidad les permite el mutuo
aprovechamiento de los vasos comunicantes. Algún giro elegante de
Eliseo Diego cobra densidad metafísica y conceptual en Lezama Lima,
como ese de la sobrenaturaleza manifiesta en un exceso climatológico;
y eso sin que el trasiego repercuta en el crédito o descrédito de
uno o del otro, que permanecen en ese enigma de la propia
sobrenaturalidad de su genio.
Así mismo, Don Hilario
hacía y repetía anécdotas que para Carpentier debieron carecer de
significado en su índole personal, pero que para él le dieron
sentido al viaje; porque lo importante es que se habría tratado de
dos expediciones superpuestas, la que Don Hilario relató y la que
Carpentier escuchó, y cada uno reteniendo la autoría absoluta de
cada una. Del relato de Don Hilario especialmente jugoso el origen y
la culminación, buscando y encontrando el teatro de la ópera de
Manaos; descubierto al fin cuando en un descanso, los expedicionarios
que quedaban escucharon una pieza de Stravinsky silbada por unos
leñadores o mineros —puede que trabajadores del caucho—. En el
entre actos, una pelea que revela un Hilario borracho y pendenciero
además de culto e intelectual; con la mejor parte cuando los
encuentra el alcalde local refrescando la mona, desnudos en el río y
aterrados de lo que parecía alucinación. Contaba Hilario que
preocupado por la pérdida de contacto —estaban perdidos—,
Carpentier usó sus influencias para tratar de encontrarlos;
movilizados los alcaldes a espulgar la intrincada selva, a uno se le
ocurrió el expediente de atraer a los perdidos con el extrañamiento
de música cubana. Fue así que se equiparon inmensas chalupas con
orquestas enteras interpretando como mejor podían charangas y
comparsas; que fue por lo que los pendencieros creyeron estar bajo
los efectos de la locura de la selva, al ver aproximarse un lanchón
ejecutando una danza cubana.
No menos jugoso el
absurdo real, en que convencido de la importancia internacional del
hallazgo, el alcalde insistió en ofrecerles un recibimiento oficial;
que recibieron así, desnudos y medio borrachos, frotándose aún
para quitarse los dolores por la paliza que dando recibieron. Si el
cuento ya era interesante, deliciosa era la teatralidad de Hilario
para contarlo espontáneo y divertido; y si alguna vez resintió un
menoscabo, habrá sido sólo por lo que eso lo afectaba en la
efectividad de su activismo. Aún así logró cosas increíbles, como
aprovechar el filón comercial con que los Tres tenores
repopularizaron la ópera en la década de 1990; creando unas
falsas temporadas en la Biblioteca nacional con reproducciones
alucinantes de verdad de puestas operísticas en video (VHS), que la
gente iba a ver luciendo sus pobres galas como si fueran al teatro de
verdad. Se trataba obviamente de un tipo que ignoraba toda frontera
entre la ficción y la realidad, como si una fuera sólo extensión
de la otra; esa habría sido la garantía de su genialidad, que igual
llegaba a defender con vehemencia el indigenismo —llegaba a negar
el holocausto indígena— arrobado por un esteticismo romántico
inmune a toda argumentación.
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