Wednesday, February 24, 2016

A rose is a rose… by Umberto Eco

Ignacio T. Granados Herrera

La muerte de Umberto Eco es un buen motivo de reflexión, aunque no la muerte misma —que es vulgar y común— sino su vida; pues fue su vida la que le hizo un tipo extremadamente singular, diríase incluso que excepcional, pero justo por su valor representativo. No es una obviedad buscar su perfil propio en su primera novela, ya que más allá de algún valor arquetípico de la misma esta reflejaría un poco su propio drama; visto a través de su propia vida y su proyección, tanto profesional como en tanto celebrity, con unos intereses muy propios. Es por eso que no resulta excesivo identificarlo con el personaje protagónico de El nombre de la rosa, Guillermo de Baskerville; no sólo por el romanticismo de su mentorato sobre el aún informe Adso de Melk, sino porque el mismo Eco dibujó ese personaje a su medida. También hasta el extremo de que se trataba en realidad de un juego, en el que se atrevía a discutir con su propio ícono y antagonista; un Jorge Luis Borges encarnado en el ciego Jorge de Burgos mejor que en cualquier semblanza biográfica, tesis de grado o pintura al pastel. El hecho de que Guillermo de Baskerville también se refiera al de Ockhcam, sólo reflejaría con qué personaje histórico se identificaba el mismo Eco; en una finta muy romántica e idealista, pues Eco era de todo —incluso erudito y profesoral— pero no un religioso medieval, por mucho que le fascinaran las diatribas dialécticas del Medioevo.

Cuando Guillermo de Baskerville encuentra el famoso tratado de la comedia de Aristóteles, deja la abadía de los cistercienses envuelta en llamas; puede que por la terquedad conservadora de Jorge de Burgos, que vigilaba en su ceguera el orden establecido, pero sin entrar en otras razones que la ficción teológica sobre la risa. Esa fue una mala finta, sobre todo muy desleal, puesto que el encuentro de titanes sí se basaba en una contradicción real; la del espíritu de los tiempos, entre un Renacimiento vigoroso y una antigüedad vetusta, supuestamente dispuesta al suicidio antes que al desarrollo natural de la vida y la cultura. El contexto es también otra mala finta, tan desleal como la primera, pues falla en la anodina realidad de la labor de los escribas; que describe con todo el romanticismo lógico a una era absolutamente libresca y posterior a Gütemberg, además de dada al mito del éxito personal y el ansia de trascendencia; escamoteando el tedio de un oficio de dibujante minucioso que no podía ni debía comprender lo que transcribía, haciéndolo francamente inhumano como todo oficio medieval. Buena finta fue que el claustro fuera el de una abadía del cister, y no un convento dominico ni franciscano; refleja cierto realismo, más que por el rigor histórico —también es la recreación histórica de un conflicto real—, por el distanciamiento que impone en su esteticismo a la confrontación interesada.

La abadía de los cistercienses no era menos representativa de la realidad, como el orden establecido incluso con sus pirámides de poder; para lo que ni siquiera necesita referencias directas, dado que como claustro ese es el orden en el que se resuelven los problemas reales. Que esos problemas reales excluyeran el de la sensualidad no habría hecho menos efectiva la metáfora, sino más sutil; ya que le permite al autor introducir la perplejidad de una vida real en la breve aventura sexual del joven Adso, poniendo en evidencia la irrealidad de las pretensiones religiosistas. Es por todo eso que Umberto Eco sí logra representar en su vida el último esplendor de la Modernidad, que superaba en él esa aspiración renacentista; pero para dedicarse de lleno a su más plena decadencia, inevitable después de las cúspides de su esplendor, en su descolocamiento magistral; porque identificarse a estas alturas con los filos dialécticos del de Ockhcam, hasta el punto de la impersonación, no puede ser sino el reflejo de una crisis de madurez intelectual; propia del infantilismo de quien no duda en permitir que se incendie el mundo por un simple juguete, en esas furias a destiempo de niño no tan interior. 

Sobre eso anterior, se podría concluir con un reseñista que lo caló perfectamente, que “Eco ya no tenía nada que ver ni con Pascal ni con Spinoza, que aún fueron hombres de scriptorium; tampoco se pareció a los grandes ilustrados, como los sabios Bayle, D’Alembert o Diderot, capaces de dedicar toda su vida y sus escasos recursos a editar enciclopedias fastuosas; no se comprometió con las más apremiantes cuestiones políticas de su tiempo salvo para mostrarse como un pensador liberal —pero menos que Russell o Berlín, por ejemplo—; ni poseyó, por fin, el perfil de un Voltaire, un Víctor Hugo, un Zola o un Jean-Paul Sartre, dispuestos a aceptar el exilio interior y exterior”. Otro crítico recuerda que el mismo Eco se referiría al enigmático título de su novela como otro acertijo dialéctico; por el cual, y contrario a la tesis poética y romanticista de Shakespeare y al aforismo de Gertrude Stein, las cosas dejarían de existir y sólo quedaría el nombre de las mismas. De Eco nos quedará sobre el nombre, dada su merecidísima celebridad, pero también vacuo como el efecto físico sonoro que evoca; porque toda esa grandeza fue la del gesto de la estatua y no la del hombre, por más que fuera en esa pobre vanidad que se cumpliera su sentido más humano.

Saturday, February 20, 2016

De summa archetipica

Por Ignacio T. Granados Herrera

El nombre de Mecenas ha llegado a tener valor institucional, representando la tan bienvenida protección de las artes; al establecerlas como un culto sublime y noble, que no sólo concierne al estado sino incluso a todo ciudadano que se lo pueda permitir. Sin embargo, el mismo equívoco de la personalidad de Mecenas podría explicar la vaciedad de ese culto; que a su vez explicaría la decadencia contemporánea, por la irrelevancia de unas prácticas que en su repentina popularidad mostraron su falta de substancia. En efecto, el primer equívoco es el de la labor del mecenazgo, que suele presentarse como un ejercicio semi oficial; cuando en realidad se trataba de la corrupción de los artistas, alimentándoles el ego por vía del elogio y el parasitismo. De hecho, Mecenas mismo habría tenido pretensiones artísticas, pero tan mediocre que su supuesta obra no lo habría sobrevivido a él mismo; recurriendo al expediente de facilitador, granjeándose gracias a sus ingentes recursos —bien que propios y no oficiales, aunque debidos a sus relaciones imperiales— el favor de la comunidad artística.

Incluso el concepto de comunidad artística es equívoco, ya que esta no se formó por alguna confluencia de intereses trascendentes; sino sólo el de ese parasitismo y egolatría, que aún hoy día sigue proveyendo nomenclatura artística con las más sublimes justificaciones. De ahí la extrema curiosidad del carácter privado del patronazgo de Mecenas, que todavía se presenta como un arquetipo; llegando a determinar ministerios y secretarías, y provocando la salivación continua de artistas y estudiosos, en el ansia de integrar una burocracia intelectual. Es llamativa la contradicción flagrante de este carácter privado del patronazgo de Mecenas y su determinación de cargos públicos; puede que por esa irrelevancia que va ganando a las artes desde el arribo mismo de la Modernidad, con la entronización paulatina de los estudiosos de las artes; que, estableciéndose como una burocracia profesional, carece sin embargo de lis medios de que supo proveerse el arquetipo para poder comprar su arquetipidad.

Queda entonces esta otra precariedad de católicos vendiendo su fe a un pueblo ateo, con la frustración de tanto estudioso; que trata de prevaricar ante la indiferencia de un pueblo fascinado por la chinería y esa otra falsedad del acceso a las tecnologías y la sensación de éxito. Después de todo también eso se habría determinado en el arquetipo de Mecenas, dado que fue su vanidad la que le hizo proyectarse en ese sentido; por más que sus chinerías fueran la posibilidad de pavonearse en un imperio que desconociendo su fatalidad se proclamó augusto, como Agamenón pisando la alfombra roja de Clitemnestra —¿verdadero y secreto arquetipo?—. La labor del mecenazgo ha sido suficientemente ensalzada, pero sospechosamente sólo por sus usufructuarios directos; es decir, los artistas que en el mismo cumplen su parasitismo, y los pudientes que lo alimentan en provecho propio como público, postulándose a sí mismos como un bien público en su soberbia.

Monday, February 15, 2016

Amazon se desencadena

Por Ignacio T. Granados Herrera

Contra todo pronóstico lógico, el gigante de las ventas digitales Amazon apuesta ahora por las tiendas físicas; y no sólo eso, sino en un rubro además que el mismo ayudó a desbancar, como el de las librerías tradicionales. La nueva apuesta de Amazon demostraría que la desaparición de las librerías tradicionales no fue natural, sino un acto de depredación; totalmente desvinculado del otro proceso (esta vez sí natural) de sustitución de medios por el desarrollo de nuevos soportes y tecnologías; que es un proceso ralentizado y de desarrollo desigual, por su dependencia de las sucesiones generacionales, más que de las tensiones económicas del mercado. No que estas tensiones no influyan o hasta determinen dicho proceso, sino que lo hacen justo a través de esa sucesión generacional; mientras que la extinción abrupta de las librerías, responderá más bien a ese otro proceso de la gentrification de la economía, con el crecimiento desmedido del corporativismo mercantilista.

Tampoco es que esté mal del todo, si en definitiva es una suerte de darwinismo brutal, aunque sí desdiga mucho de la calidad moral de la cultura; que como naturaleza específicamente humana, se organiza en una serie de convenciones, sancionadas por la tradición como parámetros morales. En realidad, los negocios barridos por la desmedida de Amazon no era precisamente patrones de industrialismo; sino que eran a su vez gigantes corporativos, que eliminaron viciosa y sistemáticamente a los pequeños y medianos vendedores; únicos representantes verdaderos de del industrialismo, como gestores de la actividad comercial a nivel industrial, sin capacidad por ello de manipular el espectro general del mercado. De ahí que el proceso sea exactamente de gentrification, como esa fatalidad cuyo único paralelo posible sea el religioso del karma; que en definitiva sólo tiene de metafísico su calidad de principio mecánico, por el que explica la cadena dialéctica de la continuidad lógica de la acción.

En todo caso, la ineluctabilidad de la prepotencia de Amazon tendrá un efecto inevitable y ya visto con su estrategia digital; y esto es la banalización del producto editorial, que ya carecerá de todo criterio de discriminación ajeno a la manipulación del gusto popular. Eso es lo peor, que en principio parecería un buen efecto contra el elitismo de una industria de la cultura, que es más bien del egocentrismo; con lo que pareciera haber acabado la estrategia populista de Amazon, cuando lo que hace es sustituir el elitismo tradicional por la falsa aristocracia de un extrañamente popular. Con dos palmos de narices se quedarán los que apostaron por Amazon cuando su enfrentamiento contra la Hachete de Francia; pero la venganza es mezquina y el precio a pagar por esa arrogancia es una deuda pública, no privada de ese elitismo.

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