A rose is a rose… by Umberto Eco
Ignacio T. Granados Herrera
La muerte de Umberto Eco es un
buen motivo de reflexión, aunque no la muerte misma —que es vulgar y común—
sino su vida; pues fue su vida la que le hizo un tipo extremadamente singular,
diríase incluso que excepcional, pero justo por su valor representativo. No es
una obviedad buscar su perfil propio en su primera novela, ya que más allá de
algún valor arquetípico de la misma esta reflejaría un poco su propio drama;
visto a través de su propia vida y su proyección, tanto profesional como en
tanto celebrity, con unos intereses muy propios. Es por eso que no resulta
excesivo identificarlo con el personaje protagónico de El nombre de la rosa,
Guillermo de Baskerville; no sólo por el romanticismo de su mentorato sobre el
aún informe Adso de Melk, sino porque el mismo Eco dibujó ese personaje a su
medida. También hasta el extremo de que se trataba en realidad de un juego, en
el que se atrevía a discutir con su propio ícono y antagonista; un Jorge Luis
Borges encarnado en el ciego Jorge de Burgos mejor que en cualquier semblanza
biográfica, tesis de grado o pintura al pastel. El hecho de que Guillermo de
Baskerville también se refiera al de Ockhcam, sólo reflejaría con qué personaje
histórico se identificaba el mismo Eco; en una finta muy romántica e idealista,
pues Eco era de todo —incluso erudito y profesoral— pero no un religioso
medieval, por mucho que le fascinaran las diatribas dialécticas del Medioevo.
Cuando Guillermo de Baskerville
encuentra el famoso tratado de la comedia de Aristóteles, deja la abadía de los cistercienses
envuelta en llamas; puede que por la terquedad conservadora de Jorge de Burgos,
que vigilaba en su ceguera el orden establecido, pero sin entrar en otras razones
que la ficción teológica sobre la risa. Esa fue una mala finta, sobre todo muy
desleal, puesto que el encuentro de titanes sí se basaba en una contradicción
real; la del espíritu de los tiempos, entre un Renacimiento vigoroso y una
antigüedad vetusta, supuestamente dispuesta al suicidio antes que al desarrollo
natural de la vida y la cultura. El contexto es también otra mala finta, tan
desleal como la primera, pues falla en la anodina realidad de la labor de los
escribas; que describe con todo el romanticismo lógico a una era absolutamente
libresca y posterior a Gütemberg, además de dada al mito del éxito personal y
el ansia de trascendencia; escamoteando el tedio de un oficio de dibujante
minucioso que no podía ni debía comprender lo que transcribía, haciéndolo francamente
inhumano como todo oficio medieval. Buena finta fue que el claustro fuera el de una abadía del cister, y no un convento dominico ni franciscano; refleja cierto realismo, más que por el rigor histórico —también
es la recreación histórica de un conflicto real—, por el distanciamiento que impone en su esteticismo a la confrontación interesada.
La abadía de los cistercienses no
era menos representativa de la realidad, como el orden establecido incluso con
sus pirámides de poder; para lo que ni siquiera necesita referencias directas,
dado que como claustro ese es el orden en el que se resuelven los problemas
reales. Que esos problemas reales excluyeran el de la sensualidad no habría
hecho menos efectiva la metáfora, sino más sutil; ya que le permite al autor
introducir la perplejidad de una vida real en la breve aventura sexual del
joven Adso, poniendo en evidencia la irrealidad de las pretensiones religiosistas. Es por todo eso que Umberto Eco sí logra representar en su vida el último
esplendor de la Modernidad, que superaba en él esa aspiración renacentista;
pero para dedicarse de lleno a su más plena decadencia, inevitable después de
las cúspides de su esplendor, en su descolocamiento magistral; porque identificarse
a estas alturas con los filos dialécticos del de Ockhcam, hasta el punto de la impersonación,
no puede ser sino el reflejo de una crisis de madurez intelectual; propia del
infantilismo de quien no duda en permitir que se incendie el mundo por un
simple juguete, en esas furias a destiempo de niño no tan interior.
Sobre eso anterior, se podría
concluir con un reseñista que lo caló perfectamente, que “Eco ya no tenía nada que
ver ni con Pascal ni con Spinoza, que aún fueron hombres de scriptorium; tampoco
se pareció a los grandes ilustrados, como los sabios Bayle, D’Alembert o
Diderot, capaces de dedicar toda su vida y sus escasos recursos a editar
enciclopedias fastuosas; no se comprometió con las más apremiantes cuestiones
políticas de su tiempo salvo para mostrarse como un pensador liberal —pero
menos que Russell o Berlín, por ejemplo—; ni poseyó, por fin, el perfil de un
Voltaire, un Víctor Hugo, un Zola o un Jean-Paul Sartre, dispuestos a aceptar
el exilio interior y exterior”. Otro crítico recuerda que el mismo Eco
se referiría al enigmático título de su novela como otro acertijo dialéctico;
por el cual, y contrario a la tesis poética y romanticista de Shakespeare y al
aforismo de Gertrude Stein, las cosas dejarían de existir y sólo quedaría el
nombre de las mismas. De Eco nos quedará sobre el nombre, dada su merecidísima
celebridad, pero también vacuo como el efecto físico sonoro que evoca; porque
toda esa grandeza fue la del gesto de la estatua y no la del hombre, por más
que fuera en esa pobre vanidad que se cumpliera su sentido más humano.
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