Tuesday, February 27, 2018

Black panther …or cats, seriously!


El problema con Black Panther es que pretende una reivindicación étnica, no la simple recreación de un super héroe; algo que parece haber estado naturalmente en la versión original del cómic, con ese efecto que sin embargo la película pierde. En ese sentido, y con humor doliente, podría decirse que Black Panther parece más una puesta del drama musical Cats que ese grito de dignidad que pretende; con su banda de gatos de callejón, ignorantes del ruido y las molestias que causan con sus pretensiones. 
El problema estarías en las pretensiones de la película, con ese reivindicacionismo discursivo; que tratando de emular al blanco se hace falso, y con ello desvirtuando los valores ciertos de los que podría enorgullecerse. Por ejemplo, para empezar, un elemento que se hace protagónico en el filme pero que en el cómic era de back ground; en la majestad de Wakanda, que en este protagonismo se alza como utopía, pero que en ello es inevitablemente distópica —como toda utopía que se respete—.
Wakanda exhibe no sólo un régimen de monarquía absoluta y espantosamente medieval en términos puramente occidentales; también el anacronismo de unos trajes, con los que trata de recrear la cultura originaria pero cuya función es tribal —¿alguien recuerda que es una sociedad futurista?—. Por supuesto, el problema es original como un pecado, y consiste en esa ancestralidad del África planeando sobre los negros norteamericanos; con esa romantización viciosa de una subcultura mal llamada urbana, y que sólo camufla el patetismo de la extrema pobreza. El filme no carece de elementos ciertos, eso es imposible, si —como representación— apela a un simbolismo convencional; pero los desagua en ese reivindicacionismo militante, que trata de vender una subcultura como una cultura suficiente y madura. 


La misma dinámica de toda secuencia dramática salva al filme en ocasiones, hilvanando el drama cósmico a través del sin sentido ideológico de toda la aventura; en que apelando al significado histórico del movimiento —en confluencia no casual con el cómic original—, embute todo ese sentido en aquella ligereza. Desgraciadamente, si el cómic fue eficiente en su momento lo fue por su falta de agresividad ideológica; es decir, en la madurez con que como cultura aceptó su integración en la actualidad norteamericana como un elemento más; en vez de alimentar el resentimiento —por más legítimo que sea—, hasta con jugadas peligrosas como la sutil alusión al problema blanco.
Fuera de eso, hay que reconocer que el vestuario es soberbio, aunque también sea torpe en su simbolismo disfuncional; y que el filme exhibe un reparto de lujo, tanto por la calidad actoral como por la belleza física de los actores, si bien estereotipada; que incluye a una rebajada Lupita Ngoyo junto al oportuno Daniel Kaluuya, con el apoyo inmarcesible de Forest Whitaker y Angela Bassett. En ese mismo nivel, la fotografía es hermosa pero predecible, y los giros poéticos de los diálogos son falsos como todo buen cliché; que es lo que demuestra la insustancialidad de este intento, en que paradójicamente lo que se consigue es alimentar la subordinación en la cultura que se trata de superar.

Wednesday, February 21, 2018

Ligado al fango


Hace un par de siglos, cincuenta años no era nada, y no alcanzaban para borrar una memoria histórica; lo que era importante, pues un suceso de dimensiones dramáticas se mantenía como una referencia, hasta que se incorporaba en la memoria genética de la cultura. Ya no es así, y en los Estados Unidos nadie recuerda cómo era la cultura antes de los baby boomers y el mito de la clase media; por eso es tan difícil entender de dónde proviene la virulencia racial que todavía nos marca como cultura, asumiendo que su grupo de poder vivió siempre en una posición materialmente cómoda.

Mudbound pone todas esas cosas en perspectiva, y recuerda que la cultura rural norteamericana era salvaje; no extraña entonces la violencia que permeó sus relaciones interraciales, como base de su estructura económica; ni tampoco extraña entonces que aún ensombrezca una sociedad a la que todavía determina, por su cercanía en el tiempo. Artísticamente, el filme es magistral, denso y panorámico en su dramatismo, con actuaciones poderosas por lo sobrias; apoyado en una fotografía que despliega su funcionalismo en unas vistas paisajísticas muy elaboradas, muy dependientes del color.

La fotografía es sinfónica, y se apoya en la música para avivar el drama, con esa religiosidad perturbada de los negros del Mississippi; que sin embargo equilibra la trama, sin poner el peso en ninguna de las partes en conflicto, a pesar de que una de ellas sea la que aporta este elemento. La edición se mantiene a la altura, con transiciones bruscas a pesar de lo rítmicas, por su carácter elíptico; que concatena escenas directamente opuestas, manteniendo la tensión del crescendo. La dirección es tan magistral que desaparece, y no se reconoce nunca, dejando el espacio a una narrativa que exhibe y recrea su origen literario; todo eso apuntando en la sola dirección de un drama in crescendo, que poco a poco va explicando la escena brutal con que comienza el filme.

Dee Rees
Nada sobra ni nada falta, y eso es lo único que habla de esa mano maestra que dirige esta película hasta el clímax; sin detenerse —ni omitir— en subtramas, que siendo importantes hubieran dispersado la atención por su propio dramatismo. Es curioso, porque la directora es negra, pero no alimenta su resentimiento, sino que explica el origen mezquino que permea esta violencia; con una carrera interesante, que exhibe títulos como la biópica Bessie, y Pariah, que —como Bessie— se detiene en problemas de identidad sexual. Puede que sea esta peculiaridad de su cinematografía anterior lo que le permita ese distanciamiento del problema racial; de modo que puede poner las cosas en perspectiva, y no olvidar —ni ocultar— detalles, que suele ser lo que hace incomprensibles los problemas.

Mudbound es una metáfora desde el título, que no alude sólo al colorido folclor del Mississippi con sus aguas fangosas; sino que se apoya en esa peculiaridad casual para hablar del alma humana, que es la que se proyecta en mímesis con su entorno. Quizás sea la inteligencia de semejante planteamiento lo que le provea la fuerza, pero habla también de la del arte como expresión; y puede que hasta de la tensión introducida por Netflix, como nuevo parámetro que equipara el cine norteamericano al europeo, más de autor que meramente industrial.

Wednesday, February 7, 2018

Germán Guerra, la espléndida madurez de la imagen


Por Ignacio T. Granados Herrera
El autor de Nadie ante el espejo es sin dudas el mismo de Metal, sólo que con más años; suficientes al menos para lograr este balance, que lo lleva desde la estridencia a la calma gentil. Por medio están el Libro de silencio y Oficio de tinieblas, que apuntan a esta serenidad, pero son todavía el impulso y no el arribo; porque en ambos casos se trata de los apoyos en que el hombre se despoja del discurso, fascinado con la imagen posible. Nadie ante el espejo es el libro donde comienza esta madurez de la imagen, pura en sí misma, sin discurso; logro doble, que trasluce el éxtasis final en que se comprende la vida y sus misterios, y se la transita.
Todos los poemas no tienen el mismo esplendor, ni todas las imágenes la misma fuerza; más allá de que eso sea o no normal, respondería a la precariedad de los tiempos, que se han tragado toda trascendencia. Lo sorprendente es este tesón, en que el autor persiste, e incluso clarifica un objeto que es propio en lo estético; y Guerra carga en este libro la digna voluntad con que se realiza a sí mismo, apelando a la belleza como salvación, en su más profundo sentido existencial.

Esa fuerza es la que sostiene a este libro, como una apuesta sobria en su oficio y donaire; y se las arregla —lo que no es fácil— para usar palabras como “esperanto” y “Maiakovsky” sin que le destrocen la imagen, grácil y frágil a pesar de ello. Como curiosidad, el juego eventual con la poesía gráfica se hace sutil en sus alcances; como en el poema Hexagrama sin nombre, que bien pudo llamarse Hsiâ Kwo (Pequeñas cosas), porque no sólo es el que reproduce, sino que además llega a significarlo. En esos juegos, puede que por error, subvierte las reglas del haiku, y sale digno del entuerto; dejando claro que hasta en disciplinas estrictas es el poema como un cuerpo el que decide su destino, y no una tradición burocrática en definitiva.
Por supuesto, el libro abunda en exergos y referencias, que dan cuenta del origen libresco de un marco generacional; pero no depende de estos y se alza por sí mismo, que es el mejor reconocimiento a todos esos a los que quiere remitirnos. Aún, en bucle de absoluta ontología, una de esas referencias es a sí mismo, con la imagen de panes y peces,  es todavía gentil; que es el tipo de gesto en que demuestra esa madurez y dominio, como para darse el lujo de ese juego consigo mismo.

Panes y los peces es figura recurrente para Guerra, y es así su determinación; con un valor crístico, que marca el rumbo de este libro, y se hace sólido más allá de la suerte individual de sus poemas. Los nombres de la sombra es probablemente el mejor de los poemas, por lo hondo; es el más simple y tierno, el de la angustia, en que el poeta se sabe “axis mundi” y el horror que eso significa. Es un poema en prosa, que desecha toda pretensión intelectual, y sólo tiene el aliento para sostenerse; pero este es más fuerte que el mejor exoesqueleto que haya fabricado el mar, porque es la vida para sumergirse.
El libro tiene tres cuerpos, de los que el segundo es el más espléndido, pero en el tercero el libro descifra el enigma de su nombre; con un díptico, que es en el que se reconoce esta escritura del que está de vuelta y sabe a dónde vuelve, con un verso existencial. No es el mejor poema en ningún sentido, pero sí el que explica de qué va todo en este drama; porque al final, eso es lo que establece el libro, el drama que torna a la vida en ars poética, confirmando todo el misticismo del mundo.

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