Thursday, December 29, 2016

Lala Land, o la inconsistencia de un americano en París.

En su convencionalismo, la crítica profesional muerde el publicitado anzuelo del homenaje de esta película a Rebelde sin causa; que es cierto pero secundario y snob, como casi todo en ella, y que por tanto descuida sus mejores recursos. El resultado es un producto de calidad mixta, con saldo positivo pero en términos relativos y no absolutos; con paradojas como el guiño evidente pero desapercibido al clásico francés de Los paraguas de Cherburgo, que sí lo define y determina estéticamente. Más aún, se agradece el ascendiente de Coppola, que campea en este filme como el canon dramático de Corazonada (One from the heart); como un carácter que no cuaja pero al menos promete a todo lo largo del film, hasta la apoteosis previa al final.
Lala land es así un compendio de cosas con calidad variable y más bien inconexas, a pesar de su cuidada dramaturgia; lo que se debe a la profusión de efectos y gratuidades, que la hacen bandearse sin mucho sentido propio. Así, aunque aludiendo a esa estética europea de Jacques Demi y Michel Legrand, Lala land se reconoce en la tradición del musical norteamericano (Un americano en París); que es de donde proviene su debilidad, pues trata de recrear el trascendentalismo europeo y no la dulce banalidad en que se sustenta. Con ese devaneo, la mayoría de los números coreografiados son tan espléndidos como gratuitos y excesivos; lo que es pecado grave en arte, sobre todo cuando se tienen tantas pretensiones, porque se pierde la posibilidad de un perfil propio.
Entre los desaciertos más escandalosos, sobresale el número de tap en que ella tiene que cambiarse los zapatos para poder bailar; haciendo previsible todo lo que debería desarrollarse de modo espontaneo, cuando toda la escena es tan zonza que depende de esa espontaneidad. Tanta inconsistencia se entiende si se observa la —más bien corta— trayectoria propia del director, con mucho culto a su propia y supuesta genialidad; bien que disimulado como un culto al no menos supuesto espíritu del jazz, que resalta aquí en una ontología más inconsistente que discurso de pastor evangélico. Como falso pragmatismo crítico, el filme cuenta con el discurso y la voz del fabuloso John Legend; que pareciera recordarle al insulso y atrevido Sebastian (Gosling) lo que es, una gota de leche en un vaso de moscas.
Sin embargo, tanta referencia requeriría un acercamiento mesurado a la estética personal de este director; que con sólo un par de documentos sobre su propio snobismo, todavía está por demostrar que merece tanta y tan especializada atención. Entre lo que no es negativo pero tampoco positivo está el reparto, que tiene que lidiar con la estructura musical sin personalidad suficiente para ello; desde un Ryan Gosling que no es Gene Kelly ni mucho menos Fred Astaire, a una Emma Stone a la que no se le dan tan mal las rancheras. El problema es que Stone es mucho mejor que Gosling, pero su personaje es el coprotagónico, no a la inversa, y además depende del coreógrafo; él no es malo pero tampoco es espectacular, está muy lejos de ser un monstruo de actuación y todavía el mundo tiene memoria de los reyes del musical que fueron Astaire y Kelly.
Eso sí, y como revelando la banalidad del director, Gosling pone lo que mejor tiene, y es el perfil a contraluz con el flequillo sobre la frente; es decir, el cliché del jazzista puro, que se fabrica la estética más falsa del mundo para justificar su propia intrascendencia. Vuelta a los valores, está ese instante previo al final, que entra en la introspección de lo que la vida hubiera sido si no fuera lo que es; lo que hace además manejando de un modo excelente un elemento sorpresa que no se debe revelar, y que demuestra que es posible la buena dramaturgia; y se realiza en un segmento bastante extenso, en el que se puede reconocer toda esa textura genial de la tradición a la que responde. Lala land es entonces como un twist, que recrea en su inocencia la metáfora de Un americano en París; como esa reverencia esteticista al canon francés con el carácter robusto de lo norteamericano, un drama al que se puede asistir a pesar de su inconsistencia.

Thursday, December 15, 2016

Cuatro estaciones en la Habana

Es inútil preguntarse cómo habrían sido las historias del inspector Mario Conde en un sistema político distinto del cubano; él es exactamente el fruto de ese sistema político, según lo sintetiza la literatura de Leonardo Padura. De ahí las múltiples contradicciones, que hacen que toda entrega suya tenga un balance desigual en su dramaturgia; sólo que esta vez, con todo el peso técnico y presupuestario de una empresa norteamericana, que sabe cómo explotar sus recursos más allá del romanticismo. Por supuesto, toda la narrativa de Padura está anclada en la aparente transgresión política, igual que la crítica a la burocracia de cuando el Neorrealismo de Gutiérrez Alea; pero eso no es ni por mucho lo peor de la serie, siendo apenas un elemento que ni quita ni pone en el contexto general.

El inspector Conde tiene el defecto de siempre, mostrar las costuras de Padura sobreexplotando frustraciones generacionales; que es su característica más recurrente, en un modelo de antihéroe obviamente inspirado en el Philip Marlowe de Raymond Chandler. El problema es que Conde resulta llorón en su alcoholismo, aunque para esta producción la atenuaran lo depresivo; no importa, es parte de la escenografía, revelando la mano de un autor que cree en la validez de ese recurso, sin dudas legítimo pero ineficaz en lo repetitivo. Todos los episodios mutilan con inteligencia el caudal de símbolos que puebla la novela original, por una mayor agilidad cinematográfica; pero el último sí respeta lo que quizás sea su joya más preciosa, y que es el guiño al clásico del cine norteamericano —con el inefable Marlowe de Humphrey Bogart— El halcón maltés.

Como producción, ese podría ser el defecto capital de Cuatro estaciones en la Habana, cuya importancia radica en que es dramatúrgico; incluso reconociendo que en definitiva se trata de marco referencial y no de argumento propiamente dicho, sólo que omnipresente como la firma misma de Padura. Técnicamente se trata de una producción de lujo, con un elenco estelar, excepto el protagónico de Perugorría, que no es malo sino insulso y descolorido; lo que no es raro, pues salvo el coprotagónico que hizo en Viva, él sólo repite en su cinematografía los mismos trucos que cogió con Gutiérrez Alea.

De los personajes secundarios llama la atención Carlos Enrique Almirante, predando sin dudas en el look de Albertico Pujol; aunque aún no en su dominio escénico, pero igual explotado en su justa medida de sex appeal de macho caribeño joven. Al respecto, el erotismo está bien explotado en general, sobre todo en este caso de Almirante, que aporta dramatismo y humor según se necesite; pero resulta excesivo, gratuito y hasta contradictorio en el caso de Conde —exactamente en el segundo episodio—, como por meras exigencias comerciales; pero a las que responde con un Perugorría muy alejado de su antiguo appeal, añadiendo cierto patetismo que lo humilla con su anti naturalidad. En ese sentido también, resalta ese machismo tan nativo en el que las mujeres poco importan y carecen de protagonismo; no pasan de chicas Perugorría como otras con mejor suerte son chicas Bon, que no es que esté mal, sino que el contexto no es así de glamoroso.

Volviendo a las actuaciones, no sorprende la calidad general, con el elenco que se gasta la serie, salvo algunos de los de apoyo; que en su desigualdad contrastan de uno al otro, como una mezcla descuidada y chapucera. No obstante, están casi todas las glorias de la actuación cubana, comenzando con un Néstor Jiménez sobrio y esplendoroso; junto a Luis A. García, Patricio Wood, Aurora Basnuevo y un etcétera interminable. Sorprende, eso sí, el mismo antagonismo de Héctor Medina, que ya fue magnífico cuando protagonizó Viva junto a Perugorría y Luis Alberto García; estableciendo el nivel de la actuación cubana para el mercado internacional, luego de la desventaja del aislamiento político.

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Esta serie inusual tiene por lo demás una fotografía sólida, de composiciones, encuadres y saturación perfectos; como un pulseo entre la poderosa tradición de la industria cinematográfica del Norte y la estética nacional cubana; una fotografía cuyo realismo no edulcora ni resalta el decadentismo de la Habana —a pesar de la insistencia oportunista del guion—, pero sí le hace una bellísima justicia. Curiosamente, los clichés de lo que ya va siendo un cine vernáculo sin neorrealismo italiano —pero sin nueva ola también— están perfectamente equilibrados; dejando claro que la pobre dramaturgia está reforzada por la experiencia de una industria que se toma los presupuestos muy en serio, no importa el ascendiente comercial de los autores; que es lo que hace que el balance final sea positivo, a pesar de esas recurrencias del autor, que ya resultan en meros manierismos suyos.

Thursday, December 1, 2016

Allied, o la nueva conjura de los necios

Allied es una fórmula habitual a la industrial del cine, que trata de vendernos a Marion Cotillard y Brad Pitt; no es la primera vez ni hay nada malo en ello, las formulas se aplican por su eficacia. Antes ocurrió con Meryl Streep y Robert Redford, sólo que en esos casos se buscaban historias poderosas y mejor desarrolladas; no es ese el caso de Allied, que se reduce a vender las figures de Brad Pitt y Marion Cotillard, nada más. La historia de Allied es atractiva, pero no desarrolla toda su riqueza dramática; sino que se reduce a recrear la mera contradicción sentimental, en un aura de falso romanticismo. No hay dudas de que la WWII en que se enmarca el filme habrá provocado situaciones más increíbles y retorcidas que esta; sin embargo, esta —que puede ser recurrente y vanilla— carece de toda credibilidad, justo por su debilidad argumental.

No es improbable, por ejemplo, que una relación entre espías desemboque en romance con peso sentimental; pero es increíble que un agente experimentado caiga en las redes de su propio sentimentalismo, hasta ese absurdo de la proposición matrimonial. No es extraño el twist de mantener los sentimientos reales, eso es teatro elemental; pero sí es extraño que eso llegue a confundir a un espía profesional, incluso cuando le revelan el truco. Por haber, hay de todo lo que requiere la fórmula, desde el trasero de Pitt y los senos de Cotillard, hasta sexo en medio de una tormenta de arena; pero el diluente no es bueno, y hasta el recurso de la cámara en redondo para la escena de sexo se vuelve trillado y banal. Cuidado, ese recurso en sí mismo es bueno, y añade cierto atractivo a la escena; pero es la escena misma la que es trillada, arrastrando consigo a ese magnífico recurso a su sello de banalidad.

Igualmente, la puesta es impresionante, y el vestuario y la fotografía consiguen un montaje escenográfico digno de mejor libreto; hasta la fotografía —en un tono sepia que no reduce sino explota el color— son de un altísimo nivel técnico, echado a perder. El final es un arrebato in crescendo, desde que Pitt fuerza una misión en terreno enemigo, buscando de la identidad de su amada; hasta la apoteosis, en que la Cotillard logra salirse con cierta decencia, mientras Pitt estrena morritos que deberían avergonzarlo para siempre. El momento final recuerda el de Casablanca, cuando el Jefe de la policía y Bogart sellan el surgimiento de una gran amistad; pero aquí, el oficial a cargo ordena a sus agentes alterar el reporte en aras del romanticismo sacrificado a la frialdad de la guerra.

Se trata entonces, y más o menos, de Pitt y Cotillard en la Casablanca del gobierno de Vichy, y si la trama suena conocida es porque lo es; sólo que no son Bogart y Bacall en un argumento enjundioso, que daría hasta uno de los mejores bocadillos del mundo. De hecho, la fórmula fue explotada ya —y con mucha mejor suerte— con Robert Redford y una suficiente Lena Olin en Havana (1990); pero aquí se trata de una probablemente sobrevalorada Cotillard, y un Pitt que no se esfuerza mucho, como en Entrevista con un vampiro.

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