Thursday, December 15, 2016

Cuatro estaciones en la Habana

Es inútil preguntarse cómo habrían sido las historias del inspector Mario Conde en un sistema político distinto del cubano; él es exactamente el fruto de ese sistema político, según lo sintetiza la literatura de Leonardo Padura. De ahí las múltiples contradicciones, que hacen que toda entrega suya tenga un balance desigual en su dramaturgia; sólo que esta vez, con todo el peso técnico y presupuestario de una empresa norteamericana, que sabe cómo explotar sus recursos más allá del romanticismo. Por supuesto, toda la narrativa de Padura está anclada en la aparente transgresión política, igual que la crítica a la burocracia de cuando el Neorrealismo de Gutiérrez Alea; pero eso no es ni por mucho lo peor de la serie, siendo apenas un elemento que ni quita ni pone en el contexto general.

El inspector Conde tiene el defecto de siempre, mostrar las costuras de Padura sobreexplotando frustraciones generacionales; que es su característica más recurrente, en un modelo de antihéroe obviamente inspirado en el Philip Marlowe de Raymond Chandler. El problema es que Conde resulta llorón en su alcoholismo, aunque para esta producción la atenuaran lo depresivo; no importa, es parte de la escenografía, revelando la mano de un autor que cree en la validez de ese recurso, sin dudas legítimo pero ineficaz en lo repetitivo. Todos los episodios mutilan con inteligencia el caudal de símbolos que puebla la novela original, por una mayor agilidad cinematográfica; pero el último sí respeta lo que quizás sea su joya más preciosa, y que es el guiño al clásico del cine norteamericano —con el inefable Marlowe de Humphrey Bogart— El halcón maltés.

Como producción, ese podría ser el defecto capital de Cuatro estaciones en la Habana, cuya importancia radica en que es dramatúrgico; incluso reconociendo que en definitiva se trata de marco referencial y no de argumento propiamente dicho, sólo que omnipresente como la firma misma de Padura. Técnicamente se trata de una producción de lujo, con un elenco estelar, excepto el protagónico de Perugorría, que no es malo sino insulso y descolorido; lo que no es raro, pues salvo el coprotagónico que hizo en Viva, él sólo repite en su cinematografía los mismos trucos que cogió con Gutiérrez Alea.

De los personajes secundarios llama la atención Carlos Enrique Almirante, predando sin dudas en el look de Albertico Pujol; aunque aún no en su dominio escénico, pero igual explotado en su justa medida de sex appeal de macho caribeño joven. Al respecto, el erotismo está bien explotado en general, sobre todo en este caso de Almirante, que aporta dramatismo y humor según se necesite; pero resulta excesivo, gratuito y hasta contradictorio en el caso de Conde —exactamente en el segundo episodio—, como por meras exigencias comerciales; pero a las que responde con un Perugorría muy alejado de su antiguo appeal, añadiendo cierto patetismo que lo humilla con su anti naturalidad. En ese sentido también, resalta ese machismo tan nativo en el que las mujeres poco importan y carecen de protagonismo; no pasan de chicas Perugorría como otras con mejor suerte son chicas Bon, que no es que esté mal, sino que el contexto no es así de glamoroso.

Volviendo a las actuaciones, no sorprende la calidad general, con el elenco que se gasta la serie, salvo algunos de los de apoyo; que en su desigualdad contrastan de uno al otro, como una mezcla descuidada y chapucera. No obstante, están casi todas las glorias de la actuación cubana, comenzando con un Néstor Jiménez sobrio y esplendoroso; junto a Luis A. García, Patricio Wood, Aurora Basnuevo y un etcétera interminable. Sorprende, eso sí, el mismo antagonismo de Héctor Medina, que ya fue magnífico cuando protagonizó Viva junto a Perugorría y Luis Alberto García; estableciendo el nivel de la actuación cubana para el mercado internacional, luego de la desventaja del aislamiento político.

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Esta serie inusual tiene por lo demás una fotografía sólida, de composiciones, encuadres y saturación perfectos; como un pulseo entre la poderosa tradición de la industria cinematográfica del Norte y la estética nacional cubana; una fotografía cuyo realismo no edulcora ni resalta el decadentismo de la Habana —a pesar de la insistencia oportunista del guion—, pero sí le hace una bellísima justicia. Curiosamente, los clichés de lo que ya va siendo un cine vernáculo sin neorrealismo italiano —pero sin nueva ola también— están perfectamente equilibrados; dejando claro que la pobre dramaturgia está reforzada por la experiencia de una industria que se toma los presupuestos muy en serio, no importa el ascendiente comercial de los autores; que es lo que hace que el balance final sea positivo, a pesar de esas recurrencias del autor, que ya resultan en meros manierismos suyos.

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