Cuatro estaciones en la Habana
Es inútil
preguntarse cómo habrían sido las historias del inspector Mario Conde en un
sistema político distinto del cubano; él es exactamente el fruto de ese sistema
político, según lo sintetiza la literatura de Leonardo Padura. De ahí las
múltiples contradicciones, que hacen que toda entrega suya tenga un balance
desigual en su dramaturgia; sólo que esta vez, con todo el peso técnico y
presupuestario de una empresa norteamericana, que sabe cómo explotar sus
recursos más allá del romanticismo. Por supuesto, toda la narrativa de Padura está
anclada en la aparente transgresión política, igual que la crítica a la
burocracia de cuando el Neorrealismo de Gutiérrez Alea; pero eso no es ni por
mucho lo peor de la serie, siendo apenas un elemento que ni quita ni pone en el
contexto general.
El
inspector Conde tiene el defecto de siempre, mostrar las costuras de Padura sobreexplotando
frustraciones generacionales; que es su característica más recurrente, en un
modelo de antihéroe obviamente inspirado en el Philip Marlowe de Raymond
Chandler. El problema es que Conde resulta llorón en su alcoholismo, aunque
para esta producción la atenuaran lo depresivo; no importa, es parte de la
escenografía, revelando la mano de un autor que cree en la validez de ese
recurso, sin dudas legítimo pero ineficaz en lo repetitivo. Todos los episodios
mutilan con inteligencia el caudal de símbolos que puebla la novela original, por
una mayor agilidad cinematográfica; pero el último sí respeta lo que quizás sea
su joya más preciosa, y que es el guiño al clásico del cine norteamericano —con
el inefable Marlowe de Humphrey Bogart— El halcón maltés.
Como
producción, ese podría ser el defecto capital de Cuatro estaciones en la Habana, cuya importancia radica en que es
dramatúrgico; incluso reconociendo que en definitiva se trata de marco referencial
y no de argumento propiamente dicho, sólo que omnipresente como la firma misma
de Padura. Técnicamente se trata de una producción de lujo, con un elenco estelar,
excepto el protagónico de Perugorría, que no es malo sino insulso y
descolorido; lo que no es raro, pues salvo el coprotagónico que hizo en Viva,
él sólo repite en su cinematografía los mismos trucos que cogió con Gutiérrez
Alea.
De los personajes
secundarios llama la atención Carlos Enrique Almirante, predando sin dudas en
el look de Albertico Pujol; aunque aún no en su dominio escénico, pero igual
explotado en su justa medida de sex appeal de macho caribeño joven. Al respecto,
el erotismo está bien explotado en general, sobre todo en este caso de Almirante,
que aporta dramatismo y humor según se necesite; pero resulta excesivo,
gratuito y hasta contradictorio en el caso de Conde —exactamente en el segundo
episodio—, como por meras exigencias comerciales; pero a las que responde con
un Perugorría muy alejado de su antiguo appeal, añadiendo cierto patetismo que lo
humilla con su anti naturalidad. En ese sentido también, resalta ese machismo
tan nativo en el que las mujeres poco importan y carecen de protagonismo; no
pasan de chicas Perugorría como otras con mejor suerte son chicas Bon, que no
es que esté mal, sino que el contexto no es así de glamoroso.
Volviendo
a las actuaciones, no sorprende la calidad general, con el elenco que se gasta
la serie, salvo algunos de los de apoyo; que en su desigualdad contrastan de
uno al otro, como una mezcla descuidada y chapucera. No obstante, están casi
todas las glorias de la actuación cubana, comenzando con un Néstor Jiménez sobrio y esplendoroso; junto a Luis A. García, Patricio Wood, Aurora Basnuevo y un
etcétera interminable. Sorprende, eso sí, el mismo antagonismo de Héctor
Medina, que ya fue magnífico cuando protagonizó Viva junto a Perugorría y Luis
Alberto García; estableciendo el nivel de la actuación cubana para el mercado
internacional, luego de la desventaja del aislamiento político.
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Esta serie
inusual tiene por lo demás una fotografía sólida, de composiciones, encuadres y
saturación perfectos; como un pulseo entre la poderosa tradición de la
industria cinematográfica del Norte y la estética nacional cubana; una fotografía
cuyo realismo no edulcora ni resalta el decadentismo de la Habana —a pesar de
la insistencia oportunista del guion—, pero sí le hace una bellísima justicia. Curiosamente,
los clichés de lo que ya va siendo un cine vernáculo sin neorrealismo
italiano —pero sin nueva ola también— están perfectamente equilibrados; dejando
claro que la pobre dramaturgia está reforzada por la experiencia de una
industria que se toma los presupuestos muy en serio, no importa el ascendiente
comercial de los autores; que es lo que hace que el balance final sea positivo,
a pesar de esas recurrencias del autor, que ya resultan en meros manierismos
suyos.
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