Monday, November 25, 2019

Downtown Abbey


Esta es una serie que ya va a cumplir la década desde su estreno, con todo esplendor a lo largo de seis temporadas; y la prueba es el reciente estreno de la película con su nombre, que por supuesto la resume, en una empresa de éxito asegurado y predecible. Poco se podría añadir a la suntuosidad de una producción de lujo, que todavía se vende bien en los servicios de streaming; pero entre esas pocas cosas estaría sin dudas la extrema singularidad de su objeto dramático, y la forma peculiar con que lo resuelve.

Downtown Abbey es sólo una ficción dramática, que narra los avatares de una familia aristocrática; pero con demasiados defectos de dramaturgia para ser sólo eso, escondería mucha más densidad histórica de lo que puede creerse. En efecto, Lord Grantham es demasiado débil como carácter para ser creíble, tanto como para permitir que bajo su techo pasen las innúmeras cosas que pasan; que en realidad son todos los escándalos, tensiones y contradcciones que ha atravesado la aristocracia inglesa a todo lo largo de su decadencia; concentrados aquí en poco más de una década de una sola familia, que de ser cierta no habría podido aguantar semejante alud de contradicción social.

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Por supuesto, es por eso por lo que se trata de una ficción dramática y no de una realidad puntual, sino sólo su representación; nada que no se pueda resolver con un poco de fe poética, por lo menos la suficiente como para disfrutar a cambio la tremenda transición histórica que así representa. Para empezar, tiene la audacia de remarcar el papel de las ricas herederas norteamericanas —no los hombres ni los revolucionarios— en el desarrollo del liberalismo del siglo XX; explicando con lánguida elegancia y limpieza objetos más propios de la sociología y la historia, como la paradoja Vanderbild (*)

La serie cumple la función de toda reflexión estética, poniendo en perspectiva el desarrollo de los cambios sociales; y en ello resulta mucho más efectiva que el activismo político, por la capacidad de comprensión que permite en sus conciliaciones. La presente generación de la familia Crawley parte del matrimonio por interés de una heredera norteamericana con un lord inglés arruinado; que fue la norma, como establece la ya dicha paradoja Vanderbild, como la forma en que el capitalismo venció a la aristocracia feudal en su último pulseo.

En la serie, esa relación fundacional es de un improbable romanticismo, junto a esa debilidad de carácter no menos imposible al patriarca; pero como concesiones necesarias para cobijar los innúmeros escándalos y transgresiones con que la rígida estratificación inglesa se ve obligada a evolucionar. Vale recordar que todo eso es improbable, porque no hay familia que sobreviva semejante nivel de escándalo; el quiebre de las normas se paga caro en sociedades tan perfectamente organizadas, justo porque eso pone en peligro la estabilidad social.

La serie explora incluso el entramado de las relaciones sociales, reflejado en las de la estructura familiar con el personal de servicio; que en muchas ocasiones llega al asistencialismo, el código de derechos y establecimiento de áreas propias para cada uno; regulando la interacción constante, además de las ocasiones y momentos en que ese orden hace concesiones funcionales. La atmósfera general de estas relaciones es ideal y no menos improbable que el nivel de escándalos familiares o la debilidad del patriarca; pero como se dijo antes, se trata de la representación formal de la realidad en una ficción dramática, no de su reproducción puntual.

De nuevo, esa es la facultad de la reflexión estética a través de la representación dramática, con sus niveles de ponderación histórica; y esta serie lo resuelve perfectamente bien, hasta el punto de justificar lo que de otro modo serían serios defectos de dramaturgia. También por supuesto, no hay serie que sobreviva a su tercera temporada sin graves daños de descaracterización; y esta llegó a su sexta con notable dignidad, gracias sobre todo a la suntuosidad de su producción y ese estilizado romanticismo con que se supo ejecutar.

Sunday, November 3, 2019

The King


El problema con las expectativas es que son más fáciles de alimentar que de satisfacer, y ese parece ser el caso con The King; un filme de Netflix, anunciado como una superproducción, y que aún con una factura exquisita se las arregla para dejar cierto resabio de decepción. Quizás se trate de que las apuestas caían principalmente en la revelación de Timothée Chamelet, que con dos performances brillantes era la promesa ideal; sólo que los personajes románticos de Call me by your name y Beautiful boy, o incluso el neorromántico de Lady bird, no son presupuesto suficiente para un héroe épico.

Ojo ahí, el problema es que The King es una epopeya basada en tres obras de teatro de William Shakespeare; por eso exige más que un actor de carácter, uno que se adapte bien a los clichés del cine de acción caballeresca, que los clichés existen para algo. En realidad, Chamelet aporta su belleza raramente viril y adolescente, con un perfil caballeresco que no basta a llenar el personaje; y el problema está en él, no en el personaje, pues la iconografía del temprano renacimiento está llena de jóvenes melancólicos y bellos; y de hecho es físicamente fiel al personaje histórico que representa, es en la personalidad donde no es creíble.

Curiosamente, todos los otros están perfectos en sus caracterizaciones, confirmando que la debilidad radica en él; claro, todos los otros menos Robert Pattinson, que reproduce en este filme todos los manierismos de The Twilight saga; más o menos creíbles para El señor de los anillos, pero totalmente fuera de lugar para un drama shakesperiano. Incluso, aunque en general todos los demás están perfectos y equilibrados en estas caracterizaciones, no dejan de tener ciertos excesos; pero estos obviamente corren por cuenta del director y no de los actores, que nunca pierden el pie; y son los casos de Lily Rose Deep —yep, la reconocible hija de Jony Deep— y el super experto francés Thibault de Montalembert.

De la puesta en sí, puede decirse que es grandiosa, como si hubiera acaparado todo el interés del director; en vez de ser el resultado de ese interés volcado sobre los otros elementos, sobre todo el carácter protagónico. En cualquier caso, la escenografía es suficiente, y el vestuario también, sin robarle protagonismo a esta; y en general, todos los detalles de la ambientación están muy bien cuidados, con cierta espectacularidad en la truca.

Ahora bien, el drama, como la actuación de Chamelet el désenchanté, tiene terribles excesos en este manierismo; pues no importa si incluso resume tres obras de Shakespeare, parece un thriller de cuarentaicinco minutos alargados a casi dos horas y media. El problema ahí es la pausa, que obviamente se debe a la pretensión operática más que propiamente dramática del director; poniendo el énfasis en una especie de sino trágico, que ni el mismo Shakespeare —el experto en la tragedia inglesa— intentó en lo que vio que era sólo un drama histórico.

En resumen, The King confirma el derrotero —ya habitual— de Netflix como productor de segunda categoría; que pone su dinero en puestas grandilocuentes, pero más fulgurantes que substanciosas. Para eso, acude a una batería de eternas jóvenes promesas, que se descolocan a sí mismos con sus pretensiones; lo que no sería tan terrible, sino fuera por el nivel de atención que consiguen arrastrar, en un mercado que ya es disfuncional por su populismo.

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