Allied, o la nueva conjura de los necios
Allied es
una fórmula habitual a la industrial del cine, que trata de vendernos a Marion Cotillard
y Brad Pitt; no es la primera vez ni hay nada malo en ello, las formulas se aplican
por su eficacia. Antes ocurrió con Meryl Streep y Robert Redford, sólo que en
esos casos se buscaban historias poderosas y mejor desarrolladas; no es ese el
caso de Allied, que se reduce a vender
las figures de Brad Pitt y Marion Cotillard, nada más. La historia de Allied es atractiva, pero no desarrolla
toda su riqueza dramática; sino que se reduce a recrear la mera contradicción
sentimental, en un aura de falso romanticismo. No hay dudas de que la WWII en
que se enmarca el filme habrá provocado situaciones más increíbles y retorcidas
que esta; sin embargo, esta —que puede ser recurrente y vanilla— carece de toda
credibilidad, justo por su debilidad argumental.
No es improbable, por ejemplo, que
una relación entre espías desemboque en romance con peso sentimental; pero es increíble
que un agente experimentado caiga en las redes de su propio sentimentalismo,
hasta ese absurdo de la proposición matrimonial. No es extraño el twist de
mantener los sentimientos reales, eso es teatro elemental; pero sí es extraño que
eso llegue a confundir a un espía profesional, incluso cuando le revelan el
truco. Por haber, hay de todo lo que requiere la fórmula, desde el trasero de
Pitt y los senos de Cotillard, hasta sexo en medio de una tormenta de arena; pero
el diluente no es bueno, y hasta el recurso de la cámara en redondo para la
escena de sexo se vuelve trillado y banal. Cuidado, ese recurso en sí mismo es
bueno, y añade cierto atractivo a la escena; pero es la escena misma la que es
trillada, arrastrando consigo a ese magnífico recurso a su sello de banalidad.
Igualmente, la puesta es
impresionante, y el vestuario y la fotografía consiguen un montaje
escenográfico digno de mejor libreto; hasta la fotografía —en un tono sepia que
no reduce sino explota el color— son de un altísimo nivel técnico, echado a
perder. El final es un arrebato in crescendo, desde que Pitt fuerza una misión en
terreno enemigo, buscando de la identidad de su amada; hasta la apoteosis, en
que la Cotillard logra salirse con cierta decencia, mientras Pitt estrena
morritos que deberían avergonzarlo para siempre. El momento final recuerda el de
Casablanca, cuando el Jefe de la policía y Bogart sellan el surgimiento de una
gran amistad; pero aquí, el oficial a cargo ordena a sus agentes alterar el
reporte en aras del romanticismo sacrificado a la frialdad de la guerra.
Se trata entonces, y más o menos,
de Pitt y Cotillard en la Casablanca del gobierno de Vichy, y si la trama suena
conocida es porque lo es; sólo que no son Bogart y Bacall en un argumento
enjundioso, que daría hasta uno de los mejores bocadillos del mundo. De hecho,
la fórmula fue explotada ya —y con mucha mejor suerte— con Robert Redford y una
suficiente Lena Olin en Havana (1990);
pero aquí se trata de una probablemente sobrevalorada Cotillard, y un Pitt que
no se esfuerza mucho, como en Entrevista
con un vampiro.
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