Wednesday, March 2, 2016

De las lecturas del Dante

Por Ignacio T. Granados Herrera

Todos los análisis de La divina comedia de Dante Alighieri coinciden en su carácter simbólico, por el que reflejaría la realidad socio política de su entorno; hasta el punto de reconocer valor historiográfico y referencial a sus pasajes, en los que retrataría sucesos y personajes concretos de ese entorno suyo. También en su espesa y efectiva simbología, desde el carácter existencial dada la referencia directa a la edad del autor (en medio del camino de la vida...); pero también, y en ese mismo sentido, las dificultades que evoca en ese momento —la loba, la onza y el leopardo—, así como la relación con Beatriz, que será su coprotagonista. Junto a esta simbología, otra más recurrente, en la estructura pitagórica del poema como conjunto dramático total; y otra aún, más rica todavía y objetiva, como la de la quimera para representar la doble naturaleza de Jesús Cristo y el sol como —sí, es naturalmente recurrente desde los tiempos de Akenatón— Dios mismo; a la que hay que añadir la de la carreta que la quimera arrastra como el mundo —¿El carro de heno del Bosco?—, y la de Virgilio como su guía por el inframundo; en el que se encuentra a causa de su insalvable paganismo, que no le permite transitar del Limbo al Cielo, pero sí atravesar desaprensivo el Infierno.

Sin embargo, es difícil aceptar en Dante esa absolutividad que reduce el mundo a los conflictos entre güelfos y gibelinos; además de esa escena final en que Beatriz retoma su lugar en la contemplación beatífica, para dedicarle aún una mirada luego de concluida su misión. La situación en sí es imposible incluso como ficción, y aun aceptando la propuesta del mandato sublime de Beatriz; primero por el exceso del uso de la primera persona, a menos que el drama sea interior por más que sus dimensiones y alcances sean cosmológicos; haciendo entonces aceptable esa concesión final en que Beatriz se sustrae de la reasumida contemplación divina para dedicar una última mirada al Dante. Esta visión estaría implícita en todos esos análisis sobre la Comedia, desde el momento en que se le reconoce el carácter existencial de ese "en medio del camino de la vida"; sin embargo son ambiguos a partir de ahí, deteniéndose más en los conflictos socio históricos y políticos de la circunstancia del Dante antes que en los mismos como representación del Cosmos. La diferencia que se propone es que esta representación no sería sólo simbólica sino efectiva e intencional; planteando entonces al libro como una ontología total, de valor incluso sistemático, aún si esto último es sólo en su alcance e involuntariamente.

Eso sería más creíble, proponiendo incluso a Beatriz como representación del alma específica del Dante —lo mejor de él mismo—; no del alma como género, teniendo en cuenta la relatividad de su pureza, en tanto mujer casada y que por tanto no es virgen; lo que es un elemento muy importante para la cultura católica de su tiempo, independiente de sus virtudes y modestia, que en su relatividad hablan más bien de la comprensión del Dante sobre su propio estado. Más allá de Beatriz, es increíble que el Dante se atribuya la facultad de condenar a nadie en concreto al Infierno de modo efectivo; algo a lo que la cultura católica es bien susceptible, a menos que se trate de un infierno particular y propio del protagonista como su mundo interior, expuesto a esa circunstancia peculiar. De hecho, esta peculiaridad del infierno como propio del Dante explicaría el aparente descuido de su salto existencial al simbolismo (en medio del camino de la vida…); cuyo único precedente estaría en la incongruencia aparente con que Virgilio hace regresar a Eneas por la puerta de cuerno, para asombro de Borges; pero sin vínculo directo con este pasaje de la Comedia, por más que su autor sea devoto del de La Eneida hasta el punto de hacerlo su cicerone.

Ahora bien, ya como sistematización ontológica, La comedia tendría un valor añadido al de la filología; y este sería el del esquema gnoseológico, intrínseco a la reflexión estética,  más allá del discurso particular del autor. De hecho esta sería entonces la diferencia capital pero sutil entre este y los análisis tradicionales de La comedia, que insisten en su valor filológico; pero ignorando en sus tendencias racional-positivas el problema del conocimiento, resueltos de modo natural en el objetivismo de la reflexión estética. En ese sentido, la simbología reconocible en La comedia adquiriría otro alcance, como representación sobre todo dialéctica de la cultura occidental; redeterminada al humanismo moderno a partir del cristianismo renacentista, justo a través de los conflictos dados por la evolución de esta etapa entre los siglos XII y XV. Por supuesto, esta propuesta es más de carácter antropológico  —por referirse a la cultura— que historiográfico; de ahí que su referencia sea una sistematización ontológica del Dante, con el desarrollo de su propia madurez en conformidad a un arquetipo de pureza comprensible para él, como Beatriz.

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Otra cosa habría sido el discurso más o menos inspirado que habitualmente se le reconoce,  desconociendo la otra obviedad de su carácter relativo; es decir, sujeto a los problemas habituales a la comprensión del mundo, que serían insolubles dada la misma parcialidad de su autor. Lejos de eso, La divina comedia no habría envejecido ni un ápice, ni siquiera con la vetustez lógica a los monumentos lingüísticos; sino que retendría esa frescura de su mismo dramatismo, por el que se puede acudir hasta a una simbología ya desfasada por su falta de contexto, no sólo histórico sino también epistemológico. De ahí que esta otra propuesta sea más factible, rescatando una epopeya hermosa y vital del limbo de las culturas especializadas;  como otro acceso tangencial al drama real del mundo, más allá hasta de la inteligencia —siempre discutible— de cualquier autor. 

El infierno como la realidad más inmediata es una de las propuestas más osadas y vívidas, pero del Catolicismo postmoderno y no de la tradición medieval;  desarrollado sólo a partir de la crisis institucional del siglo XX, a que lo abocara la Modernidad en su apoteosis desde el siglo XVII. Que esto fuera un tópico literario del siglo XIV es por lo menos asombroso, y debería servir para replantearse las posibilidades gnoseológicas del arte; pero no por el lugar común de los discursos trascendentalistas, que nos volverían al relativismo filológico, sino por la recurrencia antropológica de su epistemología.

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