De las lecturas del Dante
Por Ignacio T. Granados Herrera
Todos los análisis de La divina comedia de Dante Alighieri coinciden en su carácter
simbólico, por el que reflejaría la realidad socio política de su entorno;
hasta el punto de reconocer valor historiográfico y referencial a sus pasajes,
en los que retrataría sucesos y personajes concretos de ese entorno suyo.
También en su espesa y efectiva simbología, desde el carácter existencial dada
la referencia directa a la edad del autor (en
medio del camino de la vida...); pero también, y en ese mismo sentido, las
dificultades que evoca en ese momento —la loba, la onza y el leopardo—, así
como la relación con Beatriz, que será su coprotagonista. Junto a esta
simbología, otra más recurrente, en la estructura pitagórica del poema como conjunto
dramático total; y otra aún, más rica todavía y objetiva, como la de la quimera
para representar la doble naturaleza de Jesús Cristo y el sol como —sí, es
naturalmente recurrente desde los tiempos de Akenatón— Dios mismo; a la que hay
que añadir la de la carreta que la quimera arrastra como el mundo —¿El carro de heno del Bosco?—, y la de
Virgilio como su guía por el inframundo; en el que se encuentra a causa de su
insalvable paganismo, que no le permite transitar del Limbo al Cielo, pero sí
atravesar desaprensivo el Infierno.
Sin embargo, es difícil aceptar en Dante esa
absolutividad que reduce el mundo a los conflictos entre güelfos y gibelinos; además
de esa escena final en que Beatriz retoma su lugar en la contemplación
beatífica, para dedicarle aún una mirada luego de concluida su misión. La
situación en sí es imposible incluso como ficción, y aun aceptando la propuesta
del mandato sublime de Beatriz; primero por el exceso del uso de la primera
persona, a menos que el drama sea interior por más que sus dimensiones y
alcances sean cosmológicos; haciendo entonces aceptable esa concesión final en
que Beatriz se sustrae de la reasumida contemplación divina para dedicar una
última mirada al Dante. Esta visión estaría implícita en todos esos análisis
sobre la Comedia, desde el momento en que se le reconoce el carácter
existencial de ese "en medio del camino de la vida"; sin embargo son
ambiguos a partir de ahí, deteniéndose más en los conflictos socio históricos y
políticos de la circunstancia del Dante antes que en los mismos como
representación del Cosmos. La diferencia que se propone es que esta
representación no sería sólo simbólica sino efectiva e intencional; planteando
entonces al libro como una ontología total, de valor incluso sistemático, aún
si esto último es sólo en su alcance e involuntariamente.
Eso sería más creíble, proponiendo incluso a
Beatriz como representación del alma específica del Dante —lo mejor de él mismo—;
no del alma como género, teniendo en cuenta la relatividad de su pureza, en
tanto mujer casada y que por tanto no es virgen; lo que es un elemento muy
importante para la cultura católica de su tiempo, independiente de sus virtudes
y modestia, que en su relatividad hablan más bien de la comprensión del Dante
sobre su propio estado. Más allá de Beatriz, es increíble que el Dante se
atribuya la facultad de condenar a nadie en concreto al Infierno de modo
efectivo; algo a lo que la cultura católica es bien susceptible, a menos que se
trate de un infierno particular y propio del protagonista como su mundo
interior, expuesto a esa circunstancia peculiar. De hecho, esta peculiaridad
del infierno como propio del Dante explicaría el aparente descuido de su salto
existencial al simbolismo (en medio del
camino de la vida…); cuyo único precedente estaría en la incongruencia aparente
con que Virgilio hace regresar a Eneas por la puerta de cuerno, para asombro de
Borges; pero sin vínculo directo con este pasaje de la Comedia, por más que su
autor sea devoto del de La Eneida
hasta el punto de hacerlo su cicerone.
Ahora bien, ya como sistematización ontológica,
La comedia tendría un valor añadido al
de la filología; y este sería el del esquema gnoseológico, intrínseco a la
reflexión estética, más allá del
discurso particular del autor. De hecho esta sería entonces la diferencia
capital pero sutil entre este y los análisis tradicionales de La comedia, que insisten en su valor
filológico; pero ignorando en sus tendencias racional-positivas el problema del
conocimiento, resueltos de modo natural en el objetivismo de la reflexión estética.
En ese sentido, la simbología reconocible en La comedia adquiriría otro alcance, como representación sobre todo
dialéctica de la cultura occidental; redeterminada al humanismo moderno a
partir del cristianismo renacentista, justo a través de los conflictos dados
por la evolución de esta etapa entre los siglos XII y XV. Por supuesto, esta
propuesta es más de carácter antropológico
—por referirse a la cultura— que historiográfico; de ahí que su
referencia sea una sistematización ontológica del Dante, con el desarrollo de
su propia madurez en conformidad a un arquetipo de pureza comprensible para él,
como Beatriz.
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Otra cosa habría sido el discurso más o menos
inspirado que habitualmente se le reconoce,
desconociendo la otra obviedad de su carácter relativo; es decir, sujeto
a los problemas habituales a la comprensión del mundo, que serían insolubles
dada la misma parcialidad de su autor. Lejos de eso, La divina comedia no habría envejecido ni un ápice, ni siquiera con
la vetustez lógica a los monumentos lingüísticos; sino que retendría esa
frescura de su mismo dramatismo, por el que se puede acudir hasta a una
simbología ya desfasada por su falta de contexto, no sólo histórico sino
también epistemológico. De ahí que esta otra propuesta sea más factible,
rescatando una epopeya hermosa y vital del limbo de las culturas especializadas; como otro acceso tangencial al drama real del
mundo, más allá hasta de la inteligencia —siempre discutible— de cualquier
autor.
El infierno como la realidad más inmediata es una de las propuestas más
osadas y vívidas, pero del Catolicismo postmoderno y no de la tradición medieval; desarrollado sólo a partir de la crisis
institucional del siglo XX, a que lo abocara la Modernidad en su apoteosis desde
el siglo XVII. Que esto fuera un tópico literario del siglo XIV es por lo menos
asombroso, y debería servir para replantearse las posibilidades gnoseológicas
del arte; pero no por el lugar común de los discursos trascendentalistas, que nos
volverían al relativismo filológico, sino por la recurrencia antropológica de
su epistemología.
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