Saturday, February 20, 2016

De summa archetipica

Por Ignacio T. Granados Herrera

El nombre de Mecenas ha llegado a tener valor institucional, representando la tan bienvenida protección de las artes; al establecerlas como un culto sublime y noble, que no sólo concierne al estado sino incluso a todo ciudadano que se lo pueda permitir. Sin embargo, el mismo equívoco de la personalidad de Mecenas podría explicar la vaciedad de ese culto; que a su vez explicaría la decadencia contemporánea, por la irrelevancia de unas prácticas que en su repentina popularidad mostraron su falta de substancia. En efecto, el primer equívoco es el de la labor del mecenazgo, que suele presentarse como un ejercicio semi oficial; cuando en realidad se trataba de la corrupción de los artistas, alimentándoles el ego por vía del elogio y el parasitismo. De hecho, Mecenas mismo habría tenido pretensiones artísticas, pero tan mediocre que su supuesta obra no lo habría sobrevivido a él mismo; recurriendo al expediente de facilitador, granjeándose gracias a sus ingentes recursos —bien que propios y no oficiales, aunque debidos a sus relaciones imperiales— el favor de la comunidad artística.

Incluso el concepto de comunidad artística es equívoco, ya que esta no se formó por alguna confluencia de intereses trascendentes; sino sólo el de ese parasitismo y egolatría, que aún hoy día sigue proveyendo nomenclatura artística con las más sublimes justificaciones. De ahí la extrema curiosidad del carácter privado del patronazgo de Mecenas, que todavía se presenta como un arquetipo; llegando a determinar ministerios y secretarías, y provocando la salivación continua de artistas y estudiosos, en el ansia de integrar una burocracia intelectual. Es llamativa la contradicción flagrante de este carácter privado del patronazgo de Mecenas y su determinación de cargos públicos; puede que por esa irrelevancia que va ganando a las artes desde el arribo mismo de la Modernidad, con la entronización paulatina de los estudiosos de las artes; que, estableciéndose como una burocracia profesional, carece sin embargo de lis medios de que supo proveerse el arquetipo para poder comprar su arquetipidad.

Queda entonces esta otra precariedad de católicos vendiendo su fe a un pueblo ateo, con la frustración de tanto estudioso; que trata de prevaricar ante la indiferencia de un pueblo fascinado por la chinería y esa otra falsedad del acceso a las tecnologías y la sensación de éxito. Después de todo también eso se habría determinado en el arquetipo de Mecenas, dado que fue su vanidad la que le hizo proyectarse en ese sentido; por más que sus chinerías fueran la posibilidad de pavonearse en un imperio que desconociendo su fatalidad se proclamó augusto, como Agamenón pisando la alfombra roja de Clitemnestra —¿verdadero y secreto arquetipo?—. La labor del mecenazgo ha sido suficientemente ensalzada, pero sospechosamente sólo por sus usufructuarios directos; es decir, los artistas que en el mismo cumplen su parasitismo, y los pudientes que lo alimentan en provecho propio como público, postulándose a sí mismos como un bien público en su soberbia.

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