De summa archetipica
Por Ignacio T. Granados Herrera
El nombre de Mecenas ha llegado a
tener valor institucional, representando la tan bienvenida protección de las
artes; al establecerlas como un culto sublime y noble, que no sólo concierne al
estado sino incluso a todo ciudadano que se lo pueda permitir. Sin embargo, el
mismo equívoco de la personalidad de Mecenas podría explicar la vaciedad de ese
culto; que a su vez explicaría la decadencia contemporánea, por la irrelevancia
de unas prácticas que en su repentina popularidad mostraron su falta de substancia.
En efecto, el primer equívoco es el de la labor del mecenazgo, que suele
presentarse como un ejercicio semi oficial; cuando en realidad se trataba de la
corrupción de los artistas, alimentándoles el ego por vía del elogio y el
parasitismo. De hecho, Mecenas mismo habría tenido pretensiones artísticas,
pero tan mediocre que su supuesta obra no lo habría sobrevivido a él mismo;
recurriendo al expediente de facilitador, granjeándose gracias a sus ingentes
recursos —bien que propios y no oficiales, aunque debidos a sus relaciones
imperiales— el favor de la comunidad artística.
Incluso el concepto de comunidad
artística es equívoco, ya que esta no se formó por alguna confluencia de
intereses trascendentes; sino sólo el de ese parasitismo y egolatría, que aún
hoy día sigue proveyendo nomenclatura artística con las más sublimes
justificaciones. De ahí la extrema curiosidad del carácter privado del
patronazgo de Mecenas, que todavía se presenta como un arquetipo; llegando a
determinar ministerios y secretarías, y provocando la salivación continua de
artistas y estudiosos, en el ansia de integrar una burocracia intelectual. Es
llamativa la contradicción flagrante de este carácter privado del patronazgo de
Mecenas y su determinación de cargos públicos; puede que por esa irrelevancia
que va ganando a las artes desde el arribo mismo de la Modernidad, con la
entronización paulatina de los estudiosos de las artes; que, estableciéndose
como una burocracia profesional, carece sin embargo de lis medios de que supo
proveerse el arquetipo para poder comprar su arquetipidad.
Queda entonces esta otra precariedad
de católicos vendiendo su fe a un pueblo ateo, con la frustración de tanto
estudioso; que trata de prevaricar ante la indiferencia de un pueblo fascinado
por la chinería y esa otra falsedad del acceso a las tecnologías y la sensación
de éxito. Después de todo también eso se habría determinado en el arquetipo de
Mecenas, dado que fue su vanidad la que le hizo proyectarse en ese sentido; por
más que sus chinerías fueran la posibilidad de pavonearse en un imperio que
desconociendo su fatalidad se proclamó augusto, como Agamenón pisando la
alfombra roja de Clitemnestra —¿verdadero y secreto arquetipo?—. La labor del
mecenazgo ha sido suficientemente ensalzada, pero sospechosamente sólo por sus
usufructuarios directos; es decir, los artistas que en el mismo cumplen su
parasitismo, y los pudientes que lo alimentan en provecho propio como público,
postulándose a sí mismos como un bien público en su soberbia.
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