De los cultos de los dioses
Por Ignacio T. Granados Herrera
Hay dioses que por su evidente funcionalidad
sobreviven a sus panteones, y se incorporan alegres y naturales a los nuevos;
lo normal es lo contrario, teniendo cada panteón que crear los suyos, habitualmente
exclusivos, dada la puntualidad de las devociones, que son locales. De ahí
habría de entenderse entonces un alcance más o menos universal en ese funcionalismo
o disfunción de los mismos; como Afrodita, que nace tía de Zeus y termina
ajustándose a su paternidad, pero acompañándolo hasta el ocaso, y hasta
asumiendo en ese momento funciones atenéicas; como cuando hacia el final del
esplendor románico asume las armas de Marte. Eso es particularmente curioso,
porque justo la dupla de Afrodita y Ares serán el opuesto de la de Apolo y Atenea;
pero en un ajuste dado evidentemente por la volición asesina de Ares, como
vínculo de la venérea con la raza olímpica, pues ella es de origen uránico. En
definitiva no hay entre los titánidas un equivalente de Apolo, aunque sí de
Atenea, en su madre, Metis; mientras que Afrodita no es ni siquiera exclusiva
de los griegos, como una incorporación hasta del primitivo Sumer. Aunque es
cierto que siendo así de extremadamente puntual, la figura de Apolo puede
encontrarse en todas las culturas; bien que como príncipes a veces pero no siempre
divinizados, como Akenatón, Nezaualtcoyolt, David o Shangó Oramyan, rey de Oyó.
Con esa misma complejidad evolucionarían los
panteones literarios, como la experiencia seudo religiosa que concretan; en una
función que sigue siendo reflexiva, si bien sobre la falsa trascendencia
(estética) de su sacerdocio espurio. Así, quien tras los diez años que invirtió
Odiseo en alejarse de su casa intente acercarse a Alejo Carpentier, descubrirá
asombrado que necesita otra década para reasumir lo que antes fue espontáneo; como
una Odisea —¿de ahí la universalidad de esta, dialéctica?—, en la que Hera y
Neptuno suman dificultades de sentido común a la soberbia del ídolo. Igual incluso
con Lezama Lima, a pesar de ser imprescindible para toda diagramación de la
misma funcionalidad de la reflexión estética; pero no con Jorge Luis Borges,
que como Shakespeare antepone el placer hasta a la realidad de que la décima
vuelta sea predecible. No ciertamente Octavio Paz, si hablamos de su prosa y no
de su poesía, cuya belleza y sublimidad es exactamente intrascendente; pero sí García
Márquez, que se torna tan repetitivo que exige su expulsión hasta de los
calendarios litúrgicos y los devocionarios.
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Es curioso que el Herman Hesse que funciona respecto
a Lezama como Apolo a Atenea, retenga más vigencia que él; puede que por ese
mismo alcance analógico, por el que es posible encontrar figuras apolíneas en
todas las culturas, si bien de forma puntual y no a todo lo largo de la
evolución de sus panteones. Cierto es que si bien el lenguaje de Cervantes es
hoy farragoso, Borges llamaría la atención sobre la capacidad del Quijote para
sobrevivir hasta a las traducciones espurias; contrario al preciosismo de
Góngora, que no soportaría ni la omisión casual de una coma, menos aún la fatalidad de la errata. Eso situaría el problema en el alcance mismo
del texto, por el poder reflexivo de su autor; no tanto por la calidad expresa
de su prosa, que apelando al sentido recto carecería siquiera la pretensión
reflexiva en su afán discursivo, por el contenidismo de su historia; sino a su
agudeza para reflejar la oscura dialéctica en que se determina lo real, y que
estando también en la historia se escurriría por entre las sutilezas de su
hermenéutica.
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