Wednesday, August 12, 2015

De los cultos de los dioses

Por Ignacio T. Granados Herrera
Hay dioses que por su evidente funcionalidad sobreviven a sus panteones, y se incorporan alegres y naturales a los nuevos; lo normal es lo contrario, teniendo cada panteón que crear los suyos, habitualmente exclusivos, dada la puntualidad de las devociones, que son locales. De ahí habría de entenderse entonces un alcance más o menos universal en ese funcionalismo o disfunción de los mismos; como Afrodita, que nace tía de Zeus y termina ajustándose a su paternidad, pero acompañándolo hasta el ocaso, y hasta asumiendo en ese momento funciones atenéicas; como cuando hacia el final del esplendor románico asume las armas de Marte. Eso es particularmente curioso, porque justo la dupla de Afrodita y Ares serán el opuesto de la de Apolo y Atenea; pero en un ajuste dado evidentemente por la volición asesina de Ares, como vínculo de la venérea con la raza olímpica, pues ella es de origen uránico. En definitiva no hay entre los titánidas un equivalente de Apolo, aunque sí de Atenea, en su madre, Metis; mientras que Afrodita no es ni siquiera exclusiva de los griegos, como una incorporación hasta del primitivo Sumer. Aunque es cierto que siendo así de extremadamente puntual, la figura de Apolo puede encontrarse en todas las culturas; bien que como príncipes a veces pero no siempre divinizados, como Akenatón, Nezaualtcoyolt, David o Shangó Oramyan, rey de Oyó.


Con esa misma complejidad evolucionarían los panteones literarios, como la experiencia seudo religiosa que concretan; en una función que sigue siendo reflexiva, si bien sobre la falsa trascendencia (estética) de su sacerdocio espurio. Así, quien tras los diez años que invirtió Odiseo en alejarse de su casa intente acercarse a Alejo Carpentier, descubrirá asombrado que necesita otra década para reasumir lo que antes fue espontáneo; como una Odisea —¿de ahí la universalidad de esta, dialéctica?—, en la que Hera y Neptuno suman dificultades de sentido común a la soberbia del ídolo. Igual incluso con Lezama Lima, a pesar de ser imprescindible para toda diagramación de la misma funcionalidad de la reflexión estética; pero no con Jorge Luis Borges, que como Shakespeare antepone el placer hasta a la realidad de que la décima vuelta sea predecible. No ciertamente Octavio Paz, si hablamos de su prosa y no de su poesía, cuya belleza y sublimidad es exactamente intrascendente; pero sí García Márquez, que se torna tan repetitivo que exige su expulsión hasta de los calendarios litúrgicos y los devocionarios.

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Es curioso que el Herman Hesse que funciona respecto a Lezama como Apolo a Atenea, retenga más vigencia que él; puede que por ese mismo alcance analógico, por el que es posible encontrar figuras apolíneas en todas las culturas, si bien de forma puntual y no a todo lo largo de la evolución de sus panteones. Cierto es que si bien el lenguaje de Cervantes es hoy farragoso, Borges llamaría la atención sobre la capacidad del Quijote para sobrevivir hasta a las traducciones espurias; contrario al preciosismo de Góngora, que no soportaría ni la omisión casual de una coma,  menos aún la fatalidad de la errata.  Eso situaría el problema en el alcance mismo del texto, por el poder reflexivo de su autor; no tanto por la calidad expresa de su prosa, que apelando al sentido recto carecería siquiera la pretensión reflexiva en su afán discursivo, por el contenidismo de su historia; sino a su agudeza para reflejar la oscura dialéctica en que se determina lo real, y que estando también en la historia se escurriría por entre las sutilezas de su hermenéutica.

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