Realismos
Por Ignacio T. Granados
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Sólo Dios sabe qué reacciones
habría provocado Homero de haber escrito la Ilíada sin la participación de los
dioses; simplemente porque la comprensión de la realidad los incluía, aún como
su determinación lógica, habría sido
entonces incomprensible sin su concurso. Se trataría de que en tanto
representación, en literatura la
realidad no es nunca la realidad sino su comprensión; y aún esta tampoco se basaría en la realidad misma,
sino en una interpretación suya, no menos espuria. Será así que toda literatura
conlleve en sí misma la pretensión y voluntad de realismo, siquiera formal como
esa condición suya; la tuvo el Gilgamesh y toda la vasta epopeya de la India,
como la de la inagotable Europa, como no podría ser de otro modo. Otra cosa es
el realismo temático, que se diferencia de lo anterior porque hace de la
realidad y no de su dramatismo su objeto; y que por eso mismo es imposible incluso
al reducirse a la más pura interpretación, que en ello ya es distinta de su
objeto, porque esta interpretación no deja de ser espuria, y vuelve condenada a la representación simbólica.
Eso lo demostraría la épica
moderna que fue o pretendió ser el realismo socialista, sustituyendo a los dioses
por ideales; no menos arquetípicos que los dioses de los que se burlaba altanero,
aunque sí más pintorescos en su propia irrealidad de abstracciones más
radicales que toda determinación divina. Cuando Zeus alzó su propia prepotencia
contra la de los titanes, estaba sentando las pautas de la cultura en nuestra
representación de lo real;
esa oscura
dinámica que como determinación se curva sobre sí misma y gira graciosa en la
dialéctica histórica. Igual que la revolución de Akenatón en Egipto, porque se
trataría de la imposición de los tiempos históricos sobre la prehistoria extensa;
al menos de los primeros Intentos, siempre esforzados, para conseguir ese
mínimo avance con que Fi sigue siendo la cláusula de Dios, su misterioso poder
y significado.
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Después de todo, los sumerios
afirmarían que toda construcción debía llevar alguna imperfección para su
propia sobrevivencia; ya que una excelencia
suya ofendería a la divinidad, como una expansión suya en asombrosa autonomía, ilógica
en ello como una soberbia. Esto último podría ser apócrifo en su monoteísmo incluso
blasfemo e insólito para el panteón sumerio, que antecede a la vocación
abrahánica; pero no por eso será menos exacto y descriptivo, ya que sería por
la falencia de la imperfección por donde se posibilitan los desarrollos. Así
también, el fisiologismo filosófico y el
racionalismo, como el realismo literario, serían el mismo gesto en su idéntica
función; otro mínimo avance, de poco más de grado y medio, en la esforzada
organización de esa artificiosidad que es la cultura como el complejo
sistemático en que se realiza la naturaleza artificial de lo humano.
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