Monday, May 11, 2015

De la disfunción del arte contemporáneo (frag.)

Por Ignacio T. Granados Herrera

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La funcionalidad del arte habría residido en la excepcionalidad por la que podía proveer una reflexión altamente especializada, por parte de individuos altamente interesados en la misma; pero que al hacerse una expresión común y hasta popular, cuyo máximo valor es la superficialidad de un estilo de vida y la expresión misma, perdería esta capacidad suya. La prueba definitiva estaría en el apogeo mismo de la Modernidad, que comenzaría esta declinación progresiva del arte con un último esplendor en los movimientos experimentales; asentados justo en el dramatismo político de su contradicción formal, para devenir entonces en otro canon de formalismo convencional. La otra prueba en este mismo sentido estaría en la eficacia excepcional pero ilustrativamente pasada por alto de uno de esos mismos sistemas experimentales para resolver dicha reflexión estética; como es el caso de la patafísica del divino Alfred Jarrys, cuyo cuestionable sentido humorístico no puede negar su sistematización última de los modos analógicos de la reflexión estética; hasta el punto de proponerse con el aparente sin sentido de una teoría de la excepcionalidad, en la que se transparentan los problemas de la ordenación del caos.
Como principio, es absurdo pensar que habiéndose resuelto las cuestiones filosóficas fundamentales estas permanezcan inadvertidas; sin embargo, no se tiene en cuenta que para ser advertidas tendrían que tener un valor práctico inmediato (económico) que las haga relevantes en un cosmos determinado por la economía; cuando su propio valor es existencial, referido a la redeterminación ética de los actos en la naturaleza reflexiva del sujeto político. Esa contradicción parece banal y casuística, pero su propia naturaleza moral indica su valor intrínseco en los problemas de la cultura como complejo sistemático de la realidad; que en cuanto naturaleza humana depende de esta redeterminación a nivel individual, y que por tanto debe sobreponerse a las otras determinaciones provistas por la naturaleza económica de este entorno cultural suyo. Estas contradicciones quizás podrían entenderse si se atendiera a la naturaleza inevitablemente precaria de todo equilibrio; resolviéndose siempre de modo económico, invirtiendo el menor esfuerzo para un máximo de resultados de modo inmediato, como (otra) determinación, esta vez sincrónica, y por ello contraria al interés diacrónico del equilibrio mismo.

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La ventaja de las ciencias en ese sentido no deja de ser paradójica, ya que su eficacia sería proporcional a su elitismo; en tanto ese elitismo marcaría precisamente su nivel de especialización, y el interés del individuo comprometido con su práctica como reflexión. Ese elitismo sería producto directo de los niveles de capital necesarios para dicha práctica, lo que en principio haría a las ciencias susceptibles de manipulación política por las otras élites que detentan el poder económico; que es en definitiva el problema del corporativismo en que ha devenido el capitalismo postindustrial, sustituyendo la función subestructural de la religión con la economía. Sin embargo, esta contradicción es sólo aparente, ya que aunque dependiente de esos capitales, la reflexión científica no es políticamente manipulable como la de las artes; lo que se debe a que independiente de la infraestructura que requieren las ciencias y no el arte, el objeto intelectual de ambas también difiere como una naturaleza peculiar en cada caso; y por la que la reflexión estética sí es susceptible de una reinterpretación subjetiva, que es lo que la hace manipulable, como el discurso en que ha decaído por su sujeción al mercado; mientras que la reflexión científica no es susceptible de esta reinterpretación, y es tan dependiente de hechos concretos —aunque no sean inmediatamente comprobables— como de esos capitales que la posibilitan.

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