De la disfunción del arte contemporáneo (frag.)
Por Ignacio T. Granados Herrera
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La funcionalidad del arte habría residido en
la excepcionalidad por la que podía proveer una reflexión altamente
especializada, por parte de individuos altamente interesados en la misma; pero
que al hacerse una expresión común y hasta popular, cuyo máximo valor es la
superficialidad de un estilo de vida y la expresión misma, perdería esta
capacidad suya. La prueba definitiva estaría en el apogeo mismo de la
Modernidad, que comenzaría esta declinación progresiva del arte con un último
esplendor en los movimientos experimentales; asentados justo en el dramatismo
político de su contradicción formal, para devenir entonces en otro canon de
formalismo convencional. La otra prueba en este mismo sentido estaría en la
eficacia excepcional pero ilustrativamente pasada por alto de uno de esos
mismos sistemas experimentales para resolver dicha reflexión estética; como es
el caso de la patafísica del divino Alfred Jarrys, cuyo cuestionable sentido
humorístico no puede negar su sistematización última de los modos analógicos de
la reflexión estética; hasta el punto de proponerse con el aparente sin sentido
de una teoría de la excepcionalidad, en la que se transparentan los problemas
de la ordenación del caos.
Como principio, es absurdo pensar que
habiéndose resuelto las cuestiones filosóficas fundamentales estas permanezcan
inadvertidas; sin embargo, no se tiene en cuenta que para ser advertidas
tendrían que tener un valor práctico inmediato (económico) que las haga
relevantes en un cosmos determinado por la economía; cuando su propio valor es
existencial, referido a la redeterminación ética de los actos en la naturaleza
reflexiva del sujeto político. Esa contradicción parece banal y casuística,
pero su propia naturaleza moral indica su valor intrínseco en los problemas de
la cultura como complejo sistemático de la realidad; que en cuanto naturaleza
humana depende de esta redeterminación a nivel individual, y que por tanto debe
sobreponerse a las otras determinaciones provistas por la naturaleza económica
de este entorno cultural suyo. Estas contradicciones quizás podrían entenderse
si se atendiera a la naturaleza inevitablemente precaria de todo equilibrio;
resolviéndose siempre de modo económico, invirtiendo el menor esfuerzo para un
máximo de resultados de modo inmediato, como (otra) determinación, esta vez
sincrónica, y por ello contraria al interés diacrónico del equilibrio mismo.
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La ventaja de las ciencias en ese sentido no
deja de ser paradójica, ya que su eficacia sería proporcional a su elitismo; en
tanto ese elitismo marcaría precisamente su nivel de especialización, y el
interés del individuo comprometido con su práctica como reflexión. Ese elitismo
sería producto directo de los niveles de capital necesarios para dicha
práctica, lo que en principio haría a las ciencias susceptibles de manipulación
política por las otras élites que detentan el poder económico; que es en
definitiva el problema del corporativismo en que ha devenido el capitalismo
postindustrial, sustituyendo la función subestructural de la religión con la
economía. Sin
embargo, esta contradicción es sólo aparente, ya que aunque dependiente de esos
capitales, la reflexión científica no es políticamente manipulable como la de
las artes; lo que se debe a que independiente de la infraestructura que
requieren las ciencias y no el arte, el objeto intelectual de ambas también
difiere como una naturaleza peculiar en cada caso; y por la que la reflexión
estética sí es susceptible de una reinterpretación subjetiva, que es lo que la
hace manipulable, como el discurso en que ha decaído por su sujeción al
mercado; mientras que la reflexión científica no es susceptible de esta
reinterpretación, y es tan dependiente de hechos concretos —aunque no sean
inmediatamente comprobables— como de esos capitales que la posibilitan.
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