Pecados nada veniales
Por Ignacio T. Granados
Primero el asombro, casi un año con
el tomo de prólogos de Borges de la Biblioteca de Babel, y aún trabajosamente
por la mitad; entonces la iluminación, blasfema como toda revelación que se
precie, y que en ello enfrenta a los
santos con su respectivo Sanedrín. Como una improbable verdad científica incluso,
la revelación se confirma en su propia apoteosis; cuando de vuelta a los libros
sagrados, el mismo Borges vuelve a relucir, hasta en la escandalosa originalidad
con que La Biblioteca de Babel inspira a los mercaderes del templo que fue Alianza
Editorial. Se trata de que lo que molesta no es Borges, sino la mediocridad imposible
a que lo avienen como a muñeco de feria; que es lo que han hecho con Vargas
Llosa, entre otros muchos, corrompiéndoles el genio con la banalidad del culto.
La diferencia estriba en que a él la corrupción no consigue afectarlo, sino que
se queda en la superficialidad del gesto mismo; mientras que en los otros casos
el ejercicio del magisterio ha conseguido hieratizarlos, hasta el punto de que
se explayan en discursos convencidos de esa genialidad; mientras que el ciego
maravilloso desconoce esas genuflexiones pronunciadas hasta el exceso, quizás
porque justo no puede apreciarlas.
La blasfemia de una banalidad borgiana
se confirma burlona, con la genuina sencillez de sus rimas floridas y hermosas;
que dedicadas a las más puras nimiedades consiguen transparentar la más densa
trascendencia por la obviedad de su valor paradójico. El resto, se sabe, sólo
consigue ocuparse de temas trascendentes y espesos como la manipulación
política, no nimios; pero que es justamente en lo que resultan prescindibles, por
esa falsa sublimidad en que repiten ad infinitum el mismo gesto afectado de
cortesanos antes de la revolución francesa. La venialidad de Borges es así la
que lo hace santo, prestándose a la tentación de este pecado capital en que uno
puede rechazar ese librillo; que pretendiendo ser de culto, es como los
tratadillos religiosos con que los evangelistas rebajan las sutilezas del
Cristo a sus propias bastedades; y es así un libro de falso culto, como la
exquisitez cadavérica que pasea su viuda por las universidades —igual que la
leyenda del enfermizo pasionario con que Perón cuidó el cadáver mítico de Evita
y que Borges recrea como premonitorio— mientras aleja con la fusta a sus
devotos en éxtasis.
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