Adversus poetica animae
Por fray Erasmo de la Cruz, OFMp
Una característica intrínseca a
la naturaleza fatal e ineluctable del arte y la poesía, es que quien la postula
obtiene algún beneficio de ella; no quien la disfruta, que simplemente la
consume, sino quien generalmente la produce, como una justificación por
hacerla. La justificación es comprensible, si ya en el hecho de escribir o
hacer alguna forma de arte hay algo de impudicia; al menos en ese creer que lo que se ha imaginado
tan íntimamente tiene algún sentido más allá del que uno mismo le atribuye, o
que este que uno le atribuye es igual válido para otra persona. Lo cierto es
que quien hace poesía o arte termina por recurrir a esta naturaleza
trascendente atribuida al mismo, como esa propia fatalidad suya; y que se
originaría en ese carácter tan fuertemente compulsivo que lleva a la
realización del arte o poema, como un arrebato místico.
Curiosamente sin embargo, esta
naturaleza trascendente del arte y la poesía es un fenómeno estrictamente
moderno; es decir, no es intrínseco al arte sino sólo atribuido al mismo a
partir del período moderno de la cultura occidental. De ahí se entendería que
dicha naturaleza es entonces de falsa trascendencia, como seudo religioso; en
tanto sí proveería un sucedáneo necesario a esa experiencia trascendente antes
provista por la religión, pero en crisis con la pérdida por esta última de su
ascendiente político y social. Esto explicaría a su vez la extrema subjetividad
de lo artístico y hasta la pérdida de sus requisitos formales, para entrar en
lo meramente experiencial y performático; ya que sería el reflejo de esa
pérdida de ascendiente social, que dependiendo del convencionalismo corporativo
de la sociedad, lo habría requerido entonces pero ya no más.
Todo esto es comprensible, pero
justo hasta que esa subjetividad seudo religiosa invierte la función formal de
la experiencia trascendente; que del valor reflexivo intrínseco a la naturaleza
formal del arte deviene en discursivo, como esa necesidad individual de expresión, ya que entonces estaría apelando a un valor
convencional. Por supuesto que eso sería exactamente lo que hace el arte contemporáneo,
pero justo a costa de corromperse en sus propias contradicciones; ya que al
acceder a esta nueva convencionalidad lo haría en detrimento de esa
subjetividad que la legitima como experiencia seudo trascendente y en ello
necesaria. Obviamente, eso explicaría a su vez que dicha naturaleza
trascendente del arte sea postulada por quienes lo producen; no por quienes
simplemente lo disfrutan sin una mayor necesidad de producirlo, y que en ello
(paradójicamente) se asemejan a los artistas premodernos, que eran artesanos y
no intelectuales. En definitiva, si ya la naturaleza es de falsa trascendencia
no tiene que obedecer a una determinación necesaria, que entonces la resolvería
en una realización funcional propia; no en una función sucedánea como la de la
experiencia religiosa, que al no serle propia de algún modo le habrá de
corromper.
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