El lago de los cisnes de Bourne, de la relevancia y la pertinencia
En el 1995 ya había pasado mucho tiempo desde
el estreno de La consagración de la
primavera, de incluso era un clásico; también había pasado mucho tiempo
desde que el estreno del ballet Parade
(Abajo) definiera el concepto de surrealismo para la vanguardia. Por eso, el estreno de
la versión de El lago de los cisnes
por el ballet de Mathew Bourne estuvo lejos de semejante halaraca; de hecho,
pasó casi desapercibido, sin levantar otra cosa que alguna ceja en los cerrados
círculos del elitismo artístico. Por supuesto, lejos están los tiempos en que
el ballet era una expresión propia de la cultura, y esta era mayormente popular;
y aunque mantiene los niveles de especialización, esta es cada vez más técnica
y menos intelectual propiamente dicho… incluso en lo intelectual.
El lago de los cisnes de Bourne es sin embargo
sorprendente, aunque no escandaloso, y suscita varias preguntas; todas ellas
sobre la pertinencia del arte como expresión relevante de la cultura, más allá
de su elitismo. No se trata de la legitimidad del tratamiento, pues todo lo que
de hecho existe es legítimo en el hecho mismo de su existencia; pudiendo no ser
comprendida en esta pertinencia suya, que no obstante es algo distinto de su
relevancia. A eso es a lo que alude esta extrañeza del ballet de Bourne, con un
virtuosismo que desdice en mucho de la creatividad; deteniéndose en un tecnicismo
tan excelso que explica su recurrencia fenoménica, pero como el bucle del
exceso snob.
La pieza es sin dudas deslumbrante, pero carece
de unidad dramática suficiente como para justificar sus rupturas; que hay que
disfrutar entonces por lo que son, a modo de viñetas separadas y sin mayor
justificación. En ese sentido, recuerda en mucho al Sweet Charity de Bob Fosse, tanto en el fraccionamiento de las
viñetas como en la caracterización de los coros; con la diferencia de que Sweet Charity mantiene su unidad y concisión
a todo lo largo del filme, como un drama de peso. Puede que eso se deba a que
el lenguaje cinematográfico de Fosse —por más que sumamente teatral— sea más dúctil
que el del ballet; pero ese es el tipo de dificultad que precisamente justifica
o condena una propuesta, por el resultado concreto que ofrece. La pieza dura
cerca de dos horas, de las que cuarenta minutos —sí, tanto— son pura
introducción, sin lago ni cisne por parte alguna; a cambio, ofrece la historia
ingeniosa y banal de una monarquía, en la que despunta el príncipe Sigfrido.
Hasta aquí, la pieza consiste en una serie de
piezas menores, que son las que ponen la consistencia que le falta al
argumento; y hasta aquí todo se resuelve en clave de humor, un poco forzado, aunque
puede que eso se deba a su dependencia de la mímica; aunque eso mismo puede
deberse a la debilidad de un libreto, que no puede resolver un ballet completo,
por más vanguardista que sea. Finalmente, cuando aparecen el lago y los cisnes
es que llega la sorpresa, en forma de sentimientos mixtos; no tanto por la
liberalidad del dramaturgo —que en definitiva ya tiene algo entre las manos—
como por lo extraño. En este punto la propuesta es promisoria, desechando el
romanticismo de la historia original para atreverse a romper cánones; una ruptura
que sin embargo no sobrepasa el mero snobismo de explorar la ambigüedad sexual,
en un claro abuso de militancia identitaria. Al final, la ruptura se limita a
la transformación de Odile en un personaje masculino, igual que la manada de
cisnes; en una solución impresionante por lo bella, pero sin otras
repercusiones ni justificación dramática ni nada por el estilo.
El drama tendrá que esperar hasta el baile
real, en que el cisne muestra una ambigüedad perversa; pero sin que nunca quede
claro ni el por qué ni el cómo de dicha ambigüedad, que es sólo un rejuego
sexual. Al final, en una especie de aquelarre, el príncipe enloquece por esa
ambigüedad perversa y muere en un ataque de locura; en el que es también
inexplicablemente atacado por la bandada de cisnes, que resultaron caníbales.
En función de la lírica, en ese momento apoteósico el príncipe es defendido de
los otros cisnes por el perverso que lo enloqueció; que —sin que tampoco venga
a cuento— aparece herido, y muere también atacado por la bandada que antes
lideraba, y que parece haber comido alguna yerba rara. De todo eso, lo único
consistente es la belleza de todas y cada una de las soluciones, lo mismo
separadas que como conjunto; pero como eventos gratuitos y sin mayor conexión
entre sí, como si lo experimental estuviera en la falta de argumento real.
Es en ese punto que la pieza resulta
sospechosa, incluso si legítima, por el aquello de su relevancia y pertinencia;
pues parece sólo un juego de manos de exhibicionismo gay, que en eso puede ser
excesivo, no por gay sino por exhibicionista. Los experimentos de vanguardia surgieron
en el vértice mismo de la Modernidad, como un esfuerzo de renovación; que ya en
eso mismo habla de su futilidad, pues nada que sea real y pertinente necesita
renovarse en su propia actualidad y pertinencia.
Ballet Parade
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