Sunday, May 14, 2017

El lago de los cisnes de Bourne, de la relevancia y la pertinencia

En el 1995 ya había pasado mucho tiempo desde el estreno de La consagración de la primavera, de incluso era un clásico; también había pasado mucho tiempo desde que el estreno del ballet Parade (Abajo) definiera el concepto de surrealismo para la vanguardia. Por eso, el estreno de la versión de El lago de los cisnes por el ballet de Mathew Bourne estuvo lejos de semejante halaraca; de hecho, pasó casi desapercibido, sin levantar otra cosa que alguna ceja en los cerrados círculos del elitismo artístico. Por supuesto, lejos están los tiempos en que el ballet era una expresión propia de la cultura, y esta era mayormente popular; y aunque mantiene los niveles de especialización, esta es cada vez más técnica y menos intelectual propiamente dicho… incluso en lo intelectual.

El lago de los cisnes de Bourne es sin embargo sorprendente, aunque no escandaloso, y suscita varias preguntas; todas ellas sobre la pertinencia del arte como expresión relevante de la cultura, más allá de su elitismo. No se trata de la legitimidad del tratamiento, pues todo lo que de hecho existe es legítimo en el hecho mismo de su existencia; pudiendo no ser comprendida en esta pertinencia suya, que no obstante es algo distinto de su relevancia. A eso es a lo que alude esta extrañeza del ballet de Bourne, con un virtuosismo que desdice en mucho de la creatividad; deteniéndose en un tecnicismo tan excelso que explica su recurrencia fenoménica, pero como el bucle del exceso snob. 
La pieza es sin dudas deslumbrante, pero carece de unidad dramática suficiente como para justificar sus rupturas; que hay que disfrutar entonces por lo que son, a modo de viñetas separadas y sin mayor justificación. En ese sentido, recuerda en mucho al Sweet Charity de Bob Fosse, tanto en el fraccionamiento de las viñetas como en la caracterización de los coros; con la diferencia de que Sweet Charity mantiene su unidad y concisión a todo lo largo del filme, como un drama de peso. Puede que eso se deba a que el lenguaje cinematográfico de Fosse —por más que sumamente teatral— sea más dúctil que el del ballet; pero ese es el tipo de dificultad que precisamente justifica o condena una propuesta, por el resultado concreto que ofrece. La pieza dura cerca de dos horas, de las que cuarenta minutos —sí, tanto— son pura introducción, sin lago ni cisne por parte alguna; a cambio, ofrece la historia ingeniosa y banal de una monarquía, en la que despunta el príncipe Sigfrido. 
Hasta aquí, la pieza consiste en una serie de piezas menores, que son las que ponen la consistencia que le falta al argumento; y hasta aquí todo se resuelve en clave de humor, un poco forzado, aunque puede que eso se deba a su dependencia de la mímica; aunque eso mismo puede deberse a la debilidad de un libreto, que no puede resolver un ballet completo, por más vanguardista que sea. Finalmente, cuando aparecen el lago y los cisnes es que llega la sorpresa, en forma de sentimientos mixtos; no tanto por la liberalidad del dramaturgo —que en definitiva ya tiene algo entre las manos— como por lo extraño. En este punto la propuesta es promisoria, desechando el romanticismo de la historia original para atreverse a romper cánones; una ruptura que sin embargo no sobrepasa el mero snobismo de explorar la ambigüedad sexual, en un claro abuso de militancia identitaria. Al final, la ruptura se limita a la transformación de Odile en un personaje masculino, igual que la manada de cisnes; en una solución impresionante por lo bella, pero sin otras repercusiones ni justificación dramática ni nada por el estilo. 
El drama tendrá que esperar hasta el baile real, en que el cisne muestra una ambigüedad perversa; pero sin que nunca quede claro ni el por qué ni el cómo de dicha ambigüedad, que es sólo un rejuego sexual. Al final, en una especie de aquelarre, el príncipe enloquece por esa ambigüedad perversa y muere en un ataque de locura; en el que es también inexplicablemente atacado por la bandada de cisnes, que resultaron caníbales. En función de la lírica, en ese momento apoteósico el príncipe es defendido de los otros cisnes por el perverso que lo enloqueció; que —sin que tampoco venga a cuento— aparece herido, y muere también atacado por la bandada que antes lideraba, y que parece haber comido alguna yerba rara. De todo eso, lo único consistente es la belleza de todas y cada una de las soluciones, lo mismo separadas que como conjunto; pero como eventos gratuitos y sin mayor conexión entre sí, como si lo experimental estuviera en la falta de argumento real. 
Es en ese punto que la pieza resulta sospechosa, incluso si legítima, por el aquello de su relevancia y pertinencia; pues parece sólo un juego de manos de exhibicionismo gay, que en eso puede ser excesivo, no por gay sino por exhibicionista. Los experimentos de vanguardia surgieron en el vértice mismo de la Modernidad, como un esfuerzo de renovación; que ya en eso mismo habla de su futilidad, pues nada que sea real y pertinente necesita renovarse en su propia actualidad y pertinencia. 
Ballet Parade

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