Primero, hay que dejar claro que el caso Laviada no es
singular sino típico, sino que por el contrario es clínico; pero permitiendo,
en esa vulgaridad suya, una mejor comprensión de las constantes de la cultura
cubana; imposibles de percibir en sus figuras descollantes, justo por esa
extrema singularidad, que las distancia del común. Aquí sin embargo, hay un callado
y simple cumplimiento de todos los defectos diagnosticados a esta cultura;
desde el tan llevado y traído —como incomprendido— choteo de Jorge Mañach, y
hasta el racismo intrínseco.
Sobre su famoso choteo, Mañach diría que es como una
adolescencia cultural, útil en principio pero luego contraproducente; porque
esa eficacia misma defensiva se vuelve contra el desarrollo de la estructura
cultural en que se organiza lo real. Los ejemplos sobran, pero se pierden en la
manipulación política, en que todas las partes se reflejan unas a otras; sin
embargo, es bueno observar cómo persiste esa actitud, incluso en la tenue
puntualidad de su elitismo intelectual.
Este caso de Ulysses Álvarez Laviada se complica en
apariencia, sintetizando la mediocridad intelectual y el racismo; pero debe
partirse de que sólo la mediocridad intelectual permite o determina una expresión
mediocre, como esa del racismo. En todo caso, lo que recurre en él para ambas
instancias es el choteo, no importa si refinado y de apariencia sutil; porque
al final reluce con toda su grosera vulgaridad, en ese resentimiento del
intelectualoide mediocre y mezquino.
Como racista, Laviada identifica a Ignacio T. Granados con
el funcionario cubano Esteban Lazo, porque son negros; es decir, no importa —de
hecho se desconoce— la distancia ideológica entre ambos, reducidos al color de
su piel. Todo eso, en el contexto de una supuesta parodia, que en ello revela —no
importa la calidad— su intención; que es de crítica mordaz en la comicidad —tampoco
importa si conseguida—, en esa práctica habitual del choteo.
Es aquí donde reluce el otro aspecto de la chocarrería, en
la burla procaz con que se desactiva un concepto profundo; que sobrepasándolo
por su sutileza, rebaja al mero ditirambo de lo cantinflesco, como es también
habitual. El concepto en cuestión es el de trialéctica, sobre el que Laviada
afirma que Granados no tiene propiedad (trademark); lo que es discutible, si el
concepto surge y toma su consistencia en estudios publicados de filosofía, con
derecho de autor.
De cierto, en filosofía es difícil —pero no imposible— proclamar
propiedad sobre un concepto como ese de Trialéctica; que siendo recurrente, es
probable que tenga paralelos igual de eficientes, aunque difícil que literales.
En todo caso, es más difícil aún que un filósofo devenido en chota consiga esos
ejemplos, aún si existieran; y menos que pueda explicarlos, como —por ejemplo—
su vínculo con una determinación tricotómica de lo real.
Lo importante al respecto, es el esfuerzo por invalidar
el alcance del concepto, y con este del trabajo que lo sostiene; en esa
mezquindad típica del intelectual mediocre, que sólo puede mostrar su
resentimiento en una parodia. Es en esto que se percibe el racismo, como
naturaleza del resentimiento, y que responde así la inferioridad intelectual;
que es en lo que el choteo deviene en contraproducente, obstaculizando el
desarrollo de la estructura que dice defender.
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