Nueva vindicación del arte crítica
Cuando la Iglesia se dio cuenta de que no doblegaría la pasión de San Alberto
Magno preparó mejor emboscada para su discípulo de Aquino, en la Escolástica;
que neutralizó la revolución de su Realismo no sólo con el forcet moral de la
teología agustinista, sino también formalmente,
con la sofística del argumento infinito. Ya en la Modernidad, la
Academia copiaría los métodos probados de esa eficacia para predar en su
ineficiencia propia; porque la autosuficiencia fáustica consiste precisamente
en esa irracionalidad de la fe absoluta en la Razón, que no acepta su
relatividad inevitable. También en la Modernidad se cumpliría el otro fatalismo
de la reflexión filosófica, por el que se impone siempre la dificultad del
Idealismo platónico que es el Agustinismo, llevándolo al exceso de lo absoluto;
que ocurre por su falta de referente crítico en algún Realismo, de modo que cae
en la paradoja de proveérselo a sí mismo, en pseudo-Realismos como el esfuerzo
de Maritain o el Materialismo Histórico. Hoy la Academia es Postmoderna, lo que
es un estadio ambiguo en tanto pretende la superación de la Modernidad; porque
lo cierto es que por su falta de un referente crítico en el pensamiento
marginal y el arte popular con su eficiencia antropológica, tiende
necesariamente al exceso intelectualista que la divorcia de la realidad.
El arte en cambio retiene la violencia de su naturaleza original, como fundamento de toda forma reflexiva incluso si sistemática; y aunque la Academia como la Iglesia de antes lo neutraliza con su formalismo disciplinar y su exigencia de ortodoxias, el arte se impone como arte, incluso si se trata del arte crítica. La razón abstracta del método ha probado siempre su propia ineficiencia, pero esa fatalidad se debe a su incapacidad para comprender la dúctil compulsividad de los fenómenos; lo que no propondría una razón práctica que con otros intereses se desentendería de los propios de esa compulsividad, para fijarse en la satisfacción inmediata de la misma y no en su comprensión. Ese es el valor innegable de los pseudo-Realismos de los excesos idealistas, la desazón del genio que comprende su imposibilidad; cayendo rendido ante el artista, incluso el del arte crítico, que enarbola su propia suficiencia en el criterio, incluso si inútil ante la prepotencia formal de lo establecido.
Es, en definitiva, la razón de la eternidad del espíritu
romántico, siempre marmóreo en el patetismo de su impiedad; siempre amado de
Dios, que le regala con ángeles para que le enjuguen la frente sudorosa en la
conciencia de su plenitud. El romántico sabe que tiene razón pero que ni eso
importa, porque lo que importa es su suficiencia escandalosa; sin escolástica
que lo neutralice en tanto ni siquiera reconoce el poder que pretende
gobernarlo, como otro exceso más de la escandalosa tradición agustinista
—¡en la Academia, horror!— con su
absolutismo práctico.
En todo caso no hay que ser ingenuo, aunque eso implique
cierto radicalismo guerrillero; pues no es posible el intercambio desde
posiciones de poder como las del académico, que se basa en la aparente
suficiencia de su método; exactamente como el cura medieval en su evidencia de
la verdad divina, porque la irracionalidad de la fe es la misma aunque cambie
de Dios. No deja de ser cómico ni ilustrativo que los académicos solieran burlarse de los hábitos medievales de los curas; porque lo hacían mientras recogían sus títulos con medievales togas, dejando claro que la cuestión no está precisamente en el medievalismo.
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