Aquiles frente a Príamo
por Ignacio T. Granados
¡Oh, venerable!, no te aflijas
¡Oh, venerable!, no te aflijas
que tu hijo
murió a manos del más noble guerrero,
espléndido
entre los aqueos como el sol en el día
y más altivo
aún que la luna prodigiosa
cuando
despliega su velo de plata en la noche;
y no sólo
eso, sino que él también lo era, pues su
/ hermosura
era
imponente como una torre alta de la ciudad;
la más
hermosa y más esbelta de las numerosas que te
/ protegen
guardando la
muralla de la inccesible Pérgamo;
y así es su
sangre como una oblación a Zeus
que lo
encanta con el humo graso de los sacrificios,
cuando se
precipitan las reses a la hecatombe.
Por eso es
buena la muerte de tu hijo
que sella
además el pacto de mi destino terrible
trazado por
las parcas odiosas
cuando
bordaron la tersura de mi frente
enamorando y
perdiendo a los mortales
porque yo
sea como un estigma, o algo peor, funesto;
y tanto que
no hay mente que se atreva a imaginarlo
para no
ofender la figura del solemne Febo
o la árida
castidad de la cruel Minerva.
No te
humilles, anciano, que me humillas
porque esa
es mi afrenta
y si tus
barbas tocan un sólo gramo de polvo
convertirían
este premio de la muerte de tu hijo
en el baldón
de mi condena
que
atravesará la nube de mi muerte como un rayo
con que el
Potente me destroze incluso en el Averno;
porque ya
nada podrá contentarme, ni aún
la promesa
de mi amante recibiéndome eterno
si llevo
conmigo el estigma de tu dignidad destrozada
en vez de la
rama áurea para Proserpina.
¡Vete!, toma
por fin esos despojos y vete, anciano
porque yo
pueda esperar ya tranquilo a esa pérfida
que demora,
asustada de tu dignidad.
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