La Pietá de Ernesto Daranas o la nueva ola del cine cubano
El cine cubano siempre ha padecido el pecado de Caín, desde
que negara su experiencia anterior a la épica revolucionaria de 1959; producto
de lo cual, se vio compulsado a una retórica que reflejara esa épica, en la
textural natural [propicia] del neorrealismo de origen italiano; pero la
preferencia estética era natural, en tanto de lo que se trataba era de la gran
gesta con que se afectaba a la realidad en un sentido dado, y no de esa
realidad. Por eso sorprende y descoloca el cine siempre eficiente de Ernesto
Daranas [Los dioses rotos], con su
estética de aquella nueva ola francesa;
sobre todo este último filme suyo [Conducta],
con claras referencias a Los
cuatrocientos golpes, puede que no por inspiración directa sino por simple
recurrencia dramática, puesto que en realidad Daranas es con mucho más optimista.
Quizás el único problema con el cine de Daranas no sea el cine
mismo sino la expectativa de un público habituado a que el arte asuma el papel del
periodismo; contradicción lógica en una cultura en la que el periodismo asume la
labor de propaganda ideológica. Pero toca entonces a ese público madurar y ponerse
a la altura de un arte que muestra y exige esa madurez; porque por fin en este cine
la realidad tiene problemas reales y no abstractos, y se realiza en gente real y
no en arquetipos, aunque en definitiva los represente como toda realidad. En
todo caso, por fin el cine cubano ha superado la adolescencia discursiva de Memorias del subdesarrollo y se atreve
con la realidad; no ya desde las comedias críticas con que Gutiérrez Alea todavía
forzaba un discurso épico, incluso grandilocuente, con sus arquetipos
populares; sino desde la crudeza de una realidad que no necesita de
abstracciones, porque ofrece su propia narrativa, más constante en su
dramatismo que la más llamativa ideología.
De hecho, Daranas corrige en su cinematografía una constante todavía arquetípica y
omnipresente en Gutiérrez Alea; la del diálogo del Ser con su naturaleza, que
nadie fue tan flexible como Titón para reflejar en sus parejas protagónicas,
del hombre blanco [blanconazo] con la mulata como partenaire en reflejo del
perfil nacional. En este caso, la corrección trasladaría ese coprotagónico de
la naturaleza todavía un grado más; en esa madre tan depauperada y ruinosa como
el caserón y la realidad en que viven todos, y que además depende de la
virilidad precoz de su hijo. De ese modo, por fin, en Cuba hay cine y no poesía
filmada, con guiones que contienen diálogos y no cantatas corales; y de la
mejor calidad gracias a eso mismo, en esas confrontaciones en que los
personajes se baten a pura esgrima semántica, dando lugar a los verdaderos
modismos del lenguaje corporal y no a un catauro de folclorismos.
La fotografía es naturalmente buena, recreando esa textura
ruinosa que no sólo es habitual sino lógica al cine de Daranas; pero lo que
sorprende es que por fin reaparecen también los niños de excelencia actoral,
que no se veían desde aquella omnipresencia de Patricio Wood y Maribel
Rodríguez. Quizás, en este sentido, los personajes de los niños sean demasiado
dramáticos, demasiado adultos; pero eso no hay modo de saberlo, desde que esta
realidad que retrata es tan indeciblemente dura que probablemente ese sea un
parámetro suyo. Del filme mismo, grandioso como una nueva Pietá de
Michelángelo, esas escenas de rol invertido en que el niño es el protector de
la madre; pero también esa apelación a la figura trascendente de la Caridad del
Cobre, accesible en la misma maternidad de Carmela, con su carácter y oficio
—nunca mejor dicho— magisterial.