Paradiso… otra vez, siempre!
A los escritores argentinos se les recomendaba que
rechazaran la influencia borgiana, a los cubanos la lezamiana; se trata de una
tradición del magisterio literario, tan puntual como los cultos que trata de
combatir, y no menos ociosa. Sin embargo, el rechazo de un fenómeno podría
estar ilustrando su pertinencia; ya que las razones de todo culto son siempre
formales, como las liturgias que evocan una razón fundacional de las
estructuras que adornan. El desarrollo de los fenómenos cultuales inspira el de
sus condenas, no menos formales entonces que los fenómenos mismos; como en ese
caso del vanguardismo surrealista —por ejemplo—, que en su anti clasicismo se
ha asentado a sí mismo como otro clasicismo, ya ni siquiera alternative.
En el caso de Lezama Lima y Paradiso, ya no se
trata ni siquiera —como se ha afirmado—
de si la novela es farragosa e innecesaria; todo arte es superfluo por
definición, en esa misma condición formal suya, a menos que evoque otras
trascendencias, como en los clásicos. Es otra paradoja, en las que la vida es
abundante, porque retuerce el bucle del estilo hasta que este pierde ya su
sentido; que es su belleza misma, pero ajada en la repetición, que le hace
perder toda facultad reflexiva y descender a la banalidad. Volviendo a Paradiso
y Lezama Lima, se trata como siempre de esa construcción del árbol; que crece
añoso e imponente, y del que se aprecia distintamente la sombra recurrente, el
follaje efímero o el tronco que adquiere anillos con los años.
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El problema no es entonces Paradiso sino su
culto, porque en su formalismo obvia la función que cumplía y en ello la
necesidad que satisfizo; y que siendo mayor que su autor, se acomoda en la
evolución de las artes, ocultada por su decadencia inevitable. Lezama Lima fue
un pedante incorregible que escribió una novela imposible, esta novela sin
embargo resolvía un problema fundamental; y que residiendo en su misma
capacidad reflexiva —¿es forma, recuerdan?—, es una representación del cosmos
en sus ocultas dinámicas. Sólo que para llegar a eso habría que partir de la
literatura en su propia evolución, y el lugar específico de las Américas en
Occidente; cosa que no atañe ni por asomo a los cultos, con sus madejas de
monaguillos y viejas devotas con rosarios y pésimos coros que desconocen el
peso del barroco en la liturgia católica.
Paradiso es un tratado de ontología, que
concilia el realismo aristotélico con el idealismo platónico; aportando con
ello el vínculo que complementa la violencia estructural de agustinitas y
aquinistas, con el ajuste epistémico de su función antropológica; en esa
reconciliación de la negatividad de Foción por la positividad de Fronesis, en
la conformación definitiva del hasta entonces proto dios local. Así de genial
entonces, Paradiso no es rebumbio, ni el pene de Farraluque ni el mal gusto de
una cena espantosa, a la que acuden fantasmales críticos en una fantasía gay;
contiene elementos como la representación de lo sobrenatural en tanto
determinación de la realidad en un maremoto, y la Amistad como vínculo de estructuralidad .
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Antes de Lezama, eso lo intentó el no
menos farragoso Herman Hesse, cuyo culto es aún autorizado; con esas reducciones platónicas que
racionalizan la trascendencia, ignorando al Ente distinto de su abstracción (¿Dasein?). Lezama resuelve el problema del Dasein, al dar al Ente siempre como potencia (proto dios); en relación con su propia realización puntual, en la tensión de esas proyecciones formales de sus amigos. Por supuesto, asumir que Lezama Lima era
consciente de todo esto y lo manejaba más allá de su vanidad es irrisorio;
también creer que García Vega no pasa de ser un resentido, que desplaza el
culto a su propia e inexistente originalidad.
En ese sentido, todas las enumeraciones homéricas —excepto la de los caballos en el viaje de Cortez a México por Bernal Díaz del Castillo— son banales y más tristes que las lezamianas; dígase el esplendor indudable y pulcro de Pablo de Cuba Soria, o el llamado beatnik naif de Legna Rodríguez Iglesias; también es ridículo y menor el trágico intercambio poético entre Casal y la Borrego, que hoy día es más juguete cómico que poético. El padecimiento real de la literatura cubana no es entonces su propia tradición, como intentan los sísificos debates, sino la condición misma del arte literario; esa esclerosis en la contracción tecnológica postmoderna, en que la razón alcanza el esplendor intuitivo y la reflexión analógica ya es disfuncional e inoperante para otra cosa que la vanidad.
En ese sentido, todas las enumeraciones homéricas —excepto la de los caballos en el viaje de Cortez a México por Bernal Díaz del Castillo— son banales y más tristes que las lezamianas; dígase el esplendor indudable y pulcro de Pablo de Cuba Soria, o el llamado beatnik naif de Legna Rodríguez Iglesias; también es ridículo y menor el trágico intercambio poético entre Casal y la Borrego, que hoy día es más juguete cómico que poético. El padecimiento real de la literatura cubana no es entonces su propia tradición, como intentan los sísificos debates, sino la condición misma del arte literario; esa esclerosis en la contracción tecnológica postmoderna, en que la razón alcanza el esplendor intuitivo y la reflexión analógica ya es disfuncional e inoperante para otra cosa que la vanidad.
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