Thursday, November 9, 2017

Okantomí… Eduardo Rivero

En la década de 1970, al tiempo que estabilizaba el terror en las artes cubanas, también ocurría un oasis de respiro; como una de esas maniobras de tensión y balance, con las que Dios aprovecha para empujar su creación en una dialéctica evolutiva. En esa época terrible, el Conjunto de danza contemporánea de Cuba deslumbraba con el rescate de los elementos negroides de la cultura cubana; y estrenaba piezas como Sulkary y Okantomí, que recreaban estos elementos negroides, ajustando los recursos epistemológicos para mejorar nuestra reflexión ontológica. Eran idealizaciones, que mostraban el intento de vindicación trascendente de una cultura entonces marginal; que puestas en perspectiva, muestran la discordancia entre el uso de música de origen litúrgico con libretos que recreaban dramas y mitos no necesaria o directamente conexos.

Se trataba entonces de una priorización funcional del sonido sobre la exactitud del drama ilustrado, con su distorsión inevitable; pero sólo como principio, porque se trataría de un ajuste y sistematización general sobre el ser nacional y su determinación, no sobre sus orígenes. De hecho, todo habría comenzado con la transición del joven Ramiro Guerra, que culminaba su perfección evolutiva con el descubrimiento de la negritud cubana como motivo estético; con aquella pieza magistral de Suite Yoruba, que en su nombre dejaba ver su cualidad de base sobre la que construir todo ese catauro que poco a poco se destilaría con su reflexión danzaria. El mismo Ramiro maduraba estéticamente en la poética lorquiana, con el montaje pre revolucionario de Llanto por Ignacio Sánchez Mejía; encontrando la vibración de esta poética, que apenas había asomado los faldones en el colorismo de Nicolás Guillén.

Guerra, así, daba pie a Eduardo Rivero —el Oggún más hermoso del folklore cubano—, para que con su idealización comenzara la indagación poética; con aquel minimalismo no sólo escenográfico sino incluso figurativo, con el que sus bailarines emulaban figuras griegas en estelas egipcias. Obviamente, nada de aquello era africano, tampoco Cuba es africana, como no lo es la negritud cubana, que en África sólo tiene el origen pero no la realidad; de ahí que como los oráculos chinos del I-Ching —más propiamente que los de Ifá— se tratara de formas en la que abstraer las dinámicas en que se realiza esto real. Sólo el amor y no esta misma necesidad llevaría a Danza contemporánea de Cuba a recuperar este repertorio, tan mítico como su materia dramática; y por ello los resultados variarían, con versiones más cercanas a la teatralidad del güimelere que a la reflexividad del teatro.

Por supuesto, la Oshún que baila la última versión del Okantomí recrea el fenómeno religioso y no la formalidad del mito; su búsqueda, igual de teatral, tiene un sentido no exactamente artístico sino estrictamente antropológico. Lo mismo puede decirse de la última versión de Sulkary ambas en Youtube con fecha del 2014—, y así con todo aquello que sea una reproducción; porque la necesidad de la recreación no es nunca la misma de la versión original, que es puramente reflexiva. Queda entonces la gloria de haber visto aquellas versiones originales, que teatro al fin están sujetas a la puntualidad de la representación efímera; como los mandalas, que despliegan la belleza para que desaparezca en el cumplimiento de esa su naturaleza.

Es también, la evocación en el recuerdo de espíritus poéticos como aquel de Eduardo Rivero (epd. 2012) y Ramiro Guerra; que como titanes de una raza ajena tuvieron el corazón bastante grande como trabajar en las yuxtaposiciones que armaron al Ser nacional. Para siempre y gracias a ellos, la década terrible fue también de una transición gloriosa, como un sacrificio bestial con el que se diera pie a una nueva evolución; quizás perdida en el esfuerzo mismo, pero por siempre real en su propia consistencia, como un último verso con el que late el corazón.

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