Okantomí… Eduardo Rivero
En la década de 1970, al tiempo que
estabilizaba el terror en las artes cubanas, también ocurría un oasis de
respiro; como una de esas maniobras de tensión y balance, con las que Dios
aprovecha para empujar su creación en una dialéctica evolutiva. En esa época
terrible, el Conjunto de danza contemporánea de Cuba deslumbraba con el rescate
de los elementos negroides de la cultura cubana; y estrenaba piezas como Sulkary y Okantomí, que recreaban estos elementos negroides, ajustando los
recursos epistemológicos para mejorar nuestra reflexión ontológica. Eran idealizaciones,
que mostraban el intento de vindicación trascendente de una cultura entonces
marginal; que puestas en perspectiva, muestran la discordancia entre el uso de
música de origen litúrgico con libretos que recreaban dramas y mitos no
necesaria o directamente conexos.
Se trataba entonces de una priorización
funcional del sonido sobre la exactitud del drama ilustrado, con su distorsión
inevitable; pero sólo como principio, porque se trataría de un ajuste y
sistematización general sobre el ser nacional y su determinación, no sobre sus
orígenes. De hecho, todo habría comenzado con la transición del joven Ramiro Guerra,
que culminaba su perfección evolutiva con el descubrimiento de la negritud
cubana como motivo estético; con aquella pieza magistral de Suite Yoruba, que en su nombre dejaba
ver su cualidad de base sobre la que construir todo ese catauro que poco a poco
se destilaría con su reflexión danzaria. El mismo Ramiro maduraba estéticamente
en la poética lorquiana, con el montaje pre revolucionario de Llanto por Ignacio Sánchez Mejía;
encontrando la vibración de esta poética, que apenas había asomado los faldones
en el colorismo de Nicolás Guillén.
Guerra, así, daba pie a Eduardo Rivero —el Oggún más hermoso del folklore cubano—, para que
con su idealización comenzara la indagación poética; con aquel minimalismo no
sólo escenográfico sino incluso figurativo, con el que sus bailarines emulaban
figuras griegas en estelas egipcias. Obviamente, nada de aquello era africano,
tampoco Cuba es africana, como no lo es la negritud cubana, que en África sólo
tiene el origen pero no la realidad; de ahí que como los oráculos chinos del
I-Ching —más propiamente que los de Ifá— se tratara de formas en la que
abstraer las dinámicas en que se realiza esto real. Sólo el amor y no esta
misma necesidad llevaría a Danza contemporánea de Cuba a recuperar este repertorio,
tan mítico como su materia dramática; y por ello los resultados variarían, con versiones
más cercanas a la teatralidad del güimelere que a la reflexividad del teatro.
Por supuesto, la Oshún que baila la última
versión del Okantomí recrea el
fenómeno religioso y no la formalidad del mito; su búsqueda, igual de teatral,
tiene un sentido no exactamente artístico sino estrictamente antropológico. Lo
mismo puede decirse de la última versión de Sulkary
—ambas en Youtube con fecha del 2014—, y así con todo aquello que sea una reproducción;
porque la necesidad de la recreación no es nunca la misma de la versión
original, que es puramente reflexiva. Queda entonces la gloria de haber visto
aquellas versiones originales, que teatro al fin están sujetas a la puntualidad
de la representación efímera; como los mandalas, que despliegan la belleza para
que desaparezca en el cumplimiento de esa su naturaleza.
Es también, la evocación en el recuerdo de
espíritus poéticos como aquel de Eduardo Rivero (epd. 2012) y Ramiro
Guerra; que como titanes de una raza ajena tuvieron el corazón bastante grande
como trabajar en las yuxtaposiciones que armaron al Ser nacional. Para siempre
y gracias a ellos, la década terrible fue también de una transición gloriosa,
como un sacrificio bestial con el que se diera pie a una nueva evolución;
quizás perdida en el esfuerzo mismo, pero por siempre real en su propia
consistencia, como un último verso con el que late el corazón.
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