La queja y el arte de Pedro Juan Gutiérrez
En una entrevista reciente, el cubano Pedro
Juan Gutiérrez se queja de que su literatura sea reducida a sexo y política;
como si no fuera él mismo quien redujera su escritura a una serie de clichés entre
el sexo y la política, que han sido su fórmula de éxito. Como el Leonardo
Padura posterior a Fiebre de Caballos,
Gutiérrez descubrió en Trilogía sucia de
la Habana una fórmula de éxito fácil y recurrente; pero ellos no son los
únicos exponentes de un fenómeno que afecta a la literatura como arte, en su
universalidad.
Se trata de una propiedad del mercado en su
redeterminación de las relaciones en que se estructura la sociedad; ni siquiera
como corrupción de estas, sino con la simple derivación de sus proyecciones
objetivas. Esta derivación proviene de que estas relaciones antes se dirigían a
la oferta de un objeto a cambio de un dividendo; ahora se dirigen a la búsqueda
de dicho dividendo con la producción de dicho objeto, manteniendo
artificialmente su necesidad.
La diferencia es objetiva, y en ello ni
siquiera es sutil, en un caso se satisface una necesidad real y en el otro no; el
fenómeno es de todas formas legítimo, como todo lo real, pero el fraude es
absurdo, porque lo que es sí es y lo que no pues no. Gutiérrez aprovechó una
coyuntura comercial, y a esa agudeza debe su éxito, no a un mérito literario;
simplemente porque la literatura no es in propósitos narrativo sino una
destreza para explotar recursos formales… que él no despliega.
Eso es lo que diferencia a la literatura del
periodismo, con una distancia que no se recorre a voluntad sino con talento; esa
es la otra diferencia que ignora el mercantilismo, en esa prepotencia desde la
que lo único que ofrece es dinero, no trascendencia. Tampoco debería haber
motivos para la frustración, pues la trascendencia no existe sino como
condición propia de lo inmanente; así que si alguien pretende el éxito
literario será sólo un pretencioso, y como eso inevitablemente será como trascenderá.
A diferencia de Gutiérrez, Padura aún explora
siquiera tangencialmente temas con densidad histórica propia; aunque con
deficiencias narrativas, eso le permite desbordar el estrecho límite de los
clichés políticos y sexuales. Ese no es el caso de Gutiérrez, que se limita a
inflar la morbidez de la depauperación, ya de por sí naturalmente sórdida; pero
Gutiérrez proviene del periodismo propagandístico, ni siquiera del de
pretensiones de profundidad literaria; eso quizás explique la confusión entre
lo sórdido y lo mórbido, como recursos diferentes para la expresión literatura.
Conseguir una ambigüedad que transparente lo
mórbido en lo sórdido, requiere la destreza de la que carece un agente de
ventas; no un agente literario, que pondría al servicio del de ventas su
agudeza estética. Pero eso era antes, cuando el capitalismo no era corporativo
y el mundo editorial no se limitaba a un par de imperios; que tratando de
explotar más a un público cautivo como fugitivo y elusivo, comenzaría a ahorrar
recursos cortando especialistas.
Los tiempos son otros, y el problema con
Gutiérrez es que ya sólo puede repetir su fórmula eterna; pero para lo que sólo
cuenta con la ayuda de periodistas complacientes, incapaces de retener al
público desde la burbuja de su complacencia. Entre los desaciertos de dicha
complacencia están las comparaciones oportunistas, como la que lo ancla en el
valor de Bukowski y Zoé Valdés entre otros; cuando el primero no pasaba de ser un
seudo estoico de valores efímeros, moralistas y discursivos.
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Más ilustrativa sería la comparación con
Valdés —como con Hemingway— que aquí es excesiva, reduciéndose a lo temática; e
ignora los sinnúmeros recursos expresivos de que hacen gala esos escritores, no
importa lo que diga un periodista complaciente. En resumidas cuentas, Gutiérrez
es a la literatura lo que Paulo Coelho, un oportunista con tanta suerte que desconoce
hasta los límites del sentido común; que es el peligro de la soberbia
mercantilista, contra los que siempre han advertido todos los credos, por los
efectos de su obnubilación.