De Hegel, Schopenhauer y las columnas de Hércules
Eso era el valor trascendental de lo real,
como histórico en tanto humana, tomado de Aristóteles en la intuición kantiana;
todo desarrollo posterior significaba por tanto la superación de esa apoteosis
de Hegel mismo, en su decadencia inevitable. No que Schopenhauer lo supiera, en
su admiración genuina por el maestro, pero como la naturaleza desbordada del
río fertilizando los campos de Egipto; por eso no era un ataque, aunque el
efecto fuera la exposición de las resquebrajaduras en el muro del hegelianismo
como absoluto.
Por eso también entonces, la comparación
es pertinente y necesaria, siquiera en esa forma aleatoria de la necesidad; que
es lo que la hace tan atrevida como inevitable, en esa ambigüedad del exceso
que funda toda nueva construcción. Después de todo, si el desarrollo es espiral,
alguna excepcionalidad ha de interrumpir el cierre del círculo estoico; en la
tendencia lineal del raciocinio, que puede sentar las perspectivas y el absurdo
de toda convención tradicional.
El titán establecía sus axiomas, los
seguidores solo los aceptan, y esa diferencia es importante en su
funcionalidad; porque Hegel no defendía mezquino un estilo de vida, de este
lado de las columnas de Hércules; sino que sólo había llegado hasta allí,
mientras el académico mezquino consume egoísta la fuerza del titán. Hay algo
hermoso en ese rechazo, del abrazo del devoto fervoroso, por el sacerdote que
no reconoce la ofrenda; Hegel culmina la transición desde el ya transitivo
medioevo, pasando el batón —en ese rechazo— a la nueva transición de la
intuición de Schopenhauer.