La extrema singularidad de Occidente no se limitaría a la técnica, la política o la religión, que sólo la expresan; sino que reside en la instauración de lo humano como causa eficiente, en su función catalizadora de lo real como histórico. En toda otra tradición, la política se concibe como función de estructuras impersonales, como estructura de lo real; mientras en Occidente eso se reorganiza en torno al individuo, como motor reflexivo de esta redeterminación.
Esta singularidad surgiría del entrelazamiento del estructuralismo micénico y la expansión comercial fenicia; el primero en la naturaleza militar de la sociedad, organizada en jerarquías alrededor de centros de poder; mientras la segunda introduce una lógica mercantil, que flexibiliza esa estructura en el intercambio y la movilidad. Lo micénico garantiza la forma, pero lo fenicio la hace operativa, poniendo al individuo como operador de su potencia; que cataliza la transformación estructural sin destruirla, impulsándola de hecho en su desarrollo.
Esto producirá el excepcionalismo occidental, afectando la solidez estructural con la emergencia del individuo; que se manifiesta en la narrativa —y las artes en general—, como reflexiones de valor cosmológico. En las cortes no occidentales, la caída de un visir, mandarín o emir se interpreta como un problema funcional; en tanto amenaza al equilibrio con su disrupción, en que lo personal existe como defecto, no como causa legítima.
En Occidente, en cambio, la misma situación se dramatiza siempre como choque de pasiones individuales; en la Turquía otomana, Hürrem como amante celosa, İbrahim como favorito arrogante y Solimán como sultán dolido. En Grecia, Patroclo como fuente de la rabia de Aquiles, y hasta su función de arquetipo sobre Alejandro y Hefestión.
Lo político y lo existencial se entrelazan, haciendo del drama íntimo se un relato político con valor cosmológico; y esta lógica se extiende a la amistad masculina y los vínculos afectivos, apoyándose de hecho en ellos. En esas sociedades premodernas, incluso con su comercio sexual y tabúes, la amistad podía tener connotación sexual; que era sin embargo implícita, y no necesitaba concretarse, porque la relación era funcional y de función reflexivo; lo decisivo en esas relaciones era la función social del vínculo —lealtad, alianza, protección—, no el hecho mismo.
La Modernidad depende sin embargo de una lógica racional positiva, como su instrumento epistemológico; y por eso acude a categorías claras y dicotómicas, como heterosexual y homosexual, privado y público, amistad y amor. El problema está en esa lógica, por la que sin estas categorías las relaciones se vuelven incomprensibles; porque la objetividad depende ahora de la delimitación conceptual, no de la eficacia funcional del vínculo.
Occidente combina así varias dinámicas, desde el individuo como redeterminador de la cultura como realidad; en una narrativa o hermenéutica, que entrelaza lo íntimo y lo político, dramatizando l histórico; y por lo que las relaciones personales devienen en factores de operación exponencial, en que se resuelve lo político. De ahí la reflexividad, con la reconfiguración de la sociedad desde sus fenómenos puntuales, como individual; aunque ajustándose en una hermenéutica racionalista, con esa comprensión de las relaciones políticas como afectivas.
La fractura emerge como un pulseo, entre estructura y reflexión individual como de lo funcional y lo existencial; mientras en el mundo no occidental, los individuos quedan subordinados a la estructura, con valor político y no existencial. En Occidente la reflexión deviene en potencial histórico, y la Modernidad lo acentúa con su exigencia de claridad; y así, la cultura no solo reconoce la potestad del individuo, sino que lo constituye además en catalizador de su realidad.
La eficacia de este esquema estribaría en ese entrelazamiento de lo político y lo existencial, por su flexibilidad; haciendo que las necesidades puedan cumplirse estrictamente en tanto efectivas y no sólo formales, como políticas. La singularidad occidental surge entonces de aquel condicionamiento, del estructuralismo micénico por la lógica mercantil fenicia; y se manifestaría en la historia, pero como reflexión existencial, nunca meramente política, como es lo natural.
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