De profundis
Hay quien canta loas a un poeta muerto, lo que es habitual, sólo lo aprovecha para su propio éxtasis; hay también quien canta victoria apresurado, creyendo que sabe lo que ocurre en el fondo oscuro de un corazón, al que supone bueno o malo. Pocos acogen al muerto como a un accidente en sus vidas y no una determinación, piedra de tropiezo para algunos y sostén de otros; que a su vez, sólo ellos mismos —y sólo a veces— saben lo que significó, y que por eso lo magnifican o empequeñecen. Porque la justicia la administra Dios —cualquiera sea la cosa que eso signifique— y nunca un pobre tipo, sobre todo si piensa que sabe algo; y ante el gesto dramático de la muerte, quizás lo más prudente sea el estupor y el recogimiento, lo mismo si amigo que enemigo o meor rumor; saber, como el árabe, que nunca lo conoció, y que ese misterio es bello en su perennidad, y quizás sea bueno si acucia su curiosidad. Quien apura un juicio no hace sino recorrer su propio equívoco, y quien se piensa pagado vale lo que recibió; la muerte es engañosa, los hombres que fueron no están en las tumbas que pudren sus huesos; están en el recuerdo que dejaron, sea bueno o peor, y eso tampoco importa, si es accidental.
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