El libro del opio [reseña]
por Chely Lima
Existe un Asia imposible, indeciblemente brutal y delicada,
de una sensualidad sabia y lujosa al mismo tiempo, que alienta en lo más
elevado de la imaginería occidental. Es
este continente, centrado en la China arcaica y visto a través del ojo
alucinado del artista, el que despliega sus mapas y su crónica apócrifa para el
lector en El libro del opio, de
Carlos A. Díaz Barrios. Con un lenguaje
tan rico que es imprescindible leerlo varias veces, cosa de poder saborear a
plenitud las múltiples capas de prosa poética, el poeta le canta a la resina
maldita que en su momento tuvo como amantes a Shelley y Byron, Keats y
Coleridge.
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Es así como, en sucesivas
oleadas de música, alusiones culteranas, sentido neto de cada frase, pincelada
tras pincelada, la prosa va trenzando con artes de orfebre las hebras que la
componen, y el resultado final se parece mucho a un recitativo que se
pronunciara entre sueños.
En la medida en que se acoge a
la antiquísima tradición de narrar por medio de imágenes preciosistas, y
renueva esa tradición con la gracia de un ritmo propio, a ratos fluyente y a
ratos cortado por paradojas sutiles, El
Libro del opio se manifiesta de un modo poderosamente visual, y se las
arregla para convertirse en una especie de texto-estupefaciente celebrando una
sustancia estupefaciente, que a fuerza de referentes acaba por convertirse en
lo que debió ser en sus orígenes: un enteógeno capaz de convocar lo que duerme
o se agita detrás de la puerta que conduce a las regiones abisales del
inconsciente colectivo.
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