Saturday, January 17, 2015

De la sublime contradictio

A Marina Ortiz


Era una amiga mía con una voz espectacular y que acostumbraba a ganarse la vida como instructora de arte, y tenía un principio inamovible; era contraria a que los niños interpretaran canciones de adultos, costumbre bastante común sobre todo respecto a las niñas. El principio parecía moral, en el sentido de que los niños estarían expresándose sobre algo que no les sería propio; de modo que el acto sería no sólo anti natural sino además de ello falso, ya que ellos mismos no podían ser sujetos de lo que representaban. No obstante, esa misma contradicción revelaría la falacia, puesto que siendo una cuestión formal (arte) se trataría justo de representación; es decir, ningún cantante es el sujeto de lo que representa, al menos no siempre que lo representa, puesto que la representación no es lo representado. Entre signo y significado media la distancia de la convención y sus entramados históricos y antropológicos, y por ello mismo no son sinónimos; aunque también es cierto que para que se cumpla la fe poética es preciso alguna adecuación que relacione directamente al signo con el significado, y que es lo que no se daría en ese caso de los niños cantando canciones adultas.

No obstante, más allá de eso cabría preguntarse qué es el arte infantil sino una convención para la introducción al mundo adulto; y más aún, si todo lo que se conoce como arte infantil es de suyo infantil y no imitación adulta de la infancia, como infantilismo, y por ende también anti natural. En cualquier caso, el arte infantil es un producto moderno, y se elabora manipulando productos originariamente dirigidos a los adultos; de hecho, se trata de rebajar la substancia con bastante agua, como en los cuentos de espanto de los hermanos Grimm o de Andersen, que nada tienen que ver con el amaneramiento de Saint Exupery. De donde que probablemente se trate tan sólo de otra contradicción, también más grave; aquella por la que las convenciones vigentes pierden esa vigencia, incluso para la percepción del arte y sus posibles funciones reflexivas.

Bien visto, se trata de un talento dramático, explotado por un sujeto que no tiene que comprender al objeto para representarlo; porque sería el objeto lo que ha mudado no sólo de naturaleza sino también de consistencia. Eso quiere decir que antes se cantaba a conceptos abstractos, representados en dramas narrativos; eso es lo que comprometía al sujeto en una representación adecuada, cuyos lineamientos no podían romperse sin romper la débil poética que como teología sostenía a esa fe. Hoy se canta el talento mismo de cantar, y la representación es la de la sublimidad del acto, que en sí mismo es banal; que lo es dada su poca excepcionalidad, como una virtud, accesible a quien tenga la voluntad necesaria para ello; no ya ni siquiera los medios, que están siempre a la mano, gracias a la revolución tecnológica, que es la que ha dado al traste con las convenciones.

No sólo una niña puede cantar canciones de desesperado amor de adultos, aunque en su niñez no comprenda de qué se trata; también un hombre puede cantar a su virginidad de muchacha ingenua, perdida en los brazos fuertes de un chico o de otra chica. Se puede cantar todo, porque lo que importa es que se pueda cantar y no lo que se canta, que es en lo que reside la singularidad de los tiempos; en esa suficiencia del talento, que ya deja de ser especial para ser hasta más que atributo derecho ciudadano; aunque con ello pierda esa capacidad reflexiva que es lo propio de la representación, pero sólo cuando no es como representación misma que importa sino que esconda su pliegue en la oscuridad con que resalta la luz.

Para Marina, en todo caso, esta pieza de la más sublime contradicción.

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