La falacia del barroco latinoamericano
Ya deben haberse apagado los rescoldos por la conmemoración de la muerte
de Lezama Lima, santo al que encendí mucha vela; pero los recitativos y las
letanías persisten, como para alargar la celebración, en el ambiente anodino de
nuestra literatura actual. Es por eso que de vez en cuando se precisa de que
alguien recuerde la naturaleza del santo, para minar ese catolicismo pacato que
nos lastra; porque ni Orígenes fue una institución con unidad estética, ni esos
pastizales fueron tan idílicos. Orígenes, como todos los movimientos de su
tipo, fue fundado en el afecto y la amistad y el desafecto y la desconfianza lo
lastrarían; hasta terminar en esa guerrilla de mezquindades, en la que todos
atacaban a todos, y que parece ser la consistencia real de toda historia de la
literatura. Primero, a Orígenes la caracterizó esa especie de retorcida
amistosa enemistad de Virgilio Piñera y Lezama Lima; que era retorcida como
retorcidos eran ambos, no importa su respectiva e indiscutible genialidad literaria.
Pero esa realidad nació de la otra realidad, que fueron las pretensiones
de todos ellos; que lejos de toda humildad, como también va siendo habitual,
eran lobos que se mordían las pantorrillas unos a otros. No sólo Orígenes
surgió de una amistad, que se encargaría de tejer el mito de la unidad
estética; sino que esa misma amistad estaba viciada de inicio, tanto por el
deseo latente de unos sobre otros y la envidia, como por la traición. En carta
a José Lezama Lima, Piñera desbroza el rencor que lo marcaría para siempre, por
la traición de quien consideraba su amigo; porque fue la zorrería elitista de
Cintio Vitier la que postuló a Orígenes como una revista católica, arrimando la
paja a su pesebre.
De conspiracioncitas de ese tipo está tejida toda agrupación, que surge
con las contradicciones en que se relacionan sus miembros; pero la falta de
carácter de Lezama Lima ante las pretensiones de Vitier, serían el sello que
quitara densidad intelectual a ese fenómeno del Origenismo; en el que lo
neobarroco es apenas la frase feliz de un iluminado adornando el pasado con
alguna enjundia innecesaria, y ni siquiera consigue solidificarse con concepto
real. Que las nuevas generaciones necesiten recurrir a una frase feliz, y
elevarla a nivel de concepto para cobrar consistencia; esa es la paradoja que
describe la inconsistencia que determina a toda la literatura cubana
contemporánea, por su propia debilidad.
La razón es sin embargo más clara, porque explica la poca estatura moral
en la mezquindad, que se come las bases de esas hermosísimas arcadas de la
Habana; como cuando Lezama responde a la generosidad de Gastón Baquero con la
bajeza habitual al racismo cubano, que no es virulento como el gringo, pero sí
peor en lo ladino. Contó Don Hilario González la anécdota, de que cruzándose él
y Lezama con el exitoso Baquero que ayudaba al último, se saludaron; pero que
no más volviéndose el de Testamento del pez para continuar su camino, el de Trocadero
se refirió a él por lo bajo y por la espalda como al dilecto escriba de la
dotación de nuestro señor Obispo.
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Cuando ese es el tipo de santo que se celebra como devoción, ya se sabe
cuál es la doctrina que se postula; no porque los creyentes sean igual, que por
algo son sólo creyentes y no santos ellos mismos, pero sí por el horror de esas
doctrinas sublimes que los sostienen a ambos. A José Lezama Lima no le falta la
genialidad necesaria para elaborar las más sutiles y agudas imágenes, esa es su
grandeza real; como lo es el ocultar su mezquindad la otra mezquindad del culto
que ignora esta grandeza suya, en esa retorcedura que es la única posibilidad
del llamado neobarroco.
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