Saturday, October 22, 2016

Shortbus

Esta es una película del 2006, pero una reseña suya nunca es tardía, pues es un filme de circuito cerrado; quizás no de culto, pero sí de circuitos y cofradía, puede que por el exceso de sexo que la distingue. Es en todo caso un filme experimental, que es una especie de historia sexual de Nueva York; y que es en lo que puede residir el exceso, pues una historia de Nueva York no tiene por qué ser sexual, o tan explícitamente sexual. Sin embargo, esa es precisamente la textura que le da vida a este filme; reuniendo en el sexo los personajes estrafalarios de la ciudad, que aquí se muestra en todo su freaky esplendor. La lista de personajes incluye una terapista sexual que no consigue el orgasmo y un (ujúm!) ex-mayor de la ciudad; que no es cualquiera, sino el de la crisis del HIV, que en el filme —pero es ficcional— acepta su alegada homosexualidad en un emotional burst.
El plot es inteligente en lo freudiano, si en definitiva es en la bestialidad del sexo que se realiza el Ser; cómo o por qué es otra historia, que a este director —por fortuna— no le interesa, porque él está en lo real y no en su determinación. La fotografía es perfecta y forma parte del drama, incorporando la parte experimental en sus juegos visuales; y lo mejor que tiene es su exactitud dramática, rehuyendo a belleza formal para entrar a jugar con la esperpéntica atmósfera. Por supuesto, esta historia de Nueva York transcurre mayormente en una suerte de templete; que es exactamente un club sexual, a donde acude la gente a ….experimentar, se supone —pero es nueva York en el más recurrente y fabuloso de sus clishés—.
El director consigue su propósito final, que no es contar las historias de la gente sino mostrar el pulso de la ciudad; es de suponer que a eso se deba la recurrencia del sexo, que no tendría que ser necesariamente tan explícito, aunque afortunadamente lo eso. Esa línea ambigua se explica en el exceso mismo, que es la marca existencial que vincula a la ciudad con su gente; al menos según ese clishé, que al director nom le interesa contradecir sino justamente resaltar. Como resultado, una película probablemente kischt, pero probando la legitimidad de ese tipo de búsqueda; porque conduce inexorable a un final paroxístico —como el que buscan los directores cuando introducen el alegro assai vivace de la novena de Bethoven—, que si le deja afuera a usted bien podría explicarle la fría brusquedad de su entorno.

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