Sunday, January 28, 2018

Cuentos obscenos, o los juegos del ingenio

Por Rolando Aniceto
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Que el sexo vende ya lo sabemos. Que lo obsceno está de moda lo podemos comprobar en todas partes.
Cuando leemos que monjes se masturban con imágenes devocionales, harenes practican el incesto, se disfrutan tríos sexuales con lujuria japonesa y la impudicia de la carne y los sentidos se pasean desvergonzadas por cada página, nos sentimos tentados a concluir que los “Cuentos Obscenos” de Ignacio T. Granados (Ediciones Itinerantes Paradiso) podrían convertirse en una bomba comercial al estilo del bestseller ese de las 50 sombras de cierto tono opaco.
Sin embargo, la irreverencia de estos cuentos no se debe a lo soez que hoy todo lo permea. Tampoco a la tosquedad con que viene envuelto lo cachondo como producto de consumo de las masas. Por el contrario, la irreverencia que destilan los cuentos de Granados se debe a una razón más bien pesarosa: en estos días se nos antojan obscenos los juegos del ingenio.
La manera en que el autor copula con el lenguaje demuestra que la lascivia no es la comida chatarra del erotismo, que la elegancia de la lengua es porno duro, que el coqueteo de los estilos puede dar belleza a lo procaz. Que no es historia obscena si es historia bien contada.
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En tiempos en que la obscenidad, a lo procaz, calienta el escenario, Granados se pone a tono pero a su manera, esgrimiendo no la barata y facilona sino la verdadera obscenidad del desafío.
Esta colección de historias que nos ofrece Ediciones Itinerantes Paradiso es un divertimento y un aprendizaje. Leyéndolas no sólo aprendes que en el desierto llueve, y la maldición de un genio te puede acarrear amnesia; que la hierba crece y se agota en menos de una hora. Sobre todo comprendes que lo impúdico puede ser como la luna o un pequeño ramillete de notas que se escapa del violín de algún juglar muy melancólico.
Mas allá de los deleites, los estéticos y los carnales, el libro es un aprendizaje. Cada cuento es una clase sobre cómo escribir un cuento.
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No sólo cada historia es única y contundente, sino que además cobra vida propia y crea un lazo personal del que no te puedes ni te quieres zafar. Porque un buen cuento es también complicidad entre escribidor y lector, y no hay mejor literatura que aquella en la que se establece la connivencia.
Es tal la confabulación que uno llega a sentir que estas historias fueron escritas con claves internas que sólo entienden en el autor y uno. Es posible percibir un humor soterrado y comprobar que los personajes se ríen con uno y también de uno.
Con tantas referencias y tantas claves, unas verdaderas y otras imaginarias, nada es real en estos cuentos pero nada es más real que aquello que uno quiere que lo sea. Tampoco hay nada más real que lo clásico, que es lo que perdura.
Cuando algunos perciben señales de cierta decadencia cultural por la cual se erigen nuevos ídolos, los cuentos de Granados nos recuerdan esas coordenadas que no pasan y que siempre estarán, en ese alarde de atemporalidad que es lo clásico: me refiero a los valores humanistas, a los cultos e ilustrados.
Cuando se imponen a nivel general los cánones de la vulgaridad, los juegos del ingenio son un ejercicio obsceno de desafío. Granados asume el reto y sale airoso. El autor demuestra que no hay ménage à trois más concupiscente que el trivium de dialéctica, retórica y gramática. Que con la mordida gothique en el cuello, el ángel de la locura y una sombra fugaz se puede gozar en la cama a plenitud. Y que se puede terminar un libro con un portazo. Pero para entender lo del portazo hay que cometer un acto que es carnal y que es libidinoso en la misma medida en que es estético: leer los cuentos.

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