Cuentos obscenos, o los juegos del ingenio
Por
Rolando Aniceto
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Que
el sexo vende ya lo sabemos. Que lo obsceno está de moda lo podemos comprobar
en todas partes.
Cuando
leemos que monjes se masturban con imágenes devocionales, harenes practican el
incesto, se disfrutan tríos sexuales con lujuria japonesa y la impudicia de la
carne y los sentidos se pasean desvergonzadas por cada página, nos sentimos
tentados a concluir que los “Cuentos Obscenos” de Ignacio T. Granados
(Ediciones Itinerantes Paradiso) podrían convertirse en una bomba comercial al
estilo del bestseller ese de las 50 sombras de cierto tono opaco.
Sin
embargo, la irreverencia de estos cuentos no se debe a lo soez que hoy todo lo
permea. Tampoco a la tosquedad con que viene envuelto lo cachondo como producto
de consumo de las masas. Por el contrario, la irreverencia que destilan los
cuentos de Granados se debe a una razón más bien pesarosa: en estos días se nos
antojan obscenos los juegos del ingenio.
La
manera en que el autor copula con el lenguaje demuestra que la lascivia no es
la comida chatarra del erotismo, que la elegancia de la lengua es porno duro,
que el coqueteo de los estilos puede dar belleza a lo procaz. Que no es
historia obscena si es historia bien contada.
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En
tiempos en que la obscenidad, a lo procaz, calienta el escenario, Granados se
pone a tono pero a su manera, esgrimiendo no la barata y facilona sino la
verdadera obscenidad del desafío.
Esta
colección de historias que nos ofrece Ediciones Itinerantes Paradiso es un
divertimento y un aprendizaje. Leyéndolas no sólo aprendes que en el desierto
llueve, y la maldición de un genio te puede acarrear amnesia; que la hierba
crece y se agota en menos de una hora. Sobre todo comprendes que lo impúdico
puede ser como la luna o un pequeño ramillete de notas que se escapa del violín
de algún juglar muy melancólico.
Mas
allá de los deleites, los estéticos y los carnales, el libro es un aprendizaje.
Cada cuento es una clase sobre cómo escribir un cuento.
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No
sólo cada historia es única y contundente, sino que además cobra vida propia y
crea un lazo personal del que no te puedes ni te quieres zafar. Porque un buen
cuento es también complicidad entre escribidor y lector, y no hay mejor
literatura que aquella en la que se establece la connivencia.
Es
tal la confabulación que uno llega a sentir que estas historias fueron escritas
con claves internas que sólo entienden en el autor y uno. Es posible percibir
un humor soterrado y comprobar que los personajes se ríen con uno y también de
uno.
Con
tantas referencias y tantas claves, unas verdaderas y otras imaginarias, nada
es real en estos cuentos pero nada es más real que aquello que uno quiere que
lo sea. Tampoco hay nada más real que lo clásico, que es lo que perdura.
Cuando
algunos perciben señales de cierta decadencia cultural por la cual se erigen
nuevos ídolos, los cuentos de Granados nos recuerdan esas coordenadas que no
pasan y que siempre estarán, en ese alarde de atemporalidad que es lo clásico:
me refiero a los valores humanistas, a los cultos e ilustrados.
Cuando
se imponen a nivel general los cánones de la vulgaridad, los juegos del ingenio
son un ejercicio obsceno de desafío. Granados asume el reto y sale airoso. El
autor demuestra que no hay ménage à trois más concupiscente que el trivium de
dialéctica, retórica y gramática. Que con la mordida gothique en el cuello, el
ángel de la locura y una sombra fugaz se puede gozar en la cama a plenitud. Y
que se puede terminar un libro con un portazo. Pero para entender lo del
portazo hay que cometer un acto que es carnal y que es libidinoso en la misma
medida en que es estético: leer los cuentos.
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