Tuesday, January 7, 2020

Inocencia, de Alejandro Gil


Todo suceso político puede convertirse en una obra importante, por el dramatismo que encierra; esa es la materia de la épica por ejemplo, como base del poder secular de la literatura. Sin embargo, ese no es el caso de Inocencia, filme con que se trata de recrear el asesinato de siete estudiantes se medicina que estremeció al país en 1871; y la razón es que no se trata de una recreación de los hechos, sino de una burda manipulación política; puede que inocente, en su mera factura en los estudio de las FARC, pero burda igual.

De entrada, la historia no es creíble en su retrato de la violencia de los voluntarios, más allá de si fue cierta; porque el problema principal, que es gravísimo, es de dramaturgia y guion, y este a su vez se debe a su previo compromiso político. Otra cosa habría sido una ponderación de la realidad política, sin al margen del discurso de la guerra necesaria y la gesta independentista; mostrando la textura contradictoria de esa guerra, que se hizo contra la voluntad popular de pertenencia al imperio español. 

Las cifras y múltiples análisis lo demuestran, desde la misma necesidad de una invasión devastadora a Occidente; que se debía a los mil intereses que separaban al país en la diversificación de su economía, entre el autonomismo y la anexión a Estados Unidos. Según fuentes periodísticas, llegaron a haber mucho más cubanos voluntarios del ejército español que insurrectos; y la misma inteligencia reconocía la poca popularidad del proyecto independentista, sobre todo en esa región del país.

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Más allá de eso, y sin dudas por esa función hímnica y apologética, el filme muestra muy desiguales resultados técnicos; desde un guion pobrísimo, con la dramaturgia más simple del mundo, hasta las actuaciones, que van de la excelencia al infantilismo, con un reparto desatinado. La debilidad del guion se trató de compensar con cierta estructura dramática, que proyectaba la historia como feed back; pero eso sólo sirvió como un efecto más o menos esnob, incapaz de paliar los defectos.

El problema fue simple, la historia es encartonada, con una férrea línea entre buenos y malos, que nunca resultan humanos; obligando incluso a actores de experiencia a llevar sus caracteres al nivel de cliché —que es un recurso legítimo— tratando de salvarlos. Eso no fue siempre posible, dada esa otra debilidad del reparto, que contrapuso figuras con muy desigual poder de actuación; como fue el caso del enfrentamiento del experimentado Héctor Noas como capitán de voluntarios, con un Caleb Casas por algún motivo inusitadamente imberbe.

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El elenco unió a estudiantes de actuación con estrellas probadas del cine cubano, pero estas por lo general figuraban como incidentales; así que las actuaciones tendieron a la mediocridad, con esa notable excepción de Noas, quien sin dudas tuvo que bastarse a sí mismo; no sólo le dieron un personaje plano y esperpéntico, sino que además el maquillaje fue de lo peor. Las caracterizaciones en general fueron muy buenas, como es típico de las producciones cubanas, casi documentales; pero ni eso ni la dirección magistral de fotografía, a cargo del maestro Ángel Alderete, pueden nada contra la fatalidad argumental del guion.

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