Saturday, January 21, 2023

La nueva historia del Cristianismo de Paul Johnson

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La diferencia entre la victoria del Cristianismo y su fracaso sería la existencia de Inglaterra y Estados Unidos; porque es cierto que el Cristianismo es su última determinación pero no la primera, que se extiende bajo aquella. De cierto, el Cristianismo gozaría de unos cuatrocientos años de ventaja para su refundación de Occidente; pero el azaroso nacimiento de Alfredo —no Carlos— el grande sellaría su condena, como antes fue Fenicia la salvación de esta cultura en su excepcionalidad.

No hay nada más antinatural que la democracia, no importa lo relativa y mínima que sea en tanto funcional; porque es la idea de que el capital puede ser otra cosa distinta de la fuerza, como el consenso y el sentido común. Eso explica el precario equilibrio de su subsistencia, contra la naturaleza que le sale al paso en toda humanidad; tendiendo siempre a esa absolutividad del poder, con alguien que cree saber qué es lo mejor para el resto de sus congéneres.

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Aun así, fue posible por la rara circunstancia, que empujara el comercio fuera de la prepotencia de los reyes cananeos; llevándola al vacío imposible —porque la realidad siente horror vacui— de una Micenas tras la decadencia de Creta.  Por esa escondida razón no vocacional, los ciudadanos y no los templos tuvieron el poder de la economía en Grecia; y es esa excepcionalidad la que fracasa natural y estruendosamente en Roma un milenio después, con la caída de su república.

Pareciera entonces que la naturaleza recobrara sus fueros, con la monstruosidad institucional del Cristianismo; que sobre las minuciosas ruinas de la antigüedad, puede diseñar el mundo —lo dijo Paul Johnson— con San Agustín. Pena —¡oh, gloria!— que ese diseño tuviera que contener el caos de las islas británicas, no sólo el orden gálico; porque la debilidad de los reyes ingleses semejará el vacío institucional de Micenas ante el empuje del comercio fenicio.

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Es así que, a un lado y otro del estrecho de Calais, forcejean las hijas de Europa; pero una es tan fuerte que se rompe, y la otra tan débil que no sólo permanece,  también se extiende. Como extensión, Estados Unidos sólo tiene el cuerpo enfermizo —y lleno de anticuerpos políticos— de su madre Albión; no importa el fantasma de su tía la Galia, cristalizando en un fantasma que guía al pueblo con los pechos desnudos; los fantasmas no existen, no importa lo persistentes en su secretismo iluminado, lo único posible es la realidad. Esta es la única ventaja de esa antinaturalidad que es la democracia, pero —¡Dios!— sí que la aprovecha; reptando como posibilidad entre los dedos marmóreos del poder absoluto, que siempre sabe qué es lo mejor.

A Micenas sólo pudo vencerla —y eso en Roma— la corrupción de sus políticos, porque Roma no tenía economía; esa es la diferencia de antes y después de César y Augusto, por más que la transición fuera progresiva y no abrupta. Eso, por tanto, no quiere decir que Estados Unidos sea infalible, como no lo fue Roma; sino que incluso si sucumbiera a ese fantasma impertérrito del comunismo, siempre le quedará la posibilidad, como Paris a Ricardo.

Eso no lo tuvo Roma, pero sí la Micenas que legó a Roma el pasado clásico de Grecia, y no es poco; y persiste en Estados Unidos, indiferente al sermón de sus noticieros como púlpitos, en la barbarie de su arte dramático. Sólo hay que ver ese refinamiento de sus libretos, recreando lo peor de la humanidad, para saber que está a salvo; porque es el testimonio de la naturaleza sobreponiéndose a la contradicción que la mata en el poder, con el resquebrajamiento de sus fantasías éticas.

Eso exactamente fue lo que tuvo el Cristianismo a su favor, el monopolio que le permitió fantasear con la ética; que es por lo que toda revolución se lanza primero a la yugular de la cultura popular, con su ascendiente reflexivo. No es cuestión de discurso, que es donde pierde el poder con su suprematismo pretencioso; sino de mera reflexividad, en que lo real expande sus posibilidades dramáticas como único testimonio de libertad.


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