Thursday, January 19, 2023

De la penúltima paradoja en la función del arte

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Por paradójico que pueda parecer, nadie debería dudar de que el Neoclasicismo fue otro exceso del Barroco; una voluta tan extrema en el arquitrabe de la Modernidad, que sólo podía florecer como esa apariencia de racionalidad. Después de todo, no hay racionalidad mayor que el irracionalismo, como probaron furibundos los alemanes; estableciendo esa disputa de la ilustración moderna, que va desde la positividad científica a la negatividad poética.

Eso no es una imagen, sino otra postulación de la irracionalidad del racionalismo, en su innegable paradoja; pues por su falta de consistencia propia, lo negativo sólo puede ser una representación convencional de lo extrapositivo. Por supuesto, ese tipo de postulado hiper complejo va siendo cada vez más incomprensible, como toda irracionalidad; pues no puede encajar en la pobreza lineal de una gramática que se horroriza —en su racionalidad— del encabalgamiento y la imagen compuesta.

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Eso es lo que explica la pifia de la arqueología moderna, en sus aportes racionales acerca del arte primitivo; cuando en vez de asumir su carencia de datos suficientes, apostó por una función sublime del arte, en su congregación de lo humano. Reciente, sin embargo, un antropólogo aficionado ha hecho un descubrimiento asombroso, para vergüenza de todos; claro, de todos excepto catedráticos y académicos, que como curas medievales se aferran dogmáticos a su estilo de vida.

El descubrimiento afirma que las pinturas rupestres tenían la función práctica e inmediata de la contabilidad; ni siquiera de la contabilidad por amor a la contabilidad, que ya sería bastante, sino para la vulgar y pedestre planificación. Es decir, la belleza era una cuestión tan secundaria entonces, que sólo llamaría la atención de los modernos; como aquella falta de pigmentación en la estatuaria clásica, que les sugirió una imposible sobriedad griega —con los dioses que se gastaban—.

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En este caso de esas pinturas, pruebas había de que se ignoraba más de lo que se sabía, aconsejando prudencia; pero no se puede pedir prudencia cuando se trata de cuestiones de fe, como en los fanáticos de la ciencia moderna; que como los monjes de San Basilio contra Hipatia —errada en tantas cosas— viven del poder de su Dios. Nada de esto, por supuesto, niega un posible alcance sublime del arte, como soporte externo de la inteligencia; pero sí añade un poco de tan necesaria relatividad a tamañas auto suficiencias, reclamando un poco de sentido común.

Quién sabe, quizás —perdida la legitimidad trascendente— los artistas dejen de reclamar tratamiento especial; y así, haciendo que el arte pierda su atractivo político, dejen espacio al arte verdadero en su pedestre modestia. De ese modo —aunque solo quizás— serían otra vez las grandes obras, que no aleccionaban sino se limitaban a la reflexión; devolviendo al arte esa función trascendente original, perdida en tanta pretensión de los modernos… con su simbolismo.


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