A casi cuatro años de su muerte, The Afro-Hispanic Review dedica un número temático a la poeta Georgina
Herrera; y la demora puede —pero no se sabe— deberse a la tensa negociación
acerca de su cuestionable legitimidad. El número fue planeado al momento mismo
de su muerte, y fui invitado a participar por Juana María Cordones, como editora invitada;
pero lo condicioné a la exclusión de Roberto Zurbano —por motivos que todos
sabrán—, a lo que se negó.
Ni la reluctancia de la invitación ni la negativa son
importantes, por banales y secundarias en la subjetividad; pero la aparición de
este número apunta a un apaciguamiento, más ofensivo aún que la ofensa
original. No condicioné mi participación a la exclusión de Zurbano por
arrogancia, sino por su irrespeto y oportunismo; y el hecho de que lo
excluyeran sin renovar mi invitación, habla de esa arrogancia y oportunismo, y
de cobardía y debilidad.
No se trata de una pugna entre dos mediocridades, sino
de la ascendencia de Georgina Herrera en su maternidad; usurpada —o pretendida—
por Zurbano en sus manipulaciones, a manos del negrerismo de las universidades
norteamericanas. Puesto así, podrían hasta ponerlo de editor invitado a él, pues
la ofensa es hasta mayor, si se excluye al hijo de Herrera; no importa la razón
que se blanda, más allá de la hipocresía irresponsable con que se habla y
elogia su maternidad.
Aquí mismo se le menciona, como origen del ultraje a
Georgina Herrera, para que quede claro que se trata de dignidad; algo que ha
desconocido esa revista, en esa arrogancia de aristócratas franceses ignorando
su destino a finales del siglo XVIII. Eso explica esa naturalidad, con que
gastan dineros públicos en darse palmaditas, mientras siguen explotando negros;
ignorando en ello además la dignidad de quien no los necesita, porque no vive
de dinero ajeno en su supuesta aristocracia.
Alternativas tuvieron, que al menos les hubieran
salvado la cara, en una delicada situación que merecía cuidado; aunque hubieran
tenido que quitarle el feudo a la blanca, y no hay negro —de Vanderbilt a
Puerto Rico— que se atreva a tanto. Eso, más aún que lo personal, es lo que duele
de este portazo, como debilidad de una raza incapaz de dignificarse; en una
prueba de que nada ha cambiado, sino que sólo han aumentado la nómina de
contramayorales y mayordomos.
De hecho, y como es propio del comportamiento racial,
este número ni siquiera hace justicia a Georgina Herrera; porque obvia su
importancia, más axial que anecdótica, en la determinación del cosmos negro en
Cuba. Eso, que ocurre en el poder intenso de su poesía, es mayormente
manipulado como una poética de resistencia; que le escamotea en ello el alcance
existencial, con que rearma el ethos cubano en su verdadera dimensión.

Demasiada gente importante ha colaborado en ese
número, y uno no sabe las condiciones ni por qué lo hicieron; basta la buena
voluntad de algunos, para no andar ofendiéndolos a todos, en lo que sería un
acto de vanidad imperdonable. Sin embargo, a los que sí saben que actuaron con
doblez y cobardía, sólo queda lamentarles la pobreza y mezquindad; si tan trascendentalistas
son, deberían saber que esto es lo que quedará de ellos, la soberbia e
ignorancia que exhiben; porque con semejantes actos de fuerza, sólo muestran su
debilidad, en esa dependencia vergonzosa de dineros públicos.
Tampoco hay que agotar los límites del amor, no
importa lo inmenso, pues siempre se seca ante la inconsistencia; y eso sería
irreparable, después de haber crecido sólo de la fe y el recuerdo de un pasado
ya lejano. No es extraño que eso lo haga el institucionalismo cultural cubano, al
que esa prepotencia irreflexiva es natural; pero es triste que universidades
norteamericanas —que usan dineros públicos— lo acompañé así, al abismo de esa
vulgaridad.
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