Ay algo fabuloso en las series televisivas chinas, que
repiten sus caracteres saltando inalterable de dinastía en dinastía; todos con
esos gestos falsos y en cliché, que recuerdan sus teatros de máscaras, no
importa su modernidad. El arte de la actuación en China, parece haber avanzado
con reluctancia al realismo dramático del occidental; como si supieran —ya
casados en su arcaísmo— que de trata de una Vuelta de rueda, para morir en el
extrañamiento.
Ese descubrimiento inusitado del teatro postmoderno,
es sin dudas lo que explica la eficacia del histrionismo clásico; que no es
privative de China sino recurrente en su función cultural, pero asesinado en el
Oeste por Aristóteles. Por supuesto, Aristóteles era un filósofo y no un
artista, así que no perdería su tiempo en la eficacia de la forma; él se dirige
al sentido, reclamándole una función intelectual que rebasar y aplasta a la de la
forma, que no reconoce.
No por gusto la estética moderna recula, con la misma
reluctancia del teatro chino, al Realismo trascendental; que es platónico y no
aristotélico, porque el de Aristóteles es inmanencial, esquivando la tensión
binaria. De hecho, pareciera que el Idealismo surge en Platón, pero por la
forma en que lo interpreta Aristóteles; no postulado por sí mismo, sino
adjudicado en la crítica del otro, en intuiciones ciertas, pero también
excesivas.
A pesar de todo, el arte ha rito siempre en Occidente
el corsé de la lógica, para explayarse en figuraciones gloriosa; como aquella
de la Ópera, aspirando a la performance naturalista pero no realistas de los
clásicos, con sus máscaras. El problema está en esa función reflexiva y no
discursive del arte, que es lo que ignora el maestro estagirio; porque el
discurso no es formal nunca, aunque acuda a la forma, sino esencialista en la
racionalidad de su funcionalismo.
No es asombroso que sea Aristóteles y no Platón el que
escriba tratados de estética, porque él no hace estética; es Platón el que
ejecuta los actos, en esa reflexión continua sobre la forma, no sobre la
improbable substancia. Aclárese, la substancia es más que improbable imposible,
pero tiene sentido como representación… formal; porque alude al entramado de relaciones
que estructura al fenómeno, imposible de apreciar en su minuciosidad.
Como con esa fábula de las series chinas, la
racionalidad de Occidente no puede comprender esa función reflexiva; y ya antes
de Descartes, el determinismo político prohibió la eficiencia poética de los
evangelios apócrifos. Especialmente denostado es el Evangelio de Nicodemo, basado
en el mismo principio de la inerrancia bíblica; como si esa inerrancia fuera
histórica y no de sentido, en la inefabilidad del escritor al que se le
atribuye el libro.
Esa es la cuestión del arte en general, salvado en esa
frivolidad astuta de una industria dedicada al entretenimiento; que sólo es
entretenimiento a los ojos modernos, porque nunca fue tan productivo el ocio como
antes de la Modernidad. No se trata de un conservadurismo vicioso en lo
ideológico, sino racional en tanto existencial y no político; que es la
paradoja profunda al magisterio postmoderno, más aún que la otra falsa de Zenón
y Aquiles y la tortuga.
La actuación china es como los carros voladores del
Mahabarata, que todos sospechamos significan otra cosa; o como Homero —improbable
como Cristo rescatando a Adam— amonestando al pueblo en la belleza del verso. Esa
es la diferencia, no es que el discurso sea bello sino que es la belleza la que
habla, en esa suficiencia que la adensa; no por la racionalidad de un discurso,
sino por la de una experiencia empática, en la misma catarsis del de Estagira.
No es entonces que la catarsis no tenga sentido, sino
que no se la comprende en la función de su hiper racionalidad; como esa
sublimación que nos hace partículas entrelazadas, en un universo abierto al
sentido que le demos. Resulta así que el arte, como muestra el histrionismo de las
series chinas, es nuestra apropiación del mundo; el cumplimiento del mandato de
Dios, en una naturaleza superponiendo su tejido sutil sobre lo real, en un
simple gesto.
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