Cuba, la farsa electoral
Según Ricardo Alarcón, presidente de la llamada “Asamblea Nacional del Poder Popular” cubana –órgano concebido para camuflar el ejercicio ilegítimo del poder por la oligarquía castrista, y que este domingo 25 de abril, a nivel de municipios, celebrara la farsa “electoral” que la justifica como institución—, la democracia real es sinónimo de utopía. Para el funcionario, en Cuba se ha elaborado una fórmula “más creadora, más autóctona” en comparación con las típicas fórmulas de participación ciudadana vigentes en Occidente.
“El sistema nuestro tiene una serie de virtudes, de ventajas. Su desafío es el de todo sistema político: la democracia es necesariamente representativa”, considera el ex ministro de Relaciones Exteriores. Alarcón entiende que sólo se puede enfrentar ese desafío desde una sociedad igualitaria, como supuestamente lo es la cubana, “en la que se establezca un nivel de control de los elegidos por los electores, un nivel de participación en el gobierno de aquellos que eligieron a sus representantes”.
Pero esa es, precisamente, una de las fallas originales del sistema seudo electoral implementado en Cuba a partir de 1976: los electores, e incluso aquellos elegidos que no pertenecen al primer anillo de poder, carecen de las prerrogativas necesarias para influir, controlar o rectificar las decisiones de la nomenclatura, sobre todo de los hermanos Castro.
Son incontables los errores de bulto cometidos por Fidel Castro y sus más cercanos colaboradores durante medio siglo de totalitarismo. Y de todas clases. Muchas de estas chapuzas podrían figurar, con destaque, en una antología del absurdo político. Sin embargo, los responsables directos de las mismas, que han costado decenas de miles de vidas y miles de millones de dólares, aquellos que dieron las órdenes, que concibieron el desastre, que implementaron el disparate, continúan cómodamente apoltronados en el sillón del poder. Ningún elegido, mucho menos elector, ha podido ni podrá, mientras el actual sistema persista, llevarlos ante la justicia o ejercer algún nivel de control sobre sus decisiones. Este domingo en Cuba no se votó por verdaderos representantes del pueblo, sino por futuros miembros de un “parlamento” circense que aprueba por unanimidad, invariablemente, todas y cada una de las directivas castristas.
En cualquier caso, ¿qué transparencia o legitimidad pueden tener unas “elecciones” en las que sólo participa un partido político, en las que quienes recuentan los votos son miembros y directivos de organismos oficialistas o afines al oficialismo, en las que a la disidencia se le impide hacer campaña abierta e incluso se le persigue y encarcela, en las que quienes osan apoyar en público a esa disidencia son marginados socialmente, en las que todas las herramientas de divulgación e información están únicamente en manos del único partido participante, en las que durante cincuenta años un mismo clan ha sido “elegido” regidor de los destinos nacionales?
Por otro lado, es simple refutar, recurriendo a ejemplos concretos, la afirmación de Alarcón de que el control de la ciudadanía sobre los gobernantes es una ficción en las democracias occidentales, particularmente en Estados Unidos. Basta con echarle un vistazo a la historia contemporánea de este último país. En 1974, tras desencadenarse el proceso de su destitución, Richard Nixon tuvo que renunciar a la presidencia a propósito de una investigación periodística. En 1998, Bill Clinton fue obligado a declarar ante la justicia luego de que emergieran detalles de su relación con la becaria Mónica Lewinsky. Imaginemos qué le hubiera sucedido en Cuba a la mujer que revelara las intimidades de Castro, o a los periodistas que osaran iniciar una investigación en su contra.
No hay democracia perfecta, ciertamente –tampoco lo es la estadounidense—, pero mucho menos representatividad real cuando quienes supuestamente votan a sus representantes carecen de los más elementales derechos. Si como dice Alarcón –Doctor en Filosofía y Letras— la democracia es necesariamente representativa, entonces en Cuba no hay democracia: no puede haberla cuando la sociedad no es capaz ya no sólo de controlar a sus gobernantes, sino siquiera de elegirlos.
“El sistema nuestro tiene una serie de virtudes, de ventajas. Su desafío es el de todo sistema político: la democracia es necesariamente representativa”, considera el ex ministro de Relaciones Exteriores. Alarcón entiende que sólo se puede enfrentar ese desafío desde una sociedad igualitaria, como supuestamente lo es la cubana, “en la que se establezca un nivel de control de los elegidos por los electores, un nivel de participación en el gobierno de aquellos que eligieron a sus representantes”.
Pero esa es, precisamente, una de las fallas originales del sistema seudo electoral implementado en Cuba a partir de 1976: los electores, e incluso aquellos elegidos que no pertenecen al primer anillo de poder, carecen de las prerrogativas necesarias para influir, controlar o rectificar las decisiones de la nomenclatura, sobre todo de los hermanos Castro.
Son incontables los errores de bulto cometidos por Fidel Castro y sus más cercanos colaboradores durante medio siglo de totalitarismo. Y de todas clases. Muchas de estas chapuzas podrían figurar, con destaque, en una antología del absurdo político. Sin embargo, los responsables directos de las mismas, que han costado decenas de miles de vidas y miles de millones de dólares, aquellos que dieron las órdenes, que concibieron el desastre, que implementaron el disparate, continúan cómodamente apoltronados en el sillón del poder. Ningún elegido, mucho menos elector, ha podido ni podrá, mientras el actual sistema persista, llevarlos ante la justicia o ejercer algún nivel de control sobre sus decisiones. Este domingo en Cuba no se votó por verdaderos representantes del pueblo, sino por futuros miembros de un “parlamento” circense que aprueba por unanimidad, invariablemente, todas y cada una de las directivas castristas.
En cualquier caso, ¿qué transparencia o legitimidad pueden tener unas “elecciones” en las que sólo participa un partido político, en las que quienes recuentan los votos son miembros y directivos de organismos oficialistas o afines al oficialismo, en las que a la disidencia se le impide hacer campaña abierta e incluso se le persigue y encarcela, en las que quienes osan apoyar en público a esa disidencia son marginados socialmente, en las que todas las herramientas de divulgación e información están únicamente en manos del único partido participante, en las que durante cincuenta años un mismo clan ha sido “elegido” regidor de los destinos nacionales?
Por otro lado, es simple refutar, recurriendo a ejemplos concretos, la afirmación de Alarcón de que el control de la ciudadanía sobre los gobernantes es una ficción en las democracias occidentales, particularmente en Estados Unidos. Basta con echarle un vistazo a la historia contemporánea de este último país. En 1974, tras desencadenarse el proceso de su destitución, Richard Nixon tuvo que renunciar a la presidencia a propósito de una investigación periodística. En 1998, Bill Clinton fue obligado a declarar ante la justicia luego de que emergieran detalles de su relación con la becaria Mónica Lewinsky. Imaginemos qué le hubiera sucedido en Cuba a la mujer que revelara las intimidades de Castro, o a los periodistas que osaran iniciar una investigación en su contra.
No hay democracia perfecta, ciertamente –tampoco lo es la estadounidense—, pero mucho menos representatividad real cuando quienes supuestamente votan a sus representantes carecen de los más elementales derechos. Si como dice Alarcón –Doctor en Filosofía y Letras— la democracia es necesariamente representativa, entonces en Cuba no hay democracia: no puede haberla cuando la sociedad no es capaz ya no sólo de controlar a sus gobernantes, sino siquiera de elegirlos.
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