Tuesday, April 20, 2010

Una posición de fuerza


Por Armando Añel


Como casi todo el mundo sabe, la libre entrada y salida de la República de Cuba le está vedada a los ciudadanos cubanos: los ciudadanos cubanos necesitan un permiso expreso del gobierno de los hermanos Castro para entrar a y salir de su propio país. En el caso de los cubanos residentes en el exterior, deben obtener un permiso de entrada estampado en su pasaporte: esta especie de cuño los autoriza a permanecer treinta días en Cuba –prorrogables a otros treinta- y su tramitación puede demorar varios meses (el pasaporte cubano debe renovarse cada dos años). En el caso de los residentes en el interior de la Isla, necesitan un permiso de salida o “Carta Blanca” que habitualmente el castrismo niega a los profesionales, a los jóvenes en edad militar, a muchos disidentes y, en general, a quien se le ocurre.

Lo de la famosa Carta Blanca parece de otro mundo. Cuesta unos 150 dólares en moneda convertible, prácticamente el salario anual de un trabajador cubano promedio o, para establecer una analogía proporcional en Estados Unidos, más o menos lo que le costaría a un cubanoamericano un auto nuevo si estuviera dispuesto a pagarlo al contado. Por añadidura, dicho permiso sólo tiene vigencia por un mes, prorrogable durante otros once. Por cada mes adicional, el interesado debe abonar 150 dólares extras. Si al cabo de los once meses reglamentarios el ciudadano cubano no ha regresado a la Isla, las autoridades pueden confiscar sus pertenencias. Inclusive su propia vivienda. Inclusive los muebles y equipos electrodomésticos en uso en su propia vivienda.

Entre las reformas insinuadas por la dirigencia castrista durante los primeros tiempos del raulismo, o reclamadas por voces afines a la dirigencia castrista, figuraba precisamente la de restaurarle a la ciudadanía el derecho fundamental de circulación. Incluso el cantautor Silvio Rodríguez, cuya reciente polémica con Carlos Alberto Montaner levantara ronchas en el campo oficialista, miembro él mismo de la llamada “Asamblea Nacional del Poder Popular”, ha asegurado que “el permiso de salida y de entrada debería abolirse completamente. Es una cosa que se hizo con otro destino, por otras razones, y ha sobrevivido durante demasiados años en Cuba, y yo no creo que tenga razón de ser”.

Las razones de esa supervivencia son las tradicionales y la premisa fundamental, por supuesto, ha sido desconocer los derechos elementales de la ciudadanía. Históricamente, el castrismo se ha valido de estos permisos de entrada y salida para controlar y/o manipular a la población, como se ha valido de tantas otras disposiciones y violaciones. Dado que su destino está en manos del Estado totalitario –juez y parte en prácticamente todos los aspectos de la vida nacional-, el ciudadano cubano apela a su discreción y sometimiento a las autoridades para asegurarse la posibilidad de escapar del paraíso del proletariado (para asegurarse, en general, desde un empleo hasta un plato de comida). Adicionalmente, por concepto de recaudación, no es poca la moneda dura que estos trámites introducen en las arcas del gobierno.

De cualquier manera, a pesar de los lamentos de Rodríguez y de otros “reformistas” por el estilo, parece poco probable que el permiso de salida –tampoco el de entrada, y por razones similares— vaya a ser abolido por el régimen. Y no es que no pueda ser eliminada formalmente la figura de la Carta o Tarjeta Blanca: es que la última palabra en relación a la salida del país de un ciudadano cubano la seguirá teniendo, subrepticiamente o no, el castrismo. En ambos casos, a la entrada o a la salida, La Habana continuará fiscalizando el proceso. Ni entrarán los que a la policía política no le conviene que entren, ni saldrán los que la dirigencia no quiere que salgan. Tan sencillo como eso.

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